– Ahora voy a ver qué hora es, Verónica.
El reloj tenía un asa grande y verde que simulaba el sombrero hueco del payaso. Lo cogí de ella y lo sostuve frente a la niña como un péndulo. Confiaba en que siguiera mirándolo, distraída, y así poder examinarle la garganta con más comodidad. Ella quiso quitármelo, pero débilmente como si prefiriera contemplarlo desde lejos.
– Mira, hace tictac. Dilo tú también: tictac.
Acerqué la cucharita tentativamente. La niña tenía la cabeza en la posición correcta pero no despegaba los labios. Sabía que al final terminaríamos haciéndolo por la fuerza, pero preferí esperar.
– ¿Sabes qué hora es, Verónica? -Percibí de reojo que la madre había dejado de mirar a la niña y me miraba a mí. Pensé que le intrigaba mi paciencia y sonreí-: ¿Quieres que te diga la hora, Verónica? Y después me la dices tú con la boca bien abierta.
En ese momento miré hacia el reloj para decírsela y comprobé, sorprendido, que no podía: el reloj no tenía números. Es más, poseía cinco manecillas pequeñas, de diferentes formas, y dos más grandes y sinuosas que no señalaban hacia los extremos de la circunferencia sino hacia dentro.
Y debajo, como si ostentara una marca de fabrica, sobre los labios sonrientes del payaso, un nombre en letras azules, grandes, temblorosas: ESTÍO.
Sentí como agua helada en mi columna vertebral. Se me olvidó por un instante qué hacía yo allí, con una cuchara en la mano, agachado en la cabecera de una cama. Y comprendí, creo que en el instante siguiente, con esa lucidez que da la tensión, que debía simular no haber visto nada: por suerte, la madre parecía estar ahora más pendiente de la niña que de mí, animándola para que abriera la boca.
Una fugacísima inspección (el tiempo apenas que recorrió la imagen hasta mis ojos, justo antes de que cerrara su boca por última vez) y una leve palpación de sus ganglios me convencieron de la existencia de una inflamación de las amígdalas. Mientras prescribía las medidas que me parecían oportunas, comenté como de pasada:
– Un reloj muy bonito. Si tuviera hijos, me gustaría regalarles uno igual. ¿Dónde lo compraron?
La madre me sonrió y fue a decir algo. Entonces otra voz se adelantó:
– Lo compramos hace ya tiempo, no recuerdo dónde, y lo guardamos para darle una sorpresa, pero allí se nos quedó. Y me dije: ahora que está mala, vamos a ponérselo ahí cerquita.
Debía de ser el padre: bajito y rechoncho, con una camisa que fue blanca coloreada por manchas de café y tensa en el vientre abultado, las manos húmedas y rojas caídas a ambos lados del cuerpo, como si gotearan. Tenía el pelo castaño y los ojos achinados de su esposa. Me dio la impresión de haber salido directamente del trabajo, preocupado. Todo eso supe al verle.
Y, además, supe que mentía.
Los demás (salvo Juan, que había ido a conseguir las medicinas que yo había indicado y avisar a Marta) me miraban con expectante seriedad.
– Bueno, debo irme -dije.
Nadie se movió.
Y de improviso el reloj hizo sonar unas tenues campanitas momentáneas. Fueron tan débiles como un hálito pero se me quedaron flotando cerca del oído mucho rato después de cesar: una melodía de siete u ocho notas que se me antojó familiar. No era difícil oír con la imaginación la letra adecuada:
¿Qué-son? ¿Dón-de es-tán?
¿Có-mo en-con-trar-los?
Salí de la casa entre agradecimientos y despedidas amables pero con una exasperante sensación de haber hecho algo que no debí, de haber cometido un ínfimo error, imparable ya, como el sonido de un murmullo soltado entre los desfiladeros que crece hasta el alud; una diminuta inminencia que me seguía, pegada a mí, invisible pero creciente, anunciando un holocausto incomparable (la cerilla encendida en el bosque seco). «Vete de aquí, Marcelo. Este pueblo no es bueno», oía la advertencia de Rocío como un grito silencioso: «¡Vete de aquí!».
