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Ir torre por torre, de vaharada de hachís en vaharada de hachís, preguntando por el chico de Teresa era como jugar a la lotería, mientras a Teresa la podían estar haciendo trizas en aquel mismo momento.

– Los señores Marsé ya no viven aquí. Desde que el señor Marsé se jubiló se han ido a vivir a la torre de Masnou. Sólo vienen una vez cada quince días, porque al señor aún le queda algo que hacer en los negocios. ¿En Masnou? Le será fácil localizarlos. Viven en "Mas Maymó". No tiene pérdida. Usted llegará a una casa de esas que venden coches de segunda mano, eso que se llama Eurocasión, y al lado mismo pone el letrero "Mas Maymó".

Visitar a los viejos Marsé era un magnífico pretexto para almorzar en el hostal del Binu, en Argentona, y asomarse a un paisaje que siempre quedaba a sus espaldas. Animal urbano, Carvalho tenía su selva particular en las laderas del Tibidabo y dejaba que el mar le salpicara los pies en las escaleras del puerto, un mar sucio, encharcado. Para mares limpios e infinitos le bastaba la contemplación del Mediterráneo desde Vallvidrera, un horizonte vislumbrado los días de viento, purificada la ciudad de la contaminación, y de pronto la sorpresa del mar e incluso de poderosos barcos con estela hacia las Baleares o el golfo de León. Paisaje blanco y beige con las cicatrices regulares de los sarmientos, el Maresme tenía una luz blanca y unas playas sin carácter, tal vez como contraste a la belleza acuarelística de las entrañas viejas de sus pueblos desbordados por la barbarie inmobiliaria. Cada pueblo había crecido al pie de una torrentera que con el tiempo se había convertido en frondosa rambla de profundas humedades, frondosa y traidora cuando de pronto las lluvias recuperaban su voluntad de río y se llevaban a la mar personas lentas y coches aparcados. Carvalho subió por la rambla de Masnou hasta encontrar el comercio de coches usados Eurocasión y la indicación "Mas Maymó". Entre viñedos, tapias con historia, pitas y chumberas, eucaliptos y pinos, por un camino de tierra clara, Carvalho llegó ante la verja de hierro que le cerraba el camino hacia "Can Maymó". Un portero automático le permitió un incómodo diálogo de identificación que finalmente se redujo a un: "Vengo de parte de Teresa". Se oyó un chasquido y se separaron los dos cuerpos de la puerta férrica para que Carvalho los empujara y dejara suficiente espacio al coche. Carvalho penetró en un sendero tapizado de gravilla que desembocaba en una rotonda con estanque y cuatro palmeras puntos cardinales. Una masía tan tradicional como enorme, pintada color crema y con un reloj de sol en el frontis superior, un cortacésped automóvil conducido por un viejo con sombrero de paja y una criada filipina descendiendo los escalones que separaban la puerta de entrada del coche de carvalho. La filipina le introdujo en un zaguán presidido por un enorme jarrón de Manises del que colgaban enredaderas de interior y más allá una escalinata de granito respaldada por una vidriera policrómica contra la que restallaba inútilmente un sol condenado a la domesticación y, como si hubiera escogido el rosetón policrómico como fondo propicio, un hombre viejo y grande, con un bastón en una mano y lo demás tapado por un batín de seda excesivamente grande para su enorme cuerpo. El hombre blandió el bastón hacia Carvalho y tronó desde las alturas.

– ¡Nuestra conversación sería inútil! ¡Yo tenía una hija que se llamaba Teresa, pero ha muerto para mí!

Una vieja figurilla de porcelana empezó a bajar la escalera a saltitos mientras pedía paciencia al gigante.

– Higinio, no te excites. Tranquilízate. Es por tu bien.

– ¡O ella o yo!

Seguía tronando el señor Marsé al tiempo que iniciaba un descenso digno de un Emil Jannings y llegaba hasta Carvalho para darle la espalda y encaminarse como una carroza triunfal hacia un salón con piano y tresillo isabelino. El gigante cerró los párpados llenos de quistes de bolitas de grasa y se sentó mientras su mujer le pedía por señas a Carvalho que no le hiciera demasiado caso.

– ¿Qué ha hecho ahora esa desgraciada?

– No te pongas así, Higinio. Es por tu bien.

