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– No hay bastantes bellotas en el mundo para tanto jamón de bellota como se pretende vender. Pero en Huelva hay una mina de buen jamón, y no sólo los jabugos; también los corteganas y Cumbres Mayores. Hay alguna zona donde se da buen jamón anónimo, como aún se encuentra por los alrededores de Ronda.

– Uno de estos sábados me voy a acercar a un pueblo situado entre Marbella y Ronda donde me han asegurado que hay un excelente jamón.

El tendero miró a Carvalho con prevención.

– Que soy muy capaz de hacerlo. El pueblo se llama Montejaque.

– Ya me dirá qué tal le sale, porque como le guste igual me voy para allí a echar un vistazo.

Escogió el tendero un jamoncillo con pátina de bueno y le clavó la cala para luego dárselo a oler a Carvalho. De hueso de jamón tenía que ser el pinchaaromas de jamones nobles criados para el hombre y no para los devoradores de proteínas, vengan de donde vengan. Con estas consideraciones filosóficas y jamón a cuestas, cruzó Carvalho la calle del Hospital, recorrió la acera de la derecha, se detuvo como siempre ante la ortopedia y el cuchillero, mágicos establecimientos, y salió al esplendor recuperado de la plaza del Padró, ágora del barrio, con la Semana Trágica por delante en la quema del convento de las Jerónimas, sustituido por la modernista iglesia del Carmen actual y una capilla románica disfrazada de estanco y sastrería durante siglos, adosados sus lomos al antiguo hospital de San Lázaro, luego lavadero público para compensar la mucha lepra que se había podrido entre sus muros. La plaza del Padró olía a infancia y a otoño, intrépidos sus alcorques recién abiertos, vieja la fuente trasladada a la proa, con sus carotas de piedra carcomida por la humedad y las miradas impresionadas de los niños, sobrecogidos ante el misterio de las cabezas de piedra de las que manaba el agua y, arriba, una santa Eulalia franquista, reentronizada bajo el franquismo como acto de desagravio al descendimiento perpetrado por los anarquistas durante la guerra civil. Carvalho tenía el pecho lleno de gratitud y se sintió solidario con los pobladores de la plaza. Un metro que se recuperara de una acera, de una plaza, era inmediatamente ocupado por niños, viejos y perros, los tres mejores tipos de animales domésticos que existen, porque Carvalho siempre había considerado a los gatos ariscos invitados de paso y a los canarios prisioneros de la peligrosa piedad de los hombres. No era la mejor hora para llamar a Charo, que empezaba a recibir a sus clientes concertados por teléfono, aunque era preciso comunicarle que necesitaba telefonearla y restablecer la cadena invisible que los ligaba.

– Estás muy ocupada.

– ¿Ocupada? ¿En qué? ¿Tú has visto las páginas de los diarios? Hay tanto puterío que se va a acabar el paro. ¿Qué mosca te ha picado que me has llamado?

– Haré cena, y si te animas te espero en Vallvidrera.

– No estoy de humor.

– No hay nada como contagiar el mal humor a los demás.

– Eso es verdad. Igual me acerco. ¿Sigues lo mismo que la última vez que te vi?

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Es que ya no me acuerdo de cuándo fue.

– Diez días.

– Once.

La conversación era previsible, tan previsible que Carvalho pasó de largo ante la cabina y sintió de pronto una nueva vergüenza, la de llevar un jamón, un obsceno jamón aromatizado por bellotas, el resultado de una atávica artesanía de la conservación en la era de los langostinos congelados y las hamburguesas de fiberglass, y cuando volvió la vista para llevarse una impresión de conjunto de la nueva vieja plaza del Padró, sintió una cólera profunda porque se la habían devuelto tarde.

Detuvo el coche ante la casa del gestor Fuster. Pulsó el timbre y Fuster apareció segundos después en la terraza, acentuado su aire frailuno por el batín.

– Spaghetti a la Annalisa y saltimboca a la romana.

Gritó Carvalho desde la calle.

– Sólo te acuerdas del electorado cuando hay elecciones. Pareces un político. ¿Vino?

– Un chianti, reserva del 76.

Fuster meditó y opuso.

– Aún me debes el segundo plazo de la declaración de renta. No considero la cena como un sustituto del pago. ¿Encenderás la chimenea?

– Eso está hecho.

– ¿Quemarás un libro?

– Naturalmente.

