Una noche, harto de oír a aquellos viejos soltar frases deshilachadas sobre hospitales psiquiátricos y barrios miserables donde los padres dejaban sin leche a sus hijos por seguir a su equipo en desplazamientos legendarios, les preguntó qué opinión tenían sobre la política. Los gauchos, al principio, se mostraron renuentes a hablar de política, pero, tras animarlos, al final resultó que todos ellos, de una forma o de otra, añoraban al general Perón.
Hasta aquí podemos llegar, dijo Pereda, y sacó su cuchillo. Durante unos segundos pensó que los gauchos harían lo mismo y que aquella noche se iba a cifrar su destino, pero los viejos retrocedieron temerosos y le preguntaron, por Dios, qué le pasaba, qué le habían hecho ellos, qué mosca le había picado. La luz de la fogata concedía a sus rostros un aspecto atigrado, pero Pereda, temblando con el cuchillo en la mano, pensó que la culpa argentina o la culpa latinoamericana los había transformado en gatos. Por eso en vez de vacas hay conejos, se dijo a sí mismo mientras se daba la vuelta y se dirigía a su habitación.
No los carneo aquí mismo porque me dan pena, les gritó.
A la mañana siguiente temió que los gauchos hubieran regresado a Capitán Jourdan, pero los encontró a todos, algunos trabajando en el patio, otros mateando junto a la fogata, como si no hubiera pasado nada. Pocos días después llegó la polleruda de la estancia del oeste y Álamo Negro empezó a progresar, empezando por la comida, pues la mujer sabía cómo cocinar de diez maneras diferentes un conejo, dónde encontrar especias, cuál era la técnica para hacer un huerto y así tener verduras y hortalizas.
Una noche la mujer recorrió la galería y se metió en el cuarto de Pereda. Vestía únicamente unas enaguas y el abogado le hizo sitio en su cama y se pasó el resto de la noche mirando el cielo raso y sintiendo junto a sus costillas ese cuerpo tibio y desconocido. Cuando ya amanecía se durmió y al despertar la mujer ya no estaba allí. Amancebado con una china, dijo el Bebe después de que su padre lo pusiera al corriente. Sólo técnicamente, puntualizó el abogado. Para entonces, pidiendo préstamos aquí y allá, había logrado aumentar la cabaña caballar y conseguido cuatro vacas. Las tardes en que estaba aburrido ensillaba a José Bianco y salía a pasear a las vacas. Los conejos, que en su vida habían visto una vaca, las miraban con asombro.
Parecía que Pereda y las vacas se dirigían hacia el fin de! mundo, pero sólo habían salido a dar una vuelta.
Una mañana aparecieron en Álamo Negro una doctora y un enfermero. Después de haberse quedado cesantes en Buenos Aires ahora trabajaban para una ONG española como servicio móvil de atención primaria. La doctora quería hacerles pruebas a los gauchos para comprobar que no tuvieran hepatitis. Cuando volvieron, al cabo de una semana, Pereda los agasajó lo mejor que pudo. Hizo arroz con conejo, que la doctora dijo que sabía mejor que una paella valenciana, y luego procedió a vacunar gratis a todos los gauchos. A la cocinera le entregó un frasco con comprimidos, diciéndole que le suministrara uno a cada niño todas las mañanas. Antes de que se marcharan Pereda quiso saber cómo se encontraba su gente. Anémicos, le respondió la doctora, pero nadie tiene hepatitis B o C. Es un alivio saberlo, dijo Pereda. Sí, en cierta forma es un alivio, dijo la doctora.
Antes de que se marcharan Pereda le echó una ojeada al interior de la camioneta en la que viajaban. En la parte trasera había un revoltijo de sacos de dormir y cajas con medicinas y desinfectantes para primeros auxilios. ¿Adonde van ahora?, quiso saber. Al sur, le dijo la doctora. Tenía los ojos enrojecidos y el abogado no supo si era por falta de sueño o por haber estado llorando. Cuando la camioneta se alejó y sólo quedó la polvareda, pensó que los iba a
echar de menos.
