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– ¿Ha comprobado si es un récord?

Alfarrás cerró los ojos con la sonrisa parapetada tras el bigote y la barba.

– Usted ha tomado partido. Celia le cae simpática. Lo presiento. Yo no. ¿Es usted necrofílico? ¿Ama a los muertos? ¿Ama la muerte?

– No me interprete mal. Soy una víctima de los manuales de urbanidad. Le llevo unos cuantos años, los suficientes como para haber sido educado según principios convencionales absurdos.

– ¿Por ejemplo?

– El respeto a los muertos.

– Yo respeto a los muertos que han hecho algo meritorio para serlo. Por ejemplo, Franco. Yo he luchado contra el franquismo, señor…

– Carvalho.

– Señor Carvalho. Pero respeto a ese muerto que nos estuvo jodiendo hasta el último segundo, entubado, acribillado, y él aguantando para no darnos la satisfacción de morirse. ¿Comprende? Pero ¿por qué he de respetar a una mujer que muere sin querer, tropezando con la cabeza contra una botella de champán?

– Tal vez un recuerdo o un fragmento de recuerdo. La primera noche en la que se acostaron. La primera sonrisa de la niña. Algo solidario.

Alfarrás se estremece y abre los ojos para ver mejor a Carvalho o para que Carvalho le vea mejor a él.

– Tardé ocho años en comprender que la odiaba y cuatro en volver a ser yo mismo. No tengo ganas de recordarla. No quiero perder ni un segundo más por culpa de Celia Mataix. Quizá hasta la piedra más pequeña tiene sentido en el equilibrio del universo, pero hay personas que no tienen ningún sentido, y Celia era una de ellas.

El último sol del verano parecía haberlo consumido la piel de Pepón Dalmases, moreno brillante de piel enriquecida con las mejores leches hidratantes o deshidratantes según la ocasión. Algo de aprendiz de ballet en sus gestos de director de "mise en scéne" de los estudios de grabación Laser, con niños en el estudio y músicos locos con avidez de cello, contemplándose el propio cello como si se lo fueran a masturbar, y los papás de los niños, en la desenvoltura exigida por su condición de padres de niños cantores a fines del sigloXx, es decir, nada que ver con padres emocionados, competitivos o aniñados según la vieja usanza. A través del cristal, Carvalho sólo veía sus gestos de tocador de cello cuando hablaba con los del cello, de niño cantor cuando hablaba con los niños cantores y de padre de niño cantor cuando hablaba con los padres de los niños cantores. Niños cantores rubios y con zapatos caros, hijos de perito químico para arriba y aun de perito químico establecido por su cuenta hace diez o quince años, cuando los peritos químicos estaban en condiciones de establecerse por su cuenta. Madre de niño cantor y esposa de perito químico, viejas jóvenes, jóvenes viejas con la cabeza rubia teñida a destiempo, las varices siempre a medio secar o a medio extirpar, las cremas usadas sólo cuatro de las ocho veces imprescindibles para que se notara el tratamiento y el libro recomendado por el marido a medio leer desde que tuvieron que preparar la última "soirée" con invitados en Aiguafreda, Lloret, Salou, Llansá. "Los gozos y las sombras" de Torrente Ballester.

– La de la novela no es tan mona como la de la tele.

– No siempre es igual.

– Y Cayetano era más sinvergüenza en la tele.

– Bueno, en la novela "Déu n’hí do" [¡No veas!].

– Pero no es lo mismo, ¿eh?

– No. No es lo mismo. Claro que no es lo mismo.

– Mira. Te diré que me gusta más en la tele que leyéndolo.

– Es que en la novela hay mucha paja.

– No, a mi la paja ya me gusta. Pero como primero lo vi en la tele, pues es aquello de que todo te lo dan, ¿no? Ya sabes cómo son, y cuando lo lees pues no encaja siempre.

– Me perdonará. Es una grabación para un colegio.

La explicación de Pepón Dalmases buscaba la complicidad de Carvalho con lo moroso del proceso o con la intención, benéfica desde luego, insistían los padres en su rincón, de la grabación de una versión libre de Mary Poppins hecha por el maestro Sureda Palols.

