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– ¿No se anima a ir a la plaza, don Baltasar? -me dijo el buen hombre-. ¡Para ver a los Reyes!

– Ya he visto la fiesta demasiados años, Joaquín.

– Pero siempre se puede hacer algo nuevo. Bailar en las parás, por ejemplo…

– Hoy no debería bailar nadie -repliqué, lúgubre.

– ¿Y eso?

Limpiaba el fondo de un vaso con el trapo mientras me hablaba, y percibí, aterrorizado, el chirrido de mi grillo negro, la voz rítmica e infalible de mi enemigo: ñic, ñic, ñic-ñic. Me entró una dentera helada: como si escuchase a un cadáver deslizar las uñas por la tapa del ataúd. ¡Y el pobre Joaquín, involuntario tocador de la siniestra zampoña, sin enterarse!

– Tú sabrás -le dije con los ojos muy abiertos.

– ¿Yo? ¡Yo nunca sé nada, don Baltasar! -riose.

«Por eso van a matar a Paz -pensé-, porque aquí nadie sabe nada salvo yo.»

Cuando Joaquín me sirvió el poleo humeante, saqué mi cuaderno de notas (mi cuaderno de caza), arranqué una página y escribí algo en grandes letras de molde. Doblé la página una, dos, tres y cuatro veces; me hallaba inmerso en esta operación cuando mis oídos captaron el tictac del reloj de mi asesino: una gota que escapaba del grifo mal cerrado del fregadero, tras la barra: plic, plic, plic-plic. «¡Te burlas de mí! -pensé-, ¡me desafías!» Como única respuesta, un moscardón vino a estrellarse contra el sucio cristal de la ventana que tenía más cerca; el ruido que producía era como el de unas diminutas castañuelas: clinc, clinc, clinc-clinc. «Intentas asustarme -deduje-, o estás comenzando a ensayar con la orquesta para la gran sinfonía final.» La ventana, entrecerrada, se abrió con un ligero golpe de brisa y las páginas de mi cuaderno empezaron a pasar una a una con un ruido inusual, sincopado: zip, zip, zip-zip. «¿Es que tratas de decirme que desista? ¿Quieres que me rinda? ¿Te crees tan seguro de que Paz será tuya, igual que Guernod y que la señorita Bernabé? ¡Ah, pero este viejo te va a dar lecciones de música!» Cuatro petardos estallaron en ese momento: eran el comienzo de la larga noche de fuegos de artificio, pero yo sabía que significaban otra cosa; para mi oído fueron la desafiante y violenta respuesta de mi adversario, enfadado por mi terquedad: ¡bang!, ¡bum!, ¡bang-bum! «Ajá: no te sientes tan seguro de tu poder, ¿verdad? Mis palabras te exasperan mucho más que a mí las tuyas.» Los cohetes seguían estallando a lo lejos, en la plaza; su ritmo era como el grito de guerra de un ejército: ¡bang!, ¡bum!, ¡bang-bum! «Pues que gane el mejor.»

Mi enemigo estaba nervioso, igual que yo. Ambos sabíamos que aquélla era la batalla decisiva. Terminé de doblar mi nota y aguardé, mientras bebía el poleo a lentos sorbos. «Ahora necesito una mano inocente, como dicen en los concursos.»

Y en ese momento entró en el bar Manolo Guerín, el poeta solitario que vive más allá de la torre de piedra, con su pelo blanco y ralo y sus mejillas coloradas. Le llamé como a un camarero:

– ¡Manolo!

– Hombre, don Baltasar.

Me puso la mano de la compasión en el hombro. En cualquier otro momento lo hubiese despreciado, pero entonces lo necesitaba.

– ¿Me harás un favor?

– A mandar.

Su aliento apestaba por igual a tabaco y alcohol, pero era buen hombre. Y a mí me interesaba más su bondad que su aliento. Le mostré el papel doblado:

– Entrégale este billetito a la hija de Huertas, el pescadero. ¿La conoces?

– ¿Paz?

– La misma. Vendrá por aquí con un grupo de amigos cuando comience la arrastrá. En cuanto la veas entrar, le das esta nota. Pero, escucha, Manolo: no le digas que es de mi parte.

