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Entre las ocho y las nueve de la mañana empezaron a llegar extranjeros y a agruparse en torno a la caseta cubierta donde se vendían los tickets del viaje. Los turistas eran asaltados no sólo por los intermediarios del "ferry", sino también por oferentes de "bungalows" en Koh Samui que querían asegurar la clientela antes del embarque. Nada tenían que ver aquellos viajeros de mochila y pendiente masculino en una oreja con los turistas del Dusit Thani, sino más bien con los del Malasya y luego, ya en el "ferry", se materializó la mescolanza de nativos de regreso a Koh Samui y de occidentales contraculturales en viaje de ida hacia el absoluto, jóvenes parejas heterosexuales u homosexuales como la compuesta por un frágil pelirrojo portátil y un oriental que estudiaba un diccionario thai-francés o viejas parejas de profesores jubilados con las melenas blancas y lacias, maltratadas por las almohadas de hoteles baratos y los tobillos anchos de animales cargados con un cansancio irremediable, con los ojos bien abiertos para comprobar la posibilidad del penúltimo sueño de exotismo, a través de las ventanas que avanzaban bajo un cielo nublado de panza de burro, entre islas que en la lejanía parecían dragoneras cubiertas por una rizada vegetación feroz y, al acercarse, eran simples islotes propicios para ahogados y robinsones. Uno de los intermediarios conversa con la pareja del pelirrojo y el oriental empeñado en aprender el idioma de su amante y, de pronto, la conversación se convierte en un canto dulce, melancólico tal vez por el día, que extasía a la muchachita thai que se ha pasado todo el viaje removiéndose, mirándose la bragueta de los tejanos o el lugar del asiento donde pone el culo, por si aparece la mancha de la regla infamante, mientras su madre le dice que se tranquilice, que pronto llegarán a Koh Samui. Pero van pasando las islas entre la niebla y Koh Samui tarda en aparecer como un horizonte completo, final al que se acerca el barco escogiendo un embarcadero donde esperan turistas de regreso, descargadores de cocos, intermediarios de "bungalows" y conductores de tuc-tuc. Nada más saltar sobre el muelle, Carvalho avanzó hacia el poblado preguntando cuál de aquellos tuc-tucs aparcados llevaba al Nara Lodge. Ninguno y al oír el nombre del Nara Lodge había una actitud de respeto y reserva en casi todos los interrogados. por fin un conductor aceptó a Carvalho como un pasajero más, aunque le advirtió que a él le saldría más caro porque el Nara Lodge estaba muy lejos, más allá del final del recorrido. Con una pareja de adolescentes franceses a su derecha, un matrimonio americano con una niña y tres mozas holandesas bientetadas por delante, el pelirrojo y su amante a la izquierda y dos thais colgados en el estribo, el tuc-tuc recorrió la escasa distancia que separaba el puerto de la jungla de palmeras, plataneras y heveas y se dispuso a ir dejando a los pasajeros en distintas concentraciones de "bungalows" de maderas oscuras, construidos sobre frágiles pontones, siempre en torno a un restaurante, orientados hacia las playas, festón de arenas blancas y espuma de mar rodeando la pujanza agresiva de la jungla verde y los senderos de tierras rojas y cortezas de coco. Fueron bajando los turistas y finalmente Carvalho se quedó solo hasta que el tuc-tuc se detuvo frente a la única concentración de "bungalows" de obra, ante la que se exhibía el rótulo Nara Lodge en letras orientalizantes. Llovía. Cuatro o cinco muchachas niñas con blusa blanca y falda negra acogieron con sorpresa al extranjero al parecer inesperado y se rieron cuando le informaron que era el único huésped del hotel.

– ¿El único? ¿No hay nadie más?

– Había una extranjera, pero se marchó ayer.

Le informó un joven que parecía el encargado, por la autoridad con la que hablaba y por la prudente reserva que adoptaron las muchachas desde que él apareció.

– ¿Era italiana?

– Sí.

– ¿Hay algún barco esta tarde hasta Ba Don?

– No. Hasta mañana a las doce.

