– ¿Ha encontrado a los fugitivos?
– No.
Respondió Carvalho aguantando la mirada de Charoen, que se había detenido de repente. El policía sonrió como dándose la razón.
– ¿Lo ve? Asia es muy complicada. Pero un día u otro aparecerán. Si se ponen en contacto con usted, dígales que a Charoen pueden escapar, pero a "Jungle Kid" no. Ahora váyase. Van a anunciar el control de pasaportes.
En un cartel de propaganda de la Swissair, unos pájaros se daban el pico sobre un fondo de nubes y un horizonte de paisajes propicios y Carvalho retuvo el saludo de despedida de Charoen para preguntarle:
– Puede parecerle una pregunta estúpida, pero no quiero irme de Bangkok sin respuesta. Se trata del nombre de unos pájaros. De esos miles de pájaros que se ponen sobre los cables, en las grandes avenidas de la capital al anochecer.
Charoen cerró los ojos o buscando una respuesta en su memoria o calculando la posible doble intención o burla subyacentes en la pregunta del extranjero. "Swallow", contestó. Golondrinas, se tradujo mentalmente Carvalho al castellano, al tiempo que una sonrisa de burla hacia sí mismo le asomaba a los labios.
– Golondrinas. Sólo golondrinas.
– Golondrinas chinas. Vienen desde las tierras frías de China cuando llega el invierno y se instalan en el trópico.
– Golondrinas.
Se repitió Carvalho, como si le costara convencerse y le fuera imposible borrar de los ojos de Charoen la reticencia con la que aceptó el definitivo saludo de despedida.
– Yo también he votado socialistas, porque, ¿a quién iba a votar? Los del PSUC a la greña, el PCE impresentable. Al menos los socialistas podían ganar y han ganado. Pero no me fío de ellos. Ya se vio cuando lo de la LAU. Primero Peces Barba estaba dispuesto a respaldar la solución al problema de los penenes, pero en cuanto él consiguió cátedra, le entró espíritu de cuerpo y cambió de opinión. Los penenes lo vamos a seguir teniendo jodido.
Marta Miguel apartó la bandeja con la comida casi intocada y se desentendió de la conversación dominante en el comedor universitario. Se levantó para acercarse a los ventanales que daban al campus. Prados mustios, arboledas deshojadas, la naturaleza en su esqueleto a la espera del lejano milagro de la primavera.
– Marta.
Se volvió. Ante ella estaba una alumna que le tendía una carpeta.
– Éste es el proyecto de tesina de la que te hablé.
– ¿De qué me hablaste?
– De las ideas pedagógicas en Joaquín Costa.
– Ah sí, dámelo. Me lo miraré y te diré algo.
Volvió a la mesa para tomar el café y dejó la carpeta a un lado.
– ¿Qué es esto?
Le preguntó Nacho Riells, del Departamento de Historia.
– Un proyecto de tesina de una alumna.
– "Las ideas pedagógicas de Joaquín Costa". Me suena. Dile a tu alumna que se lea los artículos de Tamames en "Tiempo" y se enterará de las ideas pedagógicas de Joaquín Costa. Tamames se ha ido del marxismo al regeneracionismo sin pasar por Gandhi, lo que tiene su mérito.
Marta respondió con una sonrisa al chiste cultural y pretextó trabajo en su despacho para abandonar la mesa. Su taconeo resonó en los solitarios pasillos de la sobremesa y se metió en el despacho que compartía con dos compañeros de Departamento. Se sentó en su sillón, apoyó los codos sobre la mesa, dejó caer la cabeza en las manos horquillas y se entregó a la angustia de un montón de pensamientos e imágenes rotas y sobre todos ellos la imagen de sí misma, de niña, rodeada de familiares en una sobremesa de fiesta importante, presumiendo de hucha, levantando la hucha para demostrar lo que le costaba alzarla y, de pronto, el empujón de una tía, de la borrica tía Tadea y la hucha que se cae al suelo, se rompe, se desparraman las monedas de diez céntimos con la cara del caudillo o la efigie ecuestre de aquel lancero de níquel y su padre le pega una bofetada.
