– Lo siento.
Le sonrió Carvalho.
– He de irme urgentemente a Bangkok.
– ¿Ahora?
– Ahora.
– No avión. No tren.
– Lo sé.
El taxista saltó de su asiento y se fue hacia Carvalho. Él le llevaría a Bangkok. ¿Ahora? Ahora mismo, le daba tiempo incluso de ir al hotel a recoger su equipaje y mientras tanto avisaría a su familia. No, imposible. Carvalho tenía mucha prisa. Su mujer se había puesto enferma de pronto y quería llegar cuanto antes, además tenían que ponerse de acuerdo sobre el precio. Pero Carvalho ya se había metido en el taxi y el conductor había empezado a conducir, alucinado por lo que esperaba ganar con aquel viaje.
– Tres mil baths.
– Mil baths.
El regateo continuó antes y después de una breve despedida del taxista de su familia, sin bajar del coche, gritando desde el asiento a una mujer que se asomó a una casa de madera y hojalata. Por fin el cansancio mutuo ajustó el precio en mil setecientos baths y Carvalho se tumbó en el asiento trasero. Durante unos minutos contempló el perfil ensimismado del conductor, iluminado por el resplandor del ascua de puro birmano que Carvalho le había ofrecido. De vez en cuando el chófer tragueaba de una botella de estimulante de hierbas y miel. Parecía un fantasma amarillo que creaba su propia luz, la única luz en aquella carretera boca de lobo en la que apenas si se cruzaron con algún camión, antes de que Carvalho se durmiera imaginando el túnel que abrían en la recuperada verdad vegetal y animal de la noche. Un todo oscuro que caía sobre el coche intentando detener su carrera zumbante.
Le despertó el ruido del coche al frenar y culear. El chófer parpadeaba somnoliento y forcejeaba con el volante para no perder el control. Lo consiguió y se volvió hacia Carvalho ofreciéndole una cansada sonrisa. Le informó que habían dejado atrás Nakjon Sawaan, que ya estaban en la carretera número uno y que Bangkok no estaba lejos y si tenía algún interés en detenerse en Ayuthaya para conocer la antigua capital. Carvalho consultó un mapa y vio que Ayuthaya quedaba muy cerca del monasterio de Tam Krabok y que incluso ganaría tiempo utilizando el mismo taxi y desviándose en Sing Buri hacia Lop Buri, pero retornó a su proyecto primitivo de no dejar pistas directas, de entretener a Charoen atando cabos, y aunque tuviera que desandar lo andado, mantuvo el propósito de llegar a Bangkok y allí cambiar de coche. Entraban en la capital cuando el taxista le preguntó que dónde le dejaba.
– Siam Center.
Nada más frenar ante las escaleras del centro comercial que rodeaba el hotel Siam, el conductor destapó otro botellín de estimulante, bebió un largo trago, salió del coche, hizo unas cuantas flexiones para desentumecerse y observó recelosamente el acopio de billetes que Carvalho estaba haciendo para reunir lo convenido. Cuando se le tendieron los mil setecientos baths, el taxista se lanzó a una lastimera perorata sobre la longitud del viaje, lo cansado que estaba, el viaje de vuelta que le esperaba. Carvalho quería cortar la situación y añadió otros doscientos baths que merecieron una sonrisa y un grave saludo ceremonial. Carvalho subió los escalones con rapidez, merodeó por las galerías comerciales y de repente aceleró los pasos. Cogió un taxi para ir al Monumento de la Victoria. Allí lo dejó por otro y negoció con el taxista una excursión al monasterio, en su condición de periodista italiano que quería hacer un reportaje sobre la recuperación de drogadictos. Al parecer Tam Krabok era un tema de debate nacional, porque el taxista le explicó la historia de aquellos santos hombres, dos hermanos, que dirigían el monasterio hospital.
– Lo han hecho todo de la nada. Sólo disponían de un terreno que les cedió un general.
– ¿Otro general?
– Sí, un general de aviación. Son dos santos. Primero eran policías y luego se hicieron monjes. Yo también fui monje unos meses, pero no tenía vocación y lo dejé.