Esa noche les habló a los gauchos reunidos en la pulpería. Yo creo, les dijo, que estarmos perdiendo la memoria. En
buena hora, por lo demás. Los gauchos por primera vez lo miraron como si entendieran el alcance de sus palabras mejor que él. Poco tiempo después le llego una carta del Bebe en la que le anunciaba que tenía que ir a Buenos Aires a firmar unos papeles para proceder a la venta de su casa. ¿Qué hago, pensó Pereda, tomo el tren o voy a caballo? Aquella noche casi no pudo dormir. Se imaginaba a la gente que se agolpaba en las aceras mientras él entraba montado en José Bianco. Autos detenidos, policías mudos, un canillita sonriendo, potreros desolados en donde sus compatriotas jugaban al fútbol con la parsimonia que provoca la malnutrición. Pereda entrando en Buenos Aires, bajo esta escenografía, tenía la misma resonancia que Jesucristo entrando en Jerusalén o en Bruselas, según un cuadro de Ensor. Todos los seres humanos, pensó dando vueltas en la cama, en alguna ocasión de nuestras vidas entramos en Jerusalén. Sin excepciones. Algunos luego ya no salen. Pero la mayoría sale. Y luego somos prendidos y luego crucificados. Máxime si se trata de un pobre gaucho.
También imaginó una calle del centro, una calle muy bonita que tenía lo mejor de cada calle de Buenos Aires, en donde él se adentraba montado en su fiel José Bianco, mientras de los pisos superiores empezaba a caer una lluvia de flores blancas. ¿Quiénes arrojaban las flores? Eso no lo sabía, pues tanto la calle como las ventanas de los edificios estaban vacías. Deben ser los muertos, reflexionó Pereda en su duermevela. Los muertos de Jerusalén y los muertos de Buenos Aires.
A la mañana siguiente habló con la cocinera y los gauchos y les comunicó que iba a ausentarse durante un tiempo. Nadie dijo nada, pero por la noche, mientras cenaban, la polleruda le preguntó si iba a Buenos Aires. Pereda movió la cabeza afirmativamente. Entonces cuídese y que le llueva finito, dijo la mujer.
Dos días después tomó el tren y rehizo de vuelta el camino que había emprendido hacía más de tres años. Cuando llegó a la estación Constitución alguna gente lo miró como si estuviera disfrazado, pero a la mayoría no parecía importarle gran cosa ver a un viejo vestido a medias de gaucho y a medias de trampero de conejos. El taxista que lo llevó hasta su casa quiso saber de dónde venía y como Pereda permanecía enclaustrado en sus cavilaciones le preguntó si sabía hablar en español. Por toda respuesta Pereda extrajo de la sisa su cuchillo y comenzó a cortarse las uñas, que tenía largas como gato montes.
En su casa no halló a nadie. Debajo del felpudo estaban las llaves y entró. La casa parecía limpia, incluso excesivamente limpia, pero olía a bolitas de alcanfor. Agotado, Pereda se arrastró a su dormitorio y se tiró en la cama sin sacarse las botas. Cuando despertó había anochecido. Se dirigió a la sala sin encender ninguna luz y telefoneó a su cocinera. Primero habló con su marido, que quiso saber quién llamaba y que no pareció muy convencido cuando le dijo quién era. Luego la cocinera se puso al aparato. Estoy en Buenos Aires, Estela, le dijo. La cocinera no pareció sorprendida. Aquí cada día ocurre algo nuevo, respondió cuando Pereda le preguntó si no le alegraba saberlo en casa. Luego quiso llamar a su otra empleada, pero una voz femenina e impersonal le anunció que el número al que acababa de llamar estaba fuera de servicio. Desanimado, tal vez hambriento, quiso recordar los rostros de sus empleadas y la imagen que apareció fue vaga, sombras que recorrían el pasillo, un revolar de ropa limpia, murmullos y voces en sordina.
Lo increíble es que recuerde sus números de teléfono, pensó Pereda sentado a oscuras en la sala de su casa. Poco después salió. Imperceptiblemente, sus pasos lo llevaron hasta el café donde el Bebe solía reunirse con sus amigos artistas. Desde la calle vio el interior del local, bien iluminado, amplio y bullicioso. El Bebe presidía, junto a un viejo (¡Un viejo como yo!, pensó Pereda), una de las mesas más animadas. En otra, más cercana a la ventana desde donde espiaba, distinguió a un grupo de escritores que más bien parecían empleados de una empresa de publicidad. Uno de ellos, con pinta de adolescente, aunque ya pasaba la cincuentena y posiblemente también los sesenta, cada cierto tiempo se untaba con polvos blancos la nariz y peroraba sobre literatura universal. De pronto, los ojos del falso adolescente y los ojos de Pereda se encontraron. Durante un instante se contemplaron mutuamente como si la presencia del otro constituyera una rajadura en la realidad circundante. Con gesto decidido y una agilidad insospechada, el escritor con pinta de adolescente se levantó de un salto y salió hacia la calle. Antes de que Pereda se diera cuenta, lo tuvo encima.