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– Bueno, Ruperto, desde este lado del río yo veo las cosas así: la noche del 2 de octubre del 58 mataron a un agente del FBI en Finca Vigía. El hombre se llamaba John Kirk, por si le interesa saberlo o si Tenorio no se lo dijo…

El Conde esperó alguna reacción en Ruperto, pero éste seguía observando algo para él invisible, más allá del río, entre los árboles: quizás miraba la muerte.

– Hemingway se fue de Cuba el día 4, y lo extraño es que interrumpió un trabajo muy importante. Después nunca lo pudo terminar. Salió para Estados Unidos, según él a encontrarse con su mujer que ya andaba por allá. Pero el día 3 despidió a Calixto y le pagó una compensación. Le dio cinco mil pesos. Demasiado dinero, ¿verdad?

Ruperto sintió calor. Se despojó de su bello sombrero y se pasó la mano por la frente. Tenía unas manos grandes, desproporcionadas, cruzadas de arrugas y cicatrices.

– Una compensación normal sería por el salario de dos, tres meses…, y Calixto ganaba ciento cincuenta pesos. ¿Cuánto ganaba usted?

– Doscientos. Raúl y yo éramos los que más ganábamos.

– De verdad pagaba bien -comentó Manolo. Estar en silencio, relegado al papel de observador, siempre había sido algo capaz de exasperarlo, pero el Conde le había exigido una discreción total y ahora lo miró reclamándole obediencia, como en los tiempos en que ellos fueron la pareja de policías más solicitada de la Central, y el Viejo, el mejor jefe de investigadores que jamás hubo en la isla, siempre los ponía a trabajar juntos y hasta les permitía ciertos excesos, en virtud de la eficiencia.

– Al tal John Kirk lo mataron de dos tiros -siguió el Conde, mientras con una pequeña rama dibujaba algo en la tierra, delante de sus pies-. Con una ametralladora Thompson. Y Hemingway tenía una Thompson que se ha esfumado. No está en la casa y ya comprobamos que Miss Mary no se la llevó después que él se mató. Ésa era un arma que él quería mucho, porque me parece que hasta la puso en sus novelas. ¿Se acuerda de esa Thompson?

– Sí -el viejo se colocó otra vez el sombrero-, era la de matar tiburones. Yo mismo la usé unas cuantas veces.

– Anjá, Esa misma. Luego de muerto, al agente lo enterraron en la finca, pero no en cualquier lugar, sino debajo de la valla de gallos, que estaba bastante cerca de la casa. Movieron las virutas, abrieron el hueco, tiraron al tipo y su chapa de policía y lo taparon con la tierra. Después volvieron a regar las virutas para que nadie pudiera darse cuenta de que allá abajo había un cadáver… Y, si no me equivoco, esto pasó antes de que amaneciera el día 3 y llegaran a la finca los otros empleados.

La brevísima sonrisa que movió los labios del viejo sorprendió al Conde y lo hizo dudar sí iba por el camino de la verdad o si se había perdido en una de las veredas oscuras del pasado, y por eso se lanzó a tocar fondo.

– Yo creo que en el enterramiento estuvieron tres o cuatro hombres, para que fuera rápido. Y pienso también que a ese policía lo mató una de estas tres personas: Calixto Montenegro, Raúl Villarroy o su patrón, Ernest Hemingway. Pero no me extrañaría mucho si me entero de que lo mató Toribio el Tuzao… o usted, Ruperto.

Otra vez el Conde esperó alguna reacción, pero el anciano se mantuvo inmóvil, como si estuviera en un sitio en el cual no lo tocaran las palabras del ex policía, ni el calor pegajoso de la tarde, ni las agresiones de la memoria. El Conde bajó la vista y terminó el dibujo que había trazado con la rama sobre la tierra: pretendía ser algo así como un yate, con dos antenas de cucaracha sobre la cubierta, flotando en un mar proceloso.

– Entonces entró en escena el Pilar -dijo y golpeó la tierra con la rama. Ruperto bajó lentamente la vista hacia el dibujo.

– No se parece -sentenció.

– En primer grado me suspendieron en dibujo y trabajos manuales. Un desastre en toda mi vida… Ni barquitos de papel aprendí a hacer -se lamentó el Conde-. Pero el Pilar de verdad zarpó el día 3 y llevó a Calixto a México. Hemingway no fue en ese viaje, porque debía preparar su salida de Cuba al otro día. Pero usted sí, porque el yate nada más lo piloteaban uno de ustedes dos. Y alguien de la finca navegó de marinero. ¿Fue Raúl, fue Toribio? Yo pienso que Toribio, porque Raúl se quedaría ayudando a su Papa. En ese viaje, por cierto, desapareció la Thompson. Está en algún lugar del Golfo de México, ¿verdad?

