– ¿Qué le ocurre?
– Está muy mal -repitió-. Tenemos miedo de que haga algo. Su familia era una de las más adineradas de la zona antes de la guerra civil, y él mismo se casó con la hija de unos terratenientes y vivió bien hasta hace diez o doce años, en que falleció su mujer. Desde entonces viene de mal en peor. No tuvieron hijos, por lo que se quedó solo en su casa de las afueras. Antes bajaba algo al pueblo pero ahora ni eso. Yo paso a veces por allí y me recibe como un amigo. A mí me quiere mucho. Me invita a café y charlamos de todo. Está como una chota, pero razona como tú o como yo.
Era la ambivalencia típica de su lenguaje, y asentí como si lo comprendiera todo. Se ajustó las gafas con una puntería sorprendente de su índice veloz y me alentó a visitarle juntos un día.
– Quizá podamos convencerle de que le vean en un hospital. A mí no me hace caso y don Roberto no quiere ni saber de él.
– Ése termina pegándose un tiro -afirmó don Fernando.
Fue como si decir «un tiro» hubiera sido una verdad, porque surgió un silencio asustado. Ya no hablamos de mucho más. El calor no aflojaba a pesar de las nubes que, a ratos, eclipsaban la luz dejándonos en medio de una charca de sombras. Yo miraba a Rocío y me abrumaba su misterio. Estaba respetada como una estampa, allí sentada, frente a mí, bajo las sombras trémulas, el pelo acariciado por la brisa alta, los ojos fijos en algo -que podía a veces ser alguien pero nunca los ojos de alguien-, abiertos y absortos, como si no fueran ojos: como si estuvieran allí, en su rostro, con un fin inverso al de mirar: el de ser mirados. Ojos que no veían, puestos allí para que yo los viera.
Habíamos pedido más cervezas, pero ya empezaba a gobernarnos la siesta. Hubo un lío de manos y gestos a la hora de pagar, pero se hizo cargo Juan, casi por obligación de precedencia y debido a la ausencia del otro Juan, el alcalde, que no había podido venir. Nos levantamos todos y en un momento se deshizo la reunión con esa prisa suave de la tranquilidad: todos se me ofrecieron de mil maneras frente a cualquier problema que pudiera tener en el pueblo, y cada uno fue abandonando el grupo y marchándose por su lado. Las últimas en desgajarse de mí (era paradójico la amabilidad y el abandono con que me dejaban) fueron Carmen y su hija: me dijeron un franco «hasta luego» y las vi subir una cuestecita empinada y polvorienta, madre e hija juntas, ésta con las manos en la espalda, la falda al vuelo, y perderse en la bajada como veleros en la redondez de la tierra.
Un sueño irreprimible, una pesadez de nube cargada, me hizo renunciar a mi primitiva idea de explorar el pueblo y decidí regresar a la casa azul y echarme a dormir.
Iba pensando en ello cuando oí a las niñas.
Seguían cantando su canción, jugando su juego, en alguna parte, en esa lejanía doméstica que tienen los lugares cercanos pero ocultos: una suave tonada que preguntaba algo, que algo quería, insípida, sin fuerza. En parte seguí aquel hilo de voces porque sabía que se hallaban cerca de casa y porque la curiosidad me lo dictaba.
Di la vuelta en una esquina y la brisa se apagó bruscamente. Me hallé a solas en una calle ondulante, quieto en el aire quieto, sobre las sombras completas de las casas. Una silla de mimbre yacía en la acera, frente a un portal, desprovista de significados. Avancé devanando el sonido de la canción en mis oídos, burlado por aquella soledad tranquila, y crucé un entramado de resquicios entre las casas, no verdaderas calles sino pasillos vacíos por los que mirar y ver pasar los gatos. Les presté una débil atención y percibí algo.
Escribo lo anterior y me propongo continuar, aun a sabiendas de que narraré un simple engaño de los sentidos. Pero he prometido contar, al menos, «todo» lo extraño, y si algo sobró en mi ambigua experiencia del mediodía fue precisamente su pura extrañeza, su absurdidad en este pueblecito de pescadores.