– Cállate, que tú tienes alma de alcahueta. De no haber sido por ti, de otra manera hubieran crecido tus hijos. Venga. Hable cuanto antes. Ya estoy preparado para todo.

Carvalho empezó por el principio, la llamada de Teresa, el problema de su hijo, la necesidad de marcharse. Luego los telegramas. El telegrama alarmante. La llamada telefónica. Sus dudas y sus temores. El viejo asentía como si cuanto le contara Carvalho confirmara todo lo que pensaba sobre su hija.

– No me extraña nada. Pero es que nada. ¿Oyes? Así tenía que terminar. Primero la boda con aquel desgraciado, más desgraciado que ella. Luego el divorcio y esas amistades que se buscó. Hasta se metió en política una temporada, después de la muerte de Franco. Se hizo socialista. Supongo que para mortificar a su padre. Sabiendo que los rojos me lo quitaron todo en el treinta y seis y tuve que empezar de nuevo. Luego las historias con señores. Porque cada semana cambiaba y de vez en cuando salía con alguno que podía ser su hijo, cuando no salía con alguno que podía ser su padre. Por si faltara poco, de tal palo tal astilla, el nieto es otro desgraciado que se deja enredar y ¡hala!, ¡a preñar se ha dicho! En vez de afrontar esta desgracia, coge un avión y se marcha a… ¿Adónde ha dicho usted? A Bali, con los camellos o con los monos, y ahora en Bangkok, y nada más llegar ya la ha armado.

El gigante se pasó las dos manos por la impresionante melena blanca y se la despeinó de tal manera que aumentó la dimensión de su cabeza. Miró a Carvalho con ira y desesperación.

– ¿Ha pensado ella alguna vez en este pobre anciano que se está muriendo? ¿Sabe a cuánto estoy de presión?

– Higinio, tranquilízate, que es por tu bien.

– ¿Ha pensado en su madre, en esta idiota que se lo ha dado todo y que aún ahora la defiende? Lo tenía todo en sus manos para ser feliz, para reírse del mundo, ¿y cómo va a acabar? No quiero ni pensarlo.

– Piénselo rápido porque sería interesante una gestión familiar para que el Ministerio de Asuntos Exteriores metiera baza en el asunto.

– ¿Yo? ¿Qué influencia me queda? Yo tenía muy buenos amigos en la Administración, pero a todos los han barrido o los han dinamitado, como al pobre Viola, el ex alcalde de Barcelona, compañero mío de estudios y un caballero. No conozco a nadie.

– Bastará que lo haga en nombre de la familia.

– Que lo haga su marido o su hijo.

– No hay manera de dar con ellos.

– Seguro que es un cuento para chuparme los cuartos. No soltaré un céntimo.

El viejo dio una sacudida y se aferró con las manos a los brazos del sillón mientras cerraba los ojos y apretaba los dientes. La vieja figurilla de porcelana lanzó un gritito y se precipitó sobre él, pero fue más rápido el viejo, que alzó un brazo y contuvo el avance de su mujer con tal rudeza que la hizo tambalear y casi caer al suelo.

– Apártate. Estoy bien. Vais a matarme entre todos. ¿Por qué no ha llamado a su padre? ¿O a su madre? ¿Por qué le ha llamado a usted? Pues bien sencillo. Porque a mí me basta el tono de voz que pone para saber si habla en serio o no. Me ha sacado muchos duros esa desgraciada, pero no me sacará ni uno más.

– No se trata de que ponga usted dinero, sino de que se movilice.

Había cerrado los ojos y cabeceaba negativa y tozudamente. La vieja se llevó un dedo a los labios y con guiños de ojos indicó a Carvalho que se marchara. Salió tras él y al llegar a la puerta le metió un papel en las manos y le dijo en voz baja:

– Es la dirección del chico. Que haga lo que pueda. Yo mientras tanto trataré de convencerle.

– ¡María!

Gritó el gigante desde su asiento.

– Ahora váyase, pero manténgame informada. ¿Cree que corre peligro?

Carvalho se encogió de hombros y salió al jardín recibiendo el perfume de la tierra y las plantas mojadas. Llovía y el reloj le dijo que no tenía tiempo de instalarse en el hostal del Binu si quería llegar a tiempo a la cita con Marta Miguel.

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