– En comisaría no y llegó casi a convencernos, aunque nunca la descartamos como sospechosa.
– Le diré toda la verdad, amigo Contreras, ya sé, ya sé que usted no se considera amigo mío, pero aún estoy en condiciones de elegir a mis enemigos. Yo estaba sin ningún caso y leí la noticia del asesinato del champán en el periódico. Por las características del caso y de los inculpados pensé que yo tenía algo que sacar. Son personas que aborrecen las dificultades y que están acostumbradas a pagar intermediarios, siquiatras y abogados, por ejemplo, ¿por qué no un detective privado? Necesitaban una argumentación lógica para defenderse, una manera de pensar, de defender sus coartadas y les ofrecí mis servicios. Dalmases y Donato podían pagarme, la Miguel no. Pero los dos primeros eran tan inocentes como tacaños y no me contrataron. La Miguel no tenía un céntimo. ¿Qué pintaba yo allí? No trabajo por amor al arte. Me desentendí del caso. Apareció otro asuntillo. Ya ni me acordaba de éste y ahora me llena usted el estómago de cadáveres. Acabo de llegar de Asia, tengo el metabolismo hecho polvo, hay seis horas de diferencia horaria y cuando aquí se come allí se duerme, estoy destemplado, he de salir de viaje.
El empleado obedeció la orden de Contreras y devolvió a su nicho refrigerado el cadáver de Marta Miguel. Carvalho quiso lanzar una última mirada al cuerpecillo de la vieja, la madre de Archit, su propia madre, él mismo, el final, el sucio final de la esperanza torturada por la decrepitud. A él le gustaría morir en un sillón relax, con una botella de vino blanco en un cubo lleno de hielo al lado y un canapé de caviar o morteruelo en una mano, entre los árboles, qué árboles no importaba, y en la sospecha de que su conciencia se desligaría del cuerpo y empezaría a subir hacia las ramas para contemplar a vista de pájaro la torpeza insuficiente de su propia muerte. Pero la posibilidad de morir a trozos, despedazado por la enfermedad, autoengañado por el deseo de sobrevivir, le ponía al borde de una locura homicida, homicida de la memoria y del deseo, alcahuetas en la ocultación del rostro verdadero de la muerte.
– Carvalho, le he avisado cien veces. Conviene que se lea el código y las normas de comportamiento de los investigadores privados. Ustedes tienen unos límites. Ustedes no son autónomos, no pueden usurpar las funciones policiales. Investigue el robo de la fórmula del litines, leche, pero no se meta donde no le llaman. ¿En qué anda metido ahora?
– Una mujer que se marchó de viaje, ligó con un extranjero, les persiguieron por eso y yo traté de sacarla del lío.
– ¿Lo ve? Eso es correcto. Y casos así los puede tener a montones, porque usted es un buen profesional. ¿Por qué se mete donde no le llaman? No es el primer caso de licencia que desaparece. le advierto por última vez.
– ¿Puedo marcharme?
– Puede. Si quiere le acompañamos a su despacho.
Carvalho agradeció la invitación, pero quería salir cuanto antes de aquella casa de la muerte, de la muerte por debajo de todas las sospechas, como si la muerte no fuera un final en sí misma. Contreras aún tuvo tiempo de cerrar el caso.
– Lo de Celia Mataix fue un crimen de bolleras.
Carvalho asintió.
– De la Donato tenemos ficha. De esta desgraciada, no.
– No se la hagan ahora. Para lo que les serviría.
Contreras se puso rígido.
– A los muertos no les hacemos ficha.
Juego limpio.
Había hecho aquella ruta por primera vez en mayo de mil novecientos sesenta y algo y de pronto descubrió el olor del azahar, algo que hasta entonces sólo había sido una referencia literaria, un fragmento de lenguaje obsoleto de su infancia, flor de azahar, agua de flor de azahar, palabras tan propias de un perdido universo de sensaciones como las personas que las pronunciaban, su abuela, su tía abuela, primas lejanísimas, ceregumil, agua del carmen, melisana, linimento Sloan. Aquel aroma que se encaramaba sobre las tapias de Benicarló anochecido y se hacía océano nocturno rumbo a Sagunto era de flor de azahar, porque mayo traía las flores, como abril las lluvias y agosto el calor. Descubrir la supervivencia de la flor de azahar en la España que empezaba a pudrirse y, sobre todo, descubrir que aquel aroma tenía abundantes posibilidades de ser inmortal, fue para Carvalho la principal sensación de aquel viaje en el que la muchacha hacía el amor con los ojos cerrados y los gemidos le iban por dentro, jamás por fuera, a pesar de que era mayo, estaban en la ruta del sur y los dos habían leído que el sur era aquel lugar del que nadie quiere regresar. Aunque ya estaba entonces al borde de la treintena, Carvalho desconocía cómo son los naranjales o los encinares y la sorpresa que empezó a recibir a partir de la desembocadura del Ebro y que, años después, se reproduciría en Castilla y Extremadura, fue la tenacidad del árbol para luchar pasivamente contra la criminalidad del hombre. Le emocionó la materialidad concreta del naranjal al otro lado del espejo de la Geografía de España o de las novelas de Blasco Ibáñez. Y durante años, el anuncio de mayo era la repetición del viaje hacia el sur al alcance de fines de semana de tres días: el sur del mar Menor, la barra de entremares, las dunas, los pueblos muertos que apenas parpadeaban entonces ante los primeros turismos que llegaban del norte del universo, acostumbrados pueblos al espectáculo de los viajeros de Cartagena, con un pañuelo con cuatro nudos en la cabeza, faldas o pantalones subidos, silla de enea