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– No sabía que estuviera enferma.

– Yo tampoco, jefe. Me enteré hace dos días. Fui a verla y hoy me han avisado. Le he puesto el telegrama de Bangkok encima de la carpeta. Si quiere le recaliento el guisado en un minuto.

– Vete, Biscuter. ¿A qué hora es el entierro?

– No lo sé, jefe. Pero no venga. No he avisado a nadie. Quisiera ir yo solo. Ella no se había portado bien conmigo, jefe, pero yo tampoco me había portado bien con ella. Ahora firmaremos las paces.

Esperó a que Biscuter se marchara para encender la luz y recordar de pronto una vieja historia que había olvidado entre tantas o tal vez la había olvidado porque era una historia de Biscuter, un hombre sin la suficiente entidad como para imponer sus historias. La madre había abandonado a Biscuter a los ocho años. Se lo había entregado a sus abuelos como se entrega un mueble que no cabe en un piso, un niño que no cabe en una vida.

– Y un día, jefe, yo había robado un Gordini, de los primeros Gordinis que había, y me la veo allí, delante mío, en plena calle, y frené a medio palmo, y cuando ella empezó a insultarme, me asomé a la ventanilla y le dije: soy tu hijo. Y en vez de abrazarme me quería pegar con el bolso.

Biscuter, robacoches. Se pasó una mano Carvalho por los ojos para despejar una pequeña niebla y desdobló el telegrama de Teresa.

"Te llamaré noche del miércoles 13 Vallvidrera. No faltes. Corro peligro. Teresa".

Un día completo. Miércoles 13, hoy. Carvalho abandonó el despacho y se fue en busca del coche en el parking situado junto al Panams. La llovizna había vaciado las Ramblas de transeúntes, había dejado un halo otoñal en torno de las luces de las farolas un pequeño frío que Carvalho sintió como la ratificación de que el verano era cosa lejana, aunque todas las fuerzas del universo se pondrían de acuerdo para hacerlo posible al cabo de siete meses. Le agradó sentir frío, sentirse resguardado en el coche y pensar en la leña encendida, un poco de música, un bocadillo de pan con tomate, pescado frío desespinado, berenjenas y pimientos fritos, una cerveza Carlsberg bien fría y luego un armañac lentamente bebido, según el secreto ritmo de las llamas en la chimenea, y a esperar la llamada de Bangkok, la última frivolidad de Teresa Marsé, lo que los catalanes llaman "un sopar de duro", una cena de a duro, una fantasía. ¿Y Charo? De comodín a mueble sin sitio, aunque tal vez fuera una disposición afectiva transitoria, lo cierto era que Carvalho no la necesitaba, ni siquiera necesitaba sentirse necesitado. Pero al igual que una cuenta de ahorros de afectos, Carvalho no quería cancelar sus relaciones con la muchacha. Había por medio una inversión de afecto que consideraba estúpido regalársela a la nada. Como un viejo matrimonio cansado de serlo, pero sin la obligación de la convivencia, de marcar el reloj de las convenciones morales, de mantener el decorado para que los niños crezcan en el error de que las parejas son posibles y lleguen a la condición de pareja con una capacidad de autoengaño, que no les servirá ya adultos para evitar una tardía pero absoluta sensación de estafa.

– Si la dejo se dará cuenta de que es puta y lo será de verdad. Quién sabe. Puede caer en manos de un chulo.

Pero tal vez un chulo fuera en estos momentos más útil a Charo que Carvalho. Le haría el amor. La obligaría a producir. Le crearía unas relaciones de dependencia que Carvalho no puede establecer porque se dedica a perseguir la vida que ya no tiene una mujer rubia asesinada de un botellazo o a esperar al pie del teléfono la llamada de una neurótica desde Bangkok, sin ni siquiera poder hacer compañía a Biscuter en su velatorio de una madre insuficiente. Menos mal que el sabor del suficiente bocadillo era el esperado y la mágica combinación de texturas y sabores volvió a sorprender a un Carvalho dispuesto a sorprenderse, y que la "Teoría estética" de Theodor W. Adorno fue un libro excelente conductor del calor que alimentó la fogata en la chimenea desde un punto original de combustión situado en la página doscientas cuarenta y uno, la que empezaba con el epígrafe "La Historia como constitutivo. Comprensibilidad" y continuaba de esta guisa: "El momento histórico es constitutivo de las obras de arte. Son auténticas aquellas que, sin reticencias y sin creerse que están sobre él, cargan con el contenido histórico de su tiempo". Empezaba a recuperar el cinismo necesario para estar somnoliento cuando sonó el teléfono.

