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– Aquí tiene el vino, Papa.

– Gracias, hijo.

Sobre el pequeño bar colocado junto al butacón, Raúl acomodó la botella descorchada y la copa limpia, de vidrio labrado. Aun cuando lo servía desde el año 1941, apenas instalado en la casa con su tercera esposa, Raúl jamás se hubiera atrevido a comentarle nada a propósito del vino y él sabía que tampoco se iría de lengua con Miss Mary. La fidelidad de Raúl era tan absoluta como la de Calixto, pero con un ingrediente perruno que la hacía más sosegada y retraída. De todos sus empleados era el más antiguo, al que más quería y el único que al decirle «Papa» lo hacía como si en realidad él fuera su padre, pues en muchos sentidos lo había sido.

– Papa, ¿está seguro de que se quiere quedar solo otra vez?

– Sí, Raúl, no te preocupes. ¿Comieron los gatos?

– Sí, Dolores les llevó su pescado y yo le di la comida a los perros. Black Dog fue el que no quiso comer, está como nervioso. Hace un rato estuvo ladrando por allá atrás. Yo bajé hasta la piscina y no vi a nadie.

– Yo le doy algo. Conmigo siempre come.

– Es verdad, Papa.

Raúl Villarroy tomó la botella y sirvió hasta la mitad la copa de vino. Él le había enseñado a dejarla abierta unos minutos antes de servir, para que la bebida respirara y se asentara.

– ¿Quién hace el recorrido?

– Yo lo hago. Ya se lo dije a Calixto.

– ¿De verdad quiere que me vaya y quedarse solo?

– Sí, Raúl, no hay problemas. Si me hace falta te llamo.

– No deje de llamarme. Pero de todas maneras más tarde yo doy una vuelta.

– Estás igual que Miss Mary… Vete tranquilo, yo no soy ningún viejo inútil.

– Yo lo sé, Papa. Bueno, duerma bien. Mañana estoy aquí a las seis para el desayuno.

– ¿Y Dolores? ¿Por qué no lo prepara ella, como siempre?

– Si no está Miss Mary, debo estar yo.

– Está bien, Raúl, como quieras. Buenas noches.

– Buenas noches, Papa. ¿Está bueno el vino?

– Es excelente.

– Me alegro. Ya me voy. Buenas noches, Papa.

– Buenas noches, hijo.

En verdad tenía un sabor excelente aquel Chianti. Era un regalo de Adriana Ivancich, la condesita veneciana de quien se había enamorado unos pocos años atrás y a la cual convirtió en la Renata de Al otro lado del río entre los árboles. Beber aquel Chianti oscuro le recordaba el sabor recio de los labios de la muchacha, y eso lo reconfortaba y borraba el sentimiento de culpa por estar bebiendo más de lo aconsejable.

Si quiere seguir viviendo, ni bebidas ni aventuras, le habían advertido Ferrer y los otros médicos. La presión sanguínea andaba mal, la diabetes incipiente se podía agravar, el hígado y los riñones no se habían recuperado de los accidentes aéreos que había sufrido en África, y la vista y el oído iban a perder más facultades sí no se cuidaba. Aquel saco de enfermedades y prohibiciones era lo que iba quedando de él. ¿Y las corridas de toros? Sí, pero sin ningún exceso. Es que debía volver al ruedo, necesitaba regresar a las corridas y a su ambiente para terminar la reescritura de Muerte en la tarde, que se hacía tan difícil. Bebió la copa hasta el fondo y se sirvió otra porción. El susurro del vino rojo contra el cristal le evocó algo que no pudo recordar, aunque tenía relación con alguna de sus aventuras. ¿Qué carajos será?, se preguntó y se descubrió ante una terrible evidencia, conocida, pero en la cual trataba de no pensar: si no podía correr aventuras ni recordar, ¿de qué vas a escribir, muchacho?