No sabía qué conclusiones extraer, salvo que todos me mentían, probablemente desde el principio. Todo Roquedal sabía algo que callaba, algo que tenía que ver con los niños, con las canciones infantiles y los círculos de tiza, con el nombre de «Estío» (¡que tanto aterrorizó a Rocío cuando se lo dije!) y con relojes de manecillas abstractas que no marcan la hora.
Angustiado, llegué a la casa azul y le dije a Rosa que no quería almorzar. ¿Podía fiarme de ella? Decidí que no, tampoco. Subí sin prisas a mi habitación y me afané en dormir creyendo que no lo conseguiría, y me dormí incrédulo.
Soñé algo. Ahora se me ha olvidado en parte. Solo recuerdo un aire bramador salpicado de gotas de espuma, fuertes y saladas, y la presencia de alguien junto a mí. Su mirada era transparente y yo podía ver la playa tras ella, las olas enérgicas, la grava arcaica de la orilla, las trompas nacaradas de las conchas. Un regusto salitroso se me prendía en la boca mientras miraba por entre aquellos ojos. Era mirarlos y saber que no contemplaba un ser sino una búsqueda. Y desconocía si mirarlos era hallar lo que buscaba o perderlo para siempre: mi tormento residía en la terrible certeza de saber que si no miraba, nunca encontraría. Me oprimía, eso sí, una sensación agridulce de reconocimiento, de encuentro con algo tras toda una vida de distancia, una llegada amarga como una despedida. Y yo me disgustaba, porque aunque había obtenido lo que quería, ya no era. Porque aunque mi vista -fija en aquellos ojos marinos- poseía lo que buscaba, lo escapaba, lo dejaba escurrirse mirándolo (era como atrapar por un instante el viento y las olas, lograr verlos, cerrar los ojos y pensar: así son). Porque lo obtenía y lo perdía solo con mirarlo.
Desperté con el sonido de un piar frenético y un aleteo suave de pañuelos para ver a un gorrión atrapado por su propia inquietud entre el alféizar y los barrotes de mi ventana. Y como si hubiera persistido allí tan solo para que le viese y me apenase, cruzó enseguida los obstáculos y se disolvió en el aire salado.
Ya con la tarde a mis espaldas, algo más tranquilo, me dispuse a aclarar las ideas. Una, en particular, centraba mi interés: averiguar todo lo posible sobre la historia de Roquedal y sus habitantes. Sospechaba que en el pasado se hallaría la clave que relacionaba la vida del pueblo con el nombre de «Estío». ¿Tendría don Roberto, por casualidad, algún libro sobre ese tema?
Y de puro pensar, di con el recuerdo de la mención que del trastero me hizo Rosa cuando llegué: «Don Roberto ha dejado sus cosas en el trastero, para no molestarle». Me inventé un excusa fácil -la búsqueda de algunos libros de medicina que me resultaban de imperiosa necesidad- y conseguí que Rosa me diera la llave del cuartucho.
El trastero quedaba en una buhardilla picuda, un palomar que remataba la techumbre de la casa azul, un vértice sin punta señalando al cielo que impresionaba más por dentro que por fuera, separado del resto por un corto tramo de crujidos de escalera y por una puerta de madera nudosa que también se atasca incluso abierta.
En el interior, una colección de polvo y rancidez, innúmeros objetos desacordados grises como el invierno, acumulados quién sabe por quién, por qué o para qué (creí por un instante que para que yo los hallase), varillas de paraguas, llantas de bicicleta, motores, cables enroscados y dormidos, maletas, abanicos, un baúl del color de la grosella, estanterías que ya ni siquiera lo eran pero aún con libros, algunas cosas amortajadas en trapos y un armario de dos puertas. Las maletas y el baúl contenían ropa apolillada y aplastada por el tiempo, con iniciales bordadas (uve, mayormente); los libros eran viejos manuales de medicina, algunos de antes de Fleming, que supuse pertenecerían a don Roberto; las cosas bajo los trapos seguro que sí le pertenecían, pues eran cajas con ropa nueva de invierno y algunos objetos personales. Llegué por fin al armario y lo hallé cerrado con llave.