con las cuatro patas en el agua y los pies desnudos que juguetean con un mar cálido que se lleva el espíritu del reuma. Desde Alicante al mar Menor se reunía el primer calor de España, calor de mayo, sol de mayo, mar de mayo, un anticipo del esplendor del verano, doradas en su sal, vinos rojos de sangre de Jumilla necesariamente fríos, calderos de arroz y alioli, arroz con costra en Elche, embutidos aromatizados por la matalahúva, flor de anís. A medida que se encallecían las pupilas de Carvalho, empezaron a espaciarse las huidas hacia el sur o quizá las muchachas se habían hecho mujeres rosas de Alejandría, coloradas de noche, blancas de día, sin apenas tiempo para el orgasmo de escapada entre dos citas, dos tiendas, dos explicaciones. Pero Carvalho tendía a cargar con toda la responsabilidad de la última larga ausencia de siete años y de su complicidad en la muerte del horizonte, emparedado por los bloques de apartamentos que amurallan el Mediterráneo desde Rosas a Marbella. Se detuvo en Benicasím, muerto de tristeza y con presentimiento de cansancio y de noche, para contemplar los torreones que descendían hacia la Plana, rascaleches más altos que los cerros, tapiados mares. La alta autopista le permitía comprobar la destrucción del horizonte marino entre la consolación de los naranjales indestructibles por su propia conciencia de rendimiento. El hombre sólo respeta lo que le enriquece. Pero también es capaz de cultivar flores que no se come ni vende o de amar animales a los que no teme ni devora, de alimentar palomas urbanas, gatos callejeros o de cegar canarios para que canten creyendo que han nacido para cantarle y no para ver cara a cara el riesgo de la libertad. Si poseyera el don del lenguaje, se dijo Carvalho, escribiría poemas y libros de filosofía, de pequeña filosofía, de filósofo de café en un mundo en el que ya no quedaban cafés. En cuanto llegara al mar Menor y localizara a Teresa, quería tirarle a los pies aquella conciencia de fracaso que llevaba encima, aquella lápida compartida con todos los que habían muerto en las últimas tres semanas, desde Celia Mataix a la madre de Marta, pasando por el padre de Archit y el gángster de madame La Fleur. De aquel mundo lleno de sepulturas, sólo escapan las siluetas fugitivas de la holandesa y el "pocavergonya", de Archit y Teresa, vividores por cuenta ajena entre gentes condenadas a morir, y quería decirle a aquella malcriada que con ella había viajado la muerte y que había ido derribando vidas como fichas de dominó, con tal de salirse con la suya, y que la suya era un estúpido final de ligue en una playa de invierno llena de rascacielos deshabitados, entre dos mares afectados por distintos ritmos de agonía. Pero cada vez le era más difícil pensar, imaginar y conducir con los ojos de plomo abiertos, ojos que le escocían, que se refugiaban en la madriguera de los párpados para saltar de las órbitas aterrados por el bandazo del coche súbitamente ciego. Decidió buscar una zona de parking y dormir el tiempo necesario hasta que el cuerpo recuperara el poder de moverse y perdiera la condición de ser movido. Durmió intensamente, babeantemente, expulsando de los ojos los tumores enquistados del cansancio por todo lo que había visto sin poder cerrarlos y, por la nariz, los aires acondicionados de los aviones y los aeropuertos y los cementerios que llevaba en el alma. Se despertó entrada la noche, se secó con el reverso de la mano la baba que le colgaba de la boca, una baba atabacada, enrarecida, como el líquido amarillo que se les escapa a los muertos por la comisura de los labios. El cuerpo necesitaba líquido y bebió dos botellas de agua mineral en el bar de la última área de servicio de la autopista antes de llegar a Valencia. Atravesó la ciudad solitaria y buscó el reencuentro con la interrumpida autopista, entre un espectáculo de enfangada desolación por las recientes inundaciones que le revelaba la luna. Bordeó los palmerales de Alicante, Santa Pola, Guardamar y cuando el sol, recién llegado de Koh Samui, silueteó la torre del moro de Torrevieja, Carvalho estaba por encima de su propia depresión y hacía proyectos para el futuro. Apalabrar un buen caldero en los merenderos de la entrada de Palos, darle su merecido a Teresa y terminar el viaje morado de caldero y litros de Jumilla en la habitación de cualquier hotel. A partir de San Javier, empezó a bordear la orilla interior del mar Menor frente a un horizonte de tierras bajas, molinos de viento y el costurón rojizo y cárdeno de las montañas amontonadas sobre el litoral de Escombreras y la zona minera de la Unión. detuvo el coche junto al mar dormido, se quitó los zapatos, los calcetines, se subió los pantalones, se metió en el mar hasta que las aguas le llegaron a las rodillas y comprobó que había llegado al invierno real, que nada ni nadie le proporcionaría la piadosa mentira de verano. Luego pasó de largo la entrada a la barra de entremares y fue en busca del primer merendero en el que se desperezaban las sillas de tijeras y las hijas del dueño con las escobas en las manos. El padre estaba en la subasta de pescado de Palos y ellas lo más que podían hacer por Carvalho era asarle unas sardinas frescas y abrirle una botella de Jumilla tinto frío, quince grados de temperatura metafísica. Carvalho pidió pan, tomate, sal y aceite y se convirtió para las muchachas en un espectáculo equivalente al que había sido para la thailandesa del almacén de Bangkok.