– ¿Teresa?

– No. No soy Teresa.

Pero era una mujer y no era Charo. Cabeceó Carvalho para sacarse de encima la somnolencia.

– Usted dirá.

– Mi nombre es Marta Miguel. ¿Le dice algo?

Carvalho tardó más de lo conveniente en asociar el nombre de Marta Miguel con algo que le afectara.

– ¡No me dirá que no le dice nada mi nombre!

– Tiene usted dos emes por iniciales, siempre es curioso.

– Ya me han advertido de que es usted muy gracioso.

Había pronunciado la palabra gracioso con el mismo retintín estúpido que había utilizado Rosa Donato.

– Ahora comprendo. Es usted la principal sospechosa del caso de la botella de champán.

– ¿Quién le ha dicho a usted que yo soy la principal sospechosa?

– Es el ABC de la criminología. El principal sospechoso es el que se beneficia del testamento. Y luego el último que vio con vida a la víctima.

– Ni me beneficio con el testamento, ni fui "el último que vio con vida a la víctima", por la sencilla razón que el último que vio con vida a la víctima fue su asesino, supongo yo.

– En efecto. Nunca me había dado cuenta de este detalle.

– Supongo que querrá usted verme.

– Supone mal. He decidido abandonar el caso.

Un silencio, un suspiro profundo, pero no de alivio, como si Marta Miguel estuviera enviando un mensaje tranquilizador desde sus pulmones a su propio cerebro.

– Es decir. Arma un revuelo de Dios es Cristo. Molesta a todos y resulta que todo queda en agua de borrajas.

– Lo siento, pero no soy un detective amateur y nadie me ha encargado el caso. Ni el marido, ni el amante, ni la antigualla.

La mujer rió ante el calificativo que Carvalho dedicaba a Rosa Donato.

– ¿Acaso está dispuesta a encargarme el caso?

– Aunque quisiera no podría. Soy una humilde penene. ¿Sabe lo que esto significa?

– No estoy dispuesto a discutir esta noche el problema de la enseñanza.

– Pero me sorprende el que no quiera hablar conmigo.

– Ya ve lo que son las cosas. Sus amigos me han tratado mal y uno es sensible.

La mujer no estaba dispuesta a colgar el teléfono.

– Le llamaba porque yo no tengo ningún inconveniente en hablar con usted y es difícil localizarme porque me paso todo el día en la facultad.

– Lástima. Tal vez si hubiera empezado por usted. Pero sus compañeros de crimen me han desanimado, me han dejado como un trapo.

– Yo tengo mi propia teoría de los hechos. ¿No le interesa conocerla?

– Estaba dispuesto a olvidar este asunto.

– La verdad es que el caso es muy interesante.

– Cierto.

– Y que la muerta era un personaje singular.

– Así me lo parecía. Aunque usted y yo no la conocíamos demasiado.

– ¿Por qué habla por mí? Usted no la conocía. Yo sí.

– Los periódicos y el señor Dalmases dicen que usted prácticamente la conoció aquella noche.

– Hacía años que la conocía, aunque a distancia. Era una mujer singular. ¿De verdad no le interesa hablar conmigo?

– Lo veo irremediable. ¿A qué hora, mañana?

– Tengo la tarde libre, hasta las siete. Luego he de volver a la facultad para una clase a los mayores de veinticinco años. ¿Conoce usted el jardín del antiguo hospital de la Santa Cruz, el de la biblioteca de Catalunya?

– No me muevo de él.

– ¿A las cinco?

– ¿Le importaría recorrer los cuatrocientos metros que separan ese jardín de mi despacho?

– ¿Y a usted le importaría hacer lo mismo? No me gustan los espacios cerrados.

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