Fue como cuando caminas y algo, de repente, te penetra por las esquinas de los ojos. El cerebro, fugacísimo, emite una hipótesis arriesgada (no podemos existir sin inventar explicaciones) que después los ojos verifican o no. Pero si tu percepción difiere enormemente de lo que imaginaste, dudas en atribuirlo todo a tu error: si te pareció un árbol de reojo, quizá halles natural ver un poste de la luz, pero no un perro.
Y yo vi una figura.
Ahora escribo «figura» y dudo. Había ropa blanca secándose al fondo, en el balcón de una casa que asomaba por el resquicio, y su temblor frente a la brisa pudo confundirme aún más de lo que creo. Pero en ese mundo que habitan nuestros errores cotidianos yo vi una figura. Bailaba o se movía desordenadamente en mitad de la calle regada por el sol, frente a las casas. Me pareció posible, incluso probable, que lo hiciera al ritmo de la canción infantil que todavía escuchaba.
Fue un mirar y remirar y ya no ver sino sábanas tendidas donde antes (y, digo otra vez, un «antes» que casi fue un «ahora») bailaba la hipótesis de una figura. Pero justo en ese «antes» yo había creído percibir muchas cosas: que estaba desnuda por completo, que ostentaba la cabeza rapada, calva, bien formada y brillante como todo su cuerpo (fue esa brillantez móvil, como de llama, lo que me hizo advertirla de reojo) y que danzaba con los dulces y calculados pasos de una bailarina clásica. Advertí pechos sobre su torso blanquísimo y me la imaginé mujer. Nació así, toda junta y repentina, tan real que no verla un instante después me dejó igual de asombrado que su presencia, como si ésta fuera superior al error de mis ojos y se hiciera indispensable.
Reconozco que no fue otra cosa sino las secuelas de aquella confusión lo que me hizo volver sobre mis pasos, mirar de nuevo, introducirme por el resquicio del equívoco y atravesar la calle en busca (ridículamente) de algún rastro. Pero nada había salvo la calle, siempre interminable, flanqueada de casitas al sol, como puestas a secar, los balcones adornados de ropa limpia.
Y al fondo, bajo el cuidado débil de un árbol, allí donde las recordaba la última vez, cantaban las niñas coreadas a ratos por los ladridos de un perro lejano:
¿Qué son? ¿Dónde están?
¿Como encontrarlos?
De nuevo volví a tener la imperiosa sensación de que las respuestas a tales preguntas eran importantísimas y allí, bajo el sol, un escalofrío me hizo temblar.
¿Por qué tanto miedo? Ahora no sé explicarlo realmente. Recuerdo que por un instante pensé que había enloquecido, mi pulso se aceleró y mis sienes latieron con fuerza. Notaba la boca como hecha de corteza de árbol, áspera y seca. Pasé junto a las niñas con el terror aún encima (no sé por qué me dio por creer que habían visto también a la figura que bailaba y se reían en secreto de mí) y me apresuré hasta la casa azul, me tendí en el frescor oscuro del dormitorio y cerré los ojos.
Allí la vi, en la negrura de mis ojos. ¡Se me había quedado más ahí que todas las visiones reales del pueblo! Aún bailaba, se movía, con una gracia incomparable. Tenía una belleza aterradora pero huidiza, como la de un gamo, como la del agua cristalina de un torrente.
Cuando abrí los ojos de nuevo eran cerca de las siete. Me refresqué un poco en el lavabo mientras oía el murmullo acompasado de una radio lejana. Ya no quedaban rastros de mi terror (lo he atribuido todo a la fatiga del primer día de trabajo) pero me seguía inquietando la causa de aquella vívida alucinación.
Cuando bajé al patio hallé a Rosa preparando café.
– Querrá usted una tacita -me dijo, moviéndose con exactitud por la cocina oscura (Rosa ahorra electricidad hasta la noche, e incluso en ésta. Creo que por eso me dice que tenga cuidado con la lámpara).
– Se lo agradezco.
– ¿Cómo le ha ido en el primer día, don Marcelo? -me preguntó desde la cocina y se volvió para mirarme-. ¡Virgen santa, qué pálido está! ¿Le ha pasado algo?