No me gustó nada la sonrisa que me fabricó con lentitud, mirándome fijamente, ni su silencio de complicidad. Era vergonzoso, humillante para mi dignidad, que Manolo hubiera equivocado de aquella forma mis intenciones. Pero el ladrón cree que todos son de su condición, ya se sabe, y del propio Guerín podría decirse mucho (ahí está su relación escandalosa con Carmela Cruz, la del hostal), y más desde este último verano, cuando se lió con una escritora madrileña veinte años más joven que él que vivía temporalmente en la casa de los Gómez Osti, frente a la playa. No es por venganza por lo que hago constar todo esto, pero es verdad que aún me escuece el recuerdo de sus ojos ranurados brillantes de burla.

– Piensa lo que quieras, pero entrégale esta nota -le dije entre dientes.

Se llevó los amarillentos dedos a la barbilla y se la frotó con ademán de sabio.

– Lo haré -asintió-. Y no voy a leerla, don Baltasar. Pero sepa usted dos cosas: una, que me debe un favor…

– De acuerdo.

– Y la otra, que como la niña se cabree… le digo de quién procede. No quiero recibir broncas ajenas.

– Muy bien, pero mucho ojo, porque tienes que entregársela en cuanto entre en el bar, Manolo. No vale que se la des después.

Movió la cabeza con pesadumbre. Él no lo supo, pero su cabeza hizo un giro a la izquierda, otro a la derecha y dos giros rápidos finales. ¡Retablo de los terrores era éste, donde mi enemigo manejaba todas las marionetas y yo, su único espectador, tendría que impedir que la farsa terminase!

– ¿Me contará después de qué va? -dijo Guerín.

– Ojalá -repliqué.

No me entendió, y yo tampoco quise explicarme. Además, Joaquín había puesto en ese momento la televisión, y el volumen, que se hallaba muy alto, nos lanzó a los tímpanos los gritos de una jovencísima actriz a la que alguien asesinaba a puñaladas (era una película de crímenes). Los alaridos fueron cuatro: dos sueltos y dos unidos al final. La chica caía sobre la hierba arrastrando con su cuello una bufanda de sangre. Joaquín cambió de canal y bajó el volumen. Comprobé con gran calma que el clavel marchito de mi solapa seguía en su sitio. «Es inútil que trates de asustarme -pensé-, lo único que me da miedo de nuestra pelea es la derrota.»

Poco después llegaron los clamores desde la plaza y el grito unánime que da comienzo a la carrera de los Reyes: «¡Arrastrá!». Miré por la ventana: estaba atardeciendo. La escasa gente que había en el bar se asomó para ver pasar a los muñecotes. Manolo Guerín, mi mensajero, continuó en la barra puliéndose a solas una cerveza. Yo tampoco me moví de mi mesa. «¿Y si esta vez les da por no venir a la Trocha?», me asaltó aquel temor. «Pero vendrán, porque así lo querrá Dios.» Pasaron los monarcas (solo distinguí el vuelo de los mantos rojos), y la gente del bar, en su mayoría jubilados, aplaudió y jaleó a la comitiva. «Vienen bonitos este año», dijo uno. Tras los Reyes, la estampida negra de los Nobles, con su aspecto de tunos enlutados, corriendo calle abajo y golpeando los cristales de las ventanas al pasar. «¡Qué graciosos! -exclamó Joaquín-, ¿y por qué no se dan en las narices?» Hicieron el mismo ruido que una bandada de cuervos (era curioso: nunca se me había ocurrido aquella comparación a pesar de que llevaba viendo la misma fiesta desde mi infancia). Y después de los Nobles, la inmensa juventud del pueblo, los gritos agudísimos de las niñas, las suelas de los distintos zapatos al golpear la calle, el desorden de la alegría, ¡pero todo bajo el imparable compás de mi enemigo, golpes, gritos, risas, música, batir de palmas! «Ya viene la víctima al holocausto», pensé.

En ese instante penetró una tromba de carcajadas en la Trocha, y en medio, como llevada por porteadores, el espeso pelo bien peinado, un jersey de cuello de tortuga color rojo y vaqueros ceñidos, se hallaba Paz. A su alrededor el estrépito era tan fuerte que pensé que toda la cristalería de la barra se rompería con cuatro ruidos rítmicos.

Paz venía guapa y lista para morir.

El grupo se detuvo en la barra, le hicieron el pedido a Joaquín tras varios equívocos y nuevas risas, y se dedicaron a hablar entre ellos a voz en grito, como si estuviesen solos.

No era Paz la única chica esta vez: le daba la réplica una adolescente regordeta, feúcha, pintarrajeada y gritona. Pero era obvio que el centro de la atención seguía siendo la hija de Huertas.

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