– Es un hombre de mucho talento, pero, lo que son las cosas, tiene que ganarse la vida dando clases de música a estos salvajes. Yo siempre se lo digo a mi mujer. Admiro a estos hombres y a estas mujeres que tienen que aguantar a tus hijos. Fíjate si no durante las vacaciones. Los ves más que nunca y no sabes qué hacer con ellos.

– ¿De qué se trata exactamente?

– Creo que usted está metido en lo del crimen de la botella de champán.

– Bueno, metido, metido… yo era amigo de la víctima.

Pero Pepón Dalmases no mira a Carvalho. Está pendiente de los músicos, de los niños, de los padres de los niños.

– A veces es conveniente tener información propia. No digo yo que usted busque al asesino, pero sí tener sus propios datos. Soy detective privado y me ofrezco a iniciar una investigación paralela a la de la policía.

– ¿Por qué?

– Soy un profesional.

– Yo creí que los detectives privados esperaban en sus despachos a que llegasen los clientes.

– Eso es en las novelas y en las películas.

– ¿Y qué haré con la información cuando la tenga?

– Usted verá. La policía puede encariñarse con la idea de que usted ha podido ser el asesino.

– La policía puede encariñarse con la idea de que yo puedo ser el asesino.

Repitió Dalmases para hacerse un hueco de espacio y tiempo que diera sentido a su conversación de pie en el pasillo de los estudios de grabación, con un desconocido de aspecto poco simpático y que en definitiva buscaba trabajo.

– Pero yo no sé quién es usted.

– Tengo más de diez años de experiencia en el oficio.

– ¿Ha traído un currículum o algún folleto?

– No, pero tengo facilidad de palabra. Puedo explicárselo en unos minutos y de paso estos niños podrán hacer pis y sus padres les preguntarán cosas sobre la fascinante peripecia que están viviendo.

– Es que se trata del alquiler de un estudio y eso cuesta dinero. ¿Qué le parece si quedamos más tarde? ¿A la hora del café?

– ¿Le gusta a usted comer bien?

– Como para vivir, no vivo para comer.

– Entonces es preferible que quedemos a la hora del café. ¿Cuál es su hora de tomar café?

– Las cuatro, por ejemplo.

– ¿Dónde?

– Aquí al lado. Hay un café en la esquina y como luego he de volver a los estudios me irá muy bien que quedemos allí.

Los músicos se masturbaban el cello a un ritmo preocupante y los niños habían iniciado algunas ofensivas zonales cuerpo a cuerpo e incluso dos de ellos trataban de destruirse mutuamente mediante la utilización de llaves de judo que Carvalho consideró decididamente criminales. Animales cansados, hambrientos y enjaulados, los niños no tardarían en devorarse entre sí, y si no tenían bastante se comerían a Pepón Dalmases y a sus padres.

– Otro telegrama, jefe.

– ¿De Teresa?

– Sí, de Teresa Marsé debe ser, porque viene de Bangkok. ¿Se lo leo?

– No. Está loca. Le salen más caros los telegramas que el viaje.

– ¿Ya ha comido, jefe?

– No.

– Pues ya es hora. Son las tres. ¿Por qué no viene por aquí y le caliento la carne guisada con berenjenas y "rovellons"?

– Estoy lejos, Biscuter. Ya me apañaré por aquí.

Colgó el teléfono y se fue calle arriba. No estaba lejos del Cathay y el cuerpo no le dijo que no cuando le interrogó sobre qué tal le sentaría la comida china. Además, siempre era estimulante la conversación con el dueño, un profesor de Historia de la Universidad que había dado tumbos por medio mundo y seguía siendo un chino tan nacionalista que había deificado a Mao, como gran hacedor real de la nación china.

– ¿Ha visto usted cómo se cargaron al enano?

El enano era el dirigente que había iniciado la desmaoización de China.

– Pero los otros tampoco valoran lo que hizo el gran gigante. Son unos pigmeos. También ellos son unos enanos.

El dueño del Cathay sabía que Carvalho iba a pedir arroz frito, abalones y ternera al curry con acompañamiento de champán frío. Carvalho no había estado desde antes de los procesos de Pekín y eran por lo tanto muchos los temas aplazados.

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