El tema provocó que Carvalho a partir de entonces detectase azafranados monjes entre la multitud, con su escudilla para recoger limosnas que no solicitaban.
– Y a veces, según quién se las dé, no las aceptan.
Carvalho empezaba a estar harto del paisaje de los alrededores de Bangkok y el viaje hasta Saraburi se le hizo larguísimo. No llevaba nada en el cuerpo desde el día anterior y ordenó al taxista que se detuviera en un restaurante de carretera para comer algo, un curry de pollo con arroz blanco y plátanos envueltos en sus propias hojas y asados. Llegaron al monasterio a las tres de la tarde, cruzándose el coche con asilados vestidos con blusa y pantalón rosa que llevaban cubos vacíos.
– Ésos están a punto de salir.
– ¿Cómo lo sabe usted?
– Por el color. Cuando entran van de blanco. Luego de blanco y rosa y cuando están casi curados, de rosa.
Nada que pudiera parecerse a un monasterio ni a un hospital. Un amontonamiento de construcciones funcionales, de la madera al ladrillo, pasando por el cemento y la lata, integradas en el esplendor vegetal del trópico, sin que a simple vista pudiera distinguirse lo que era zona sanitaria de lo que era lugar de rezo o de servicios. También había una cierta sensación de mezcla entre los azafranados monjes y el personal subalterno de ambos sexos entregado a una tarea lenta, tozuda, que unas veces se concretaba en las obras de construcción de un nuevo pabellón frente al que se apilaba una montaña de piedras y en la cima un monje joven con un martillo con el que iba troceando pacientemente las piedras que conformaban la montaña que le sostenía, otras en la recogida de aguas de silos cisterna, o en el trajín de la cocina al aire libre, sin otra cobertura que un techado de paja. Monjes de edad imprecisable, ancianos con cestos en la cabeza descendiendo con artrítica parsimonia por el camino fangoso, niños correteando detrás de perros famélicos, una joven madre con una mano en el puchero, la otra meciendo al bebé en la cuna y alejándole las moscas azules, pobreza limpia de misión social, un Pozo del Tío Raimundo de Asia. El monje que salió al encuentro de Carvalho era el secretario del prior, llevaba un tatuaje barroco en el brazo y lanzó un salivazo largo, lánguido, rojo por el betel sobre una plantación de orquídeas alimentadas con el abono de las cortezas de coco. Era un hombre de edad tan indefinida como apacible en sus gestos ayunados. Estaba orgulloso de poder explicar a Carvalho lo que allí se hacía y empezó desde el principio, desde el momento en que llegan al monasterio seres prisioneros de la droga con deseos de curarse. Se desnudan, entregan cuanto llevan y reciben a cambio una tarjeta verde o rosa, según hayan llegado con o sin dinero. Es su carta de identidad. A partir de ese momento entran en un mundo donde no existe el dinero y donde rezarán, beberán infusiones de hierbas, vomitarán y lo que no pueda el asco lo podrá el consuelo de la oración. Hasta disponen de estadísticas: el año con menos ingresados, 1970, y el de más, 1ifc. De doscientos noventa a siete mil, no hay ninguna razón que lo explique, porque en 1982 ya llevamos casi mil doscientos ingresos. Allí están los ingresados. En una gran nave común dividida en dos zonas, la que ocupan los de la primera fase de la curación y la de los de la segunda. Sobre unas tablas cabalgantes sobre una trama de listones, cuarenta o cincuenta cadáveres amarillentos se sientan en cuclillas o se convulsionan o se rebozan en mantas de borra para alejarse de un feroz frío interior y contemplan al extranjero mirón de su ruina a través de unos ojos de cristal opaco. Al frente de aquel pabellón hay un monje veterano, fuerte, malencarado, que contrasta con la dulzura del monje tatuado.
– Luego le presentaré al prior.
Le dice en voz baja a Carvalho.
– Por favor, me han hablado de un monje que está aquí y le traigo un saludo de sus familiares. Se llama Chin Ramsun.
El brazo tatuado se alza y señala hacia el monje que sigue achicando piedras desde lo alto de una montaña que él mismo ha elaborado.