'Todo se contagia muy fácilmente, de todo podemos ser convencidos, la razón puede dársenos siempre y todo puede contarse si se ve acompañado de su exaltación o su excusa o su atenuante o su mera representación, contar es una forma de generosidad, todo puede suceder y todo puede enunciarse y ser aceptado, de todo se puede salir impune, o aún es más, indemne. Nadie hace nada convencido de su injusticia, no al menos en el momento de hacerlo, contar tampoco, qué extraña misión o tarea es esa, lo que sucede no sucede del todo hasta que no se descubre, hasta que no se dice y se sabe, y mientras tanto es posible la conversión de los hechos en mero pensamiento y en mero recuerdo, en nada. Pero en realidad el que cuenta siempre cuenta más tarde, lo cual le permite añadir si quiere, para alejarse: "Pero he dado la espalda a mi antiguo yo, ya no soy lo que fui ni tampoco el que fui, no me conozco ni me reconozco. Y yo no lo busqué, yo no lo quise." Y a su vez el que escucha puede escuchar hasta el fin y aun así decir la que es siempre la mejor respuesta: "No sé, no me consta, ya veremos."'
– Creo que sí. ¿Qué pasó luego? -dije-. Debo irme yendo, voy a irme yendo.
Deán no se había movido desde hacía rato. Al preguntarle yo esto se ajustó el nudo de la corbata y empezó a bajarse con lentitud las mangas de la camisa, como si se preparara para ponerse una chaqueta y fuera a ser él quien se fuese. Era yo quien tenía que irme. 'Me voy a ir', pensé, `ya
he oído y no voy a olvidarme.'
– Me bajé en un semáforo ya lejos del accidente, en una zona con más tráfico. No quedaba ningún viajero en el autobús, lo vi de reojo durante el segundo en que el piso de abajo apareció ante mi vista, entre los últimos peldaños de la escalera y mi salto a la calle. Me quedé en la acera, seguramente el cobrador no se dio ni cuenta de que todavía se apeaba alguien en lugar indebido. Encontré sin dificultad un taxi y me fui al hotel, dejó de llover durante el trayecto, también amainó el viento y a mí se me había pasado la borrachera de los cocktails indios. Subí a mi habitación, no había habido recados, encendí la televisión y la miré unos minutos alternando canales, no entendía apenas lo que decían, así que me levanté de la cama y subí la ventana y me acodé en el alféizar y miré largo rato por ella a pesar del frío, no sé cuánto rato ('Mira Deán por su ventana de guillotina invernal a través de la oscuridad ya veterana de la noche de Londres, hacia los edificios de enfrente o hacia otras habitaciones del mismo hotel, la mayoría a oscuras, hacia el cuarto abuhardillado y con luz de una criada negra que se desviste tras la jornada quitándose cofia y zapatos y medias y delantal y uniforme y luego se lava la cara y las axilas en un lavabo, también él ve a una mujer medio vestida y medio desnuda, pero a diferencia de mí él no la ha tocado ni la ha abrazado ni tiene nada que ver con ella, que antes de acostarse se lava un poco por partes británicamente en el mísero lavabo de los cuartos ingleses cuyos ocupantes deben salir al pasillo para compartir la bañera con los demás del piso. Deán no la huele desde su ventana alejada y alta pero puede conocer ya su olor, quizá se cruzó con ella por ese pasillo o en las escaleras con sus pasos ya envenenados, el día anterior o esa tarde. Oye los timbrazos del teléfono de su habitación que resuenan y sobresaltan a través de la noche a esa empleada medio vestida y medio desnuda y la hacen tomar conciencia de que puede ser vista, da unos pasos en sostén y bragas hasta su ventana y la abre y se asoma un momento como para comprobar que al menos nadie está trepando por ella, y entonces la cierra y corre las cortinas con mucho cuidado, nadie debe verla en medio de su desolación o fatiga o abatimiento, ni medio vestida ni medio desnuda ni tampoco sentada a los pies de la cama con las mangas del uniforme vueltas enganchadas en las muñecas, quizá ya fue vista así sin que ella se diera cuenta mientras se peinaba el cabello y canturreaba algo irreconocible o su lamento fúnebre como una banshee todavía joven, el canturreo de la fatigada y calumniada muerte haciendo un vaticinio sobre el pasado, el paso del tiempo es descabezado. Todo esto no lo sé, no me consta, ya veremos o más bien nunca sabremos, Marta muerta no sabrá nunca qué fue de su marido en Londres aquella noche mientras ella agonizaba a mi lado, cuando él regrese con sus regalos no estará ella para escucharlo ni para recibirlos, para escuchar el relato que él haya decidido contarle, tal vez ficticio y muy distinto del que yo he escuchado. La muerta que lo frecuenta y acecha y lo revisita es otra, su muerta que mora en su pensamiento como habita la mía en el mío igual que un latido incesante en la vigilia o el sueño, su desdichada mujer y su desdichada amante mezcladas y alojadas ambas en nuestras cabezas a falta de lugares más confortables, debatiéndose contra su disolución y queriendo encarnarse en lo único que les resta para conservar la vigencia y el trato, la repetición o reverberación infinita de lo que una vez hicieron o de lo que tuvo lugar un día:
Íinfinita, pero cada vez más cansada y tenue. Y su muerta, como la mía, no habita en el pasado desde hace mucho ni fue poderosa ni una enemiga, pero su grado de irrealidad va en aumento'). Hasta que sonó el teléfono -dijo Deán-, y me dio la noticia. Habían pasado unas veinte horas. Hay cosas que uno debe saber en seguida para no andar por el mundo ni un solo minuto en una idea tan equivocada que el mundo es otro por ellas ('Vivir en el engaño es fácil y nuestra condición natural', volví a pensar, 'y en realidad eso no debería dolemos tanto: seguirás oyendo la voz de Vicente que afeita, seguirás tratándolo').
– Me voy a ir. -Y ahora lo dije. Había dicho esos verbos otra vez en esa casa, pero nunca el último. Nunca dije a nadie 'Me voy', nunca lo dije.
Mientras me ponía la bufanda y la gabardina junto a la entrada miré disimuladamente hacia el pasillo y hacia la puerta abierta de la habitación a oscuras del niño, no creía que Deán fuera a quedárselo. Tendría que llamar mañana a la que ahora era hermana mayor y menor, miré el reloj, no era demasiado tarde, tal vez estaría justificado llamarla esta misma noche al regresar a casa y dar un paso todavía inocente, al fin y al cabo yo podía ser el marido brumoso que