– Festival Carvalho completo. Entonces voy. Te doy una hora para que empieces a guisar. Yo te obsequiaré con un frasco de trufas de Villores al coñac y un tarro de lomo en adobo, flaons y unas alpargatas.

– ¿Todo de Villores?

– Absolutamente todo. No va a ser de Trípoli. A ver si estás a la altura de mis regalos.

Carvalho ni siquiera perdió tiempo vaciando el buzón. Toda la correspondencia eran anuncios de cosas que nunca compraría y estados de cuenta bancaria y de la Caja de Ahorros que le ponían de mal humor porque siempre tenía menos dinero del que esperaba. La perspectiva de una vejez sin dinero suficiente como para que alguien le limpiara el culo si era necesario le indignaba, porque le indignaba tener miedo y sobre todo de sí mismo. Subió de la despensa hasta la cocina una pulcra caja de cartón de la que sacó un electrodoméstico ambiguo que igual podría ser una picadora de carne o una destiladora portátil de ambrosía. Pero en realidad era una máquina de hacer pasta italiana, por el simple procedimiento de meterle harina y agua o huevo por un pasadizo de plástico trasparente, poner el filtro según el tipo de pasta apetecida y esperar a que salieran las tiernas criaturas, y al adquirir la longitud deseada un cuchillo bien afilado para irlas cortando y darles la belleza de la regularidad. Pasarse de agua o huevo podía significar una catástrofe y Carvalho comprobó la exactitud del medidor como si en ello fuera la salvación de un pueblo escogido. La máquina empezó a girar y a quejarse y cuando la pasta estuvo correctamente amasada, Carvalho retiró la compuerta de la esclusa y el glaciar de pasta pasó al pasillo de salida impulsado por un émbolo en espiral que la enfrentó a la evidencia del filtro, a la fatalidad de la forma, sin respetar su voluntad de ser tagliatelle, spaghetti, lasagna, spaghettini o macarrones. Carvalho la esperaba con el cuchillo a punto y en cuanto los gusanillos tiernos alcanzaron la estatura de cuarenta centímetros los rebanó y cayeron agónicos en una fuente de duralex donde aún se permitieron algún retorcimiento antes de adquirir el rigor mortis que suelen tener todos los spaghettis tiernos o cocidos, a la espera del próximo genocidio perpetrado por Carvalho contra la cascada de gusanillos tenaces que volvía a salir del filtro prodigioso. El cuchillo en una mano y la otra palpando el montón de spaghettis que se iba formando, Carvalho experimentaba una emoción que él suponía similar a la de Dios cuando hizo evolucionar al rape y lo convirtió en el primate del que saldría el hombre. Harina y agua y el prodigio de una mutación infravalorada por la banalidad que el uso había otorgado a la palabra spaghetti, pero si estos maravillosos filamentos de textura mágica tuvieran un nombre alemán, griego o latino, los tres idiomas no banalizables, serían apreciados como se merecían y dispondrían de un lugar de honor en cualquier Museo del Hombre. Cubrió la pasta con un paño y salió al jardín en busca de las hojas de salvia fresca, indispensable para el saltimboca y de las de basilico que cultivaba en una maceta para los platos de pasta. La mata de basilico se estaba secando cumplido su cielo vital, y Carvalho se despidió de ella hasta la próxima primavera. Mientras tanto utilizaría el basilico secado al sol y triturado. Empezó por guisar la saltimboca. Tajada de carne, hoja de salvia, loncha de jamón y un mondadientes para unir los tres elementos y así hasta catorce cuerpecitos entablillados que debían freírse instantes antes de sentarse a la mesa. Tampoco era laboriosa la preparación de los spaghettis. Picó cebolla, la hizo traslúcida rehogándola en mantequilla, apartó la sartén del fuego y vertió su contenido en un cuenco. Por separado batió nata líquida muy fría hasta espesarla y la fue añadiendo a la mantequilla y la cebolla. Luego picó el salmón en trocitos lo suficientemente grandes como para ser detectada su textura por la lengua y los mezcló con la salsa a la que finalmente añadió basilico trinchado. Ya estaba todo preparado a la espera de Fuster, que llegó cargado con sus regalos y señaló imperativamente la chimenea apagada, olisqueó el vino y puso la mesa mientras Carvalho buscaba en la biblioteca el libro que iba a servir de combustible base para la fogata. Eligió un libro de versos de Justo Jorge Padrón y un pequeño librito con dos piezas teatrales de Beckett, "La última cinta" y "Acto sin palabras". Fuster examinó los libros antes de que Carvalho los desguazara y quemara.

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