– Esta niña es una alocada.
Soy una alocada. Eres una alocada, Marta, eres una alocada. No tenía tiempo para la autocontemplación. Tenía que bajar cuanto antes a Barcelona y llegar a tiempo de comprar unas bragas de plástico nuevas y gasas para los orines de su madre. La goma de las viejas bragas había cedido y cada mañana Marta se enfrentaba al espectáculo de una cama untada de mierda verde seca que había rebasado los límites de la contención de la braga. De nuevo, la explicación ante el farmacéutico, han de ser grandes, grandes. No, no son para un niño gordo, son para una persona mayor, pero muy delgada, y las gasas, aquellas cajas llenas de compresas de gasa que ayudaban a prolongar la vida de aquella mujer vegetal sin que se escociera, sin que se llagara, uno y otro día cambiando las gasas, con el ay de que se cansaran las mujeres que la cuidaban por las tardes, con lo difícil que es encontrar gente para estas faenas y a un precio al alcance de penene, adjunto, dedicación exclusiva, contrato por cinco años hasta que llegara la LAU que, de momento, no le había gustado a Peces Barba. Limpiar a su madre, darle la cena, corregir exámenes, repasar aquel proyecto de tesina, mirar el capítulo de Dinasty, del bodrio de Dinasty, retomar sin ganas el último número de "Cuadernos de Pedagogía", para releer su artículo sobre la influencia de las ideas de la Montessori sobre la pedagogía de la IiRepública. Suspiró para animarse a tomar una decisión y se puso en pie para invitarse a sí misma a marcharse. Ya en los pasillos, la marcha era inevitable, inevitable el coche, el recorrido por la ciudad universitaria, la salida del campus en dirección a la autopista de Sabadell. Por un momento se imaginó a sí misma frenando el coche en la puerta de la Jefatura Superior de policía de Vía Layetana, dejando el coche allí, sin cerrar, sin aparcar.
– ¡Señorita, eh, adónde va señorita!
Gritaban los guardias, pero ella seguía escaleras arriba y no paraba hasta entrar en el despacho del comisario Contreras y quedarse allí, de pie.
– ¿Por fin se ha decidido a confesar? Me preguntaba yo a mí mismo, qué día va a decidirse. Las personas decentes no podemos llevar estas cosas dentro por mucho tiempo.
– Le juro que fue en legítima defensa.
– ¿En legítima defensa? ¿Celia Mataix la atacó?
– Me estaba hundiendo. Estaba convirtiéndome en nada, en menos que nada, en un animal sucio al que echaba de su casa.
Demasiado para el comisario Contreras. Era mejor buscar aparcamiento cerca de la farmacia donde había tenido suerte la última vez, repostar bragas de plástico, gasas, rutinas, y luego entrar en una tienda de discos para comprar una casete de romanzas de zarzuela cantadas por Marcos Redondo. A su madre aún le gustaba Marcos Redondo. Abría y cerraba aquellos ojos inagotables cuando ella le ponía una casete de Marcos Redondo en aquella radio casete que le había comprado en Andorra.
– Soy yo, mamá.
Fue directamente a por la reproductora e introdujo la pastilla de música.
El dueño de la venta que salga
tráiganos vino
del más rojo que tenga
del menos fino.
¡Soy arriero!
¡Y por eso el vino tinto de Toro
es el que quiero!
– ¿Sabes quién canta, mamá?
La vieja dijo que sí con los ojos, forzó los labios y dibujó el nombre de Marcos Redondo.
– Sí. Marcos Redondo. "La rosa del azafrán".
La vieja negó con la cabeza.
– ¿No es "La rosa del azafrán", madre?
La vieja volvió a negar con la cabeza y marcó con los labios el título de la zarzuela.
– "El cantar del arriero", claro que sí. Lo que se le escape a usted.
Marta retiró la manta que cubría las piernecillas, desabrochó el jersey, olisqueó.
– ¿Va sucia, madre?
No, dijo otra vez la cabeza y los ojos reflejaban el contento hacia sí misma.
– Así me gusta. Avise siempre que pueda, madre. Aguántese y avise siempre que pueda.