Y con la rama dibujó un arco que, desde el yate, iba a dar en el mar embravecido de la imaginación. El Conde soltó la rama y miró al anciano, dispuesto a escuchar. Ruperto se mantuvo con la vista fija en la otra ribera del río.

– ¿Usted cree que lo sabe todo?

– No, Ruperto, sé unas cuantas cosas, me imagino otras, y me gustaría saber otras más. Por eso estoy aquí: porque usted sí las sabe. Si no todas, al menos algunas…

– Y si fuera así, ¿por qué tendría yo que decírselas, a ver?

El Conde buscó otro cigarro y se lo puso en los labios. Con la fosforera en la mano detuvo su acción.

– Por unas cuantas razones: primera, porque no creo que usted haya sido el asesino; segunda, porque usted es un hombre legal. Cuando pudo haber vendido el Pilar, se lo entregó al gobierno para que lo conservaran en el museo. Y ese barco valía unos cuantos miles de dólares. Con ese dinero hubiera cambiado mucho su vida. Pero no, el recuerdo de Papa era más importante para usted. Eso es raro, ya no se usa, parece tonto, pero también es hermoso, porque es un gesto increíblemente honesto. Y caemos en la tercera razón: Hemingway pudo haber matado al agente, pero puede que no haya sido él. Si él lo mató y nosotros decimos que él lo hizo, lo van a destrozar. Ahora a la gente no le gustan los tipos como él: demasiados tiros, demasiadas peleas, demasiada heroicidad. Además, aunque usted no lo crea, él le hizo mucha mierda a mucha gente. Pero quizás no fue Hemingway y entonces ese tipo prepotente al que la gente ya no quiere mucho, hizo ese día algo que vale la pena respetar: protegió a uno de sus empleados después de que éste mató a un agente del FBI y hasta escondió el cadáver en su finca. Pasara lo que pasase, eso hubiera sido un bonito gesto, ¿no cree? Y ya se ío dije, me parece que dejar que le cuelguen un muerto ajeno no sería justo y nada beneficioso…

Ruperto se llevó el mocho de tabaco a los labios y movió la espalda contra el árbol, buscando al parecer una mejor posición para su esqueleto y sus dudas. Una humedad malvada comenzaba a nacer en el fondo de sus arrugas. Y el Conde decidió jugarse la última carta y amontonó su apuesta a todo o nada. Pero antes encendió el cigarro.

– Lo que pasó la noche del 2 de octubre del 58 fue un desastre para Hemingway. No sé si usted sabe que en los últimos años decía que el FBI lo perseguía. Su mujer no le creía. Los médicos dijeron que eran imaginaciones suyas, una especie de delirio de persecución. Y para curarlo le dieron veinticinco electroshocks. ¡De pinga! -exclamó el Conde sin poder evitarlo-. Primero fueron quince y luego otros diez. Los médicos querían que se olvidara de ese delirio de persecución que lo estaba volviendo loco y lo único que consiguieron fue cocinarle el cerebro, para después embutirle un millón de pastillas… Lo mataron en vida. Hemingway no pudo volver a escribir porque con el supuesto delirio le arrancaron parte de la memoria, y sin memoria no se puede escribir. Y él era de todo, hasta un poco hijo de puta, pero más que nada era un escritor. En dos palabras: le descojonaron la vida. Y eso es muy triste, Ruperto. Que se sepa, su Papa no tenía cáncer ni ninguna enfermedad mortal: pero lo habían castrado. Él, que siempre quiso demostrar que tenía cojones, y que hasta se los enseñó a mucha gente para que se los vieran, terminó castrado de aquí -y el Conde se golpeó la sien con la mano abierta, dos, tres veces, con fuerza, con rabia, hasta provocarse dolor-: y sin esto él no podía vivir. Por eso se metió un tiro en la cabeza, Ruperto, no por otra cosa. Y ese tiro empezó a salir del cañón de la escopeta la noche del 2 de octubre del 58… Y si no fue él quien mató al agente ese, de verdad que le costó caro proteger al que lo hizo. ¿No es verdad, Ruperto?

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