Avanzó por entre las mesas bajo cubierto hasta el mirador del mar, del que descendía una escalera hacia la arena y el inicio de un embarcadero de madera. Una bahía se cerraba a la izquierda por el cabo sobre el que se sentaba un inmenso Buda de espaldas al mar, rodeado de "bungalows" de tejados rojos, construidos con las patas palmípedas saliendo del agua. En el horizonte un rosario de islas dragoneras y la abrumada presencia lejana de Ph-Ngan, una isla más grande que Koh Samui. A la izquierda, el festón de playa y palmera hasta un cabo lejano y otros núcleos de "bungalows" de madera situados extramuros del Nara Lodge. El sol trataba de acuchillar la panza de burro del cielo. Carvalho recibió el impacto de un paisaje privilegiado, de una marina total perfecta como sólo había podido contemplar en Formentor, Patmos, la costa norte de Jamaica o Port Lligat en un día de neblina, playas de final de viaje, playas para hipnotizados viajeros que por fin se sitúan ante el rostro del "non plus ultra". Dios mío, dijo mirando al mar, como si fuera un pez perdido que ha llegado al borde de su patria, y toda la frustración amarga que le causaba la ausencia de Teresa, se la compensara la identificación con el paisaje, la oferta de entrega que había en la dulzura de las cosas, incluso en la dulzura de las voces de las muchachas que hablaban a su espalda y de la inevitable "Sangharila" que sonaba en los altavoces del jardín. En la profundidad purísima del horizonte cabía todo lo que había pensado hasta ahora y todo lo que podía pensar en adelante, todo lo que había vivido y lo que ya no deseaba vivir. Aquí estoy. Aquí estaría. Aquí soy, aquí sería. La risa interior por el ramalazo existencialista no desdecía la voluntad de raciocinio de la imaginación, que ansiaba el final feliz de vivir siempre allí, con Biscuter, Charo, Bromuro y Fuster, quizá, alguien a quien invitar a un cebiche de rodaballo y a plátanos asados, bajo los ojos abiertos de la noche estrellada del trópico. Pero, de momento, no había nada que comer. Quizá un "sandwich", propuso la muchacha que le había acompañado a su "bungalow" con aire acondicionado, es decir, con ventilador. No esperábamos a nadie. En los "bungalows" de al lado aún funciona el restaurante. Carvalho dejó su maleta, salió del recinto amurallado del Nara y bajó por un sendero de tierra roja hasta el palmeral donde crecía un semicírculo de "bungalows" situados de cara al mar, precarias construcciones de madera sin más mobiliario que una mosquitera. En el centro del semicírculo estaba el restaurante donde comían un hombre y tres mujeres y hablaban en francés. Él era un muchacho con el inevitable pendiente en una oreja, la piel morena, los ojos grandes y ávidos de todo lo que le rodeaba y los brazos desnudos asomantes desde un chaleco tejano improvisado a partir de una chaqueta a la que le había arrancado las mangas. Las tres mujeres masticaban lo que quedaba de un pez asado y parecían profesoras de instituto diez años más viejas que en mayo de 1968. Era la suya una conversación culta sobre Koh Samui y sus gentes, en la que se revelaba que el muchacho conocía muy bien la isla y ellas le escuchaban como a un cicerone delicado y meticuloso, con los ojos viajeros para comprobar si persistía la curiosidad del extranjero sentado en la mesa de al lado. La conversación derivó hacia las drogas y el muchacho contó que había pillado una hepatitis en Phuket porque se había pinchado con una aguja infectada. Desde entonces no había vuelto a pincharse y en Koh Samui había hallado esa paz que precede al encontrarse a sí mismo. En el rostro de una de sus oyentes se exhibía una colección completa de tics y la conversación sobre pinchazos y drogas le hacía acariciarse los brazos y protegerse el cuenco de las venas más propicias para el pinchazo. Carvalho comió arroz con vegetales y salsa de ostras y un pescado asado, demasiado asado, pero que aún conservaba parte del sabor prometido. Luego volvió al Nara y pidió un taxi para hacer un recorrido por la isla. Le ofrecieron la furgoneta del hotel y a ella se subieron el conductor, una de las camareras y otro acompañante masculino, sin que Carvalho pudiera deducir si eran compañeros de viaje, escolta o séquito. La furgoneta pasó junto al cabo del Gran Buda del Mar y apuntó hacia la costa oriental, a la que el viento empujaba un oleaje feroz. Había salido el sol y Carvalho quiso bañarse en una playa de rotundas piedras grises a cuya entrada campeaba el rótulo Lamai Beach. En los tenderetes de plátanos, cocos, bisutería marinera se vendían unas postales de doble imagen, la una un falo de roca y la otra un sexo femenino formado en la piedra con el clítoris perfectamente delimitado. Los personajes del séquito le llevaron hasta las roquedas y le demostraron la existencia real de los originales fotográficos. Las risas del séquito no se debían a los genitales de piedra o a la súbita desnudez de Carvalho en lucha contra el embate de las olas, sino a las parejas occidentales desnudas que se habían distribuido sobre las rocas en busca de una soledad insuficiente. Particular risa les merecían las rotundas tetas de una mujer delgada que Carvalho recordaba como una pasajera del "ferry" de la mañana. Tras el baño, reemprendieron la marcha y le ofrecieron llevarle a las cataratas de Mamuang y a las de Hinlard. Otros expedicionarios se les habían adelantado y, bajo la cortina de agua de Mamuang, percherones anglosajones dejaban que la catarata rompiera en sus cuerpos para ir a parar a un remanso profundo excavado en la roca, donde nadaban walkirias de tetas pesadas transparentadas por la blusa doble piel y, al salir del agua, la braga, improvisado traje de baño, era un velo ceñido a la vulva succionada por la araña del vello púbico. Carvalho se enfrentó a la rudeza de las aguas y luego se dejó llevar por la corriente hasta las rocas dique, sintiendo la alegría de un muchacho ratificado por la naturaleza, que al asomar la cabeza sobre las aguas recién nacidas, descubría un horizonte de cielos transparentes y selva asomada al espectáculo del entusiasmo de seres fugitivos del mundo del desencanto. Luego, en las cataratas de Hinlard las aguas se convertían en un torrente que había excavado bañeras naturales en la roca pura, antes de iniciar su recorrido de río transparente. Allí Carvalho se abrazó a la roca y dejó que las aguas le limaran el cuerpo, aguas tibias tropicales que iban al encuentro de las muchachas nativas que se enjabonaban más abajo, sin quitarse las túnicas, con el jabón en una mano en busca de las más tiernas sendas del cuerpo. Recostado contra la roca, con el peso circulante de las aguas sobre sus espaldas, Carvalho contemplaba el esplendor vegetal del paraíso hacia el que las aguas avanzaban con voluntad de río.

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