Sus biógrafos y los críticos siempre insistían en destacar de su vida el gusto por el peligro, la guerra, las situaciones extremas, la aventura, en fin. Unos lo consideraban un hombre de acción devenido escritor, otros un payaso en busca de escenarios exóticos o peligrosos capaces de añadirle resonancia a lo que el artista escribía. Pero todos habían contribuido a mitificar, desde el elogio o desde la crítica, una biografía que, coincidían en esto, él mismo se había fabricado con sus acciones por medio mundo. La verdad, como siempre, solía ser más complicada y terrible: sin mi biografía no hubiera sido escritor, se dijo, y observó el vino a trasluz, sin beberlo. Él sabía que su imaginación siempre había sido escasa y mentirosa, y sólo contar las cosas vistas y aprendidas en la vida le había permitido escribir aquellos libros capaces de rezumar la veracidad que él le exigía a su literatura. Sin la bohemia de París y las corridas de toros no habría escrito Fiesta. Sin las heridas de Fossalta, el hospital de Milán y su amor desesperado por Agnes von Kuroswsky, jamás habría imaginado Adiós a las armas. Sin el safa-ri de 1934 y el sabor amargo del miedo sentido ante la proximidad letal de un búfalo herido, no hubiera podido escribir Las verdes colinas de África, ni dos de sus mejores relatos, «La breve vida feliz de Francis Macomber» y «Las nieves del Kilimanjaro». Sin Cayo Hueso, el Pilar, el Sloopyjoe's, el contrabando de alcohol y algunas historias contadas por Calixto, no hubiera nacido Tener y no tener. Sin la guerra de España y los bombardeos y la violencia fratricida y su pasión por la desalmada Martha Gelhorn no hubiera escrito jamás La quinta columna y Por quién doblan las campanas. Sin la segunda guerra mundial y sin Adriana Ivan-cich no existiría Al otro lado del río y entre los árboles. Sin todos los días invertidos en el Golfo y sin las agujas que pescó y sin las historias de otras agujas tremendas y plateadas que oyó contar a los pescadores de Cojí-mar nunca hubiera nacido El viejo y el mar. Sin la «fábrica de truhanes» que le acompañaron a buscar submarinos nazis, sin Finca Vigía y sin el Floridita y sus tragos y sus personajes, y sin los submarinos alemanes que alguien en Cuba reabastecía de petróleo, no hubiera escrito Islas en el Golfo. ¿Y París era una fiesta? ¿Y Muerte en la tarde? ¿Y los cuentos de Nick Adams? ¿Y esta maldita historia de El jardín del Edén que se niega a fluir como debe y se alarga y se pierde?… Él sí lo sabía: debía hacerse de una vida para hacerse de una literatura, tenía que luchar, matar, pescar, vivir para poder escribir.

– No, coño, no me inventé una vida -dijo en voz alta y no le gustó su propia voz, en medio de tanto silencio. Y vació hasta el final la copa de vino.

Con la botella de Chianti bajo el brazo y la copa en la mano caminó hasta la ventana de la sala y miró hacia el jardín y hacia la noche. Esforzó los ojos, casi hasta sentir dolor, tratando de ver en la oscuridad, como los felinos africanos. Algo debía existir, más allá de lo previsible, más allá de lo evidente, capaz de poner algún encanto a los años finales de su vida: todo no podía ser el horror de las prohibiciones y los medicamentos, de los olvidos y los cansancios, de los dolores y la rutina. De lo contrario la vida lo habría vencido, destrozándolo sin piedad, precisamente a él, que había proclamado que el hombre puede ser destruido, pero jamás derrotado. Pura mierda: retórica y mentira, pensó, y se sirvió otra copa del vino.

Necesitaba beber. Aquélla amenazaba ser una mala noche.

Pero fue dos años después cuando al fin comprendió que si Miss Mary hubiera estado en casa, quizás aquella noche de miércoles no hubiera sido la noche que dio inicio al final de su vida.

Sobre el viejo portón de madera habían colgado un cartel, sucio y de letras desvaídas, que advertía: CERRADO POR INVENTARIO. DISCULPEN LAS MOLESTIAS. ¿De dónde cono lo habrán sacado?, se preguntó el Conde, también intrigado por el destino del cartel original mandado a colocar por Hemingway sobre aquel mismo portón de Finca Vigía: UNINVITED VISI-TORS WILL NOT BE RECEIVED, así, tajante y en inglés, como si sólo del mundo angloparlante pudieran llegar a aquel remoto paraje habanero visitantes no invitados. Los que hablaban otras lenguas, ¿qué eran?, ¿alimañas? El Conde empujó una de las puertas de la finca convertida en museo y comenzó su ascenso hacia la casa donde más años habían vivido el escritor y su fama, y por donde pasaron algunos de los hombres más célebres de su tiempo y algunas de las mujeres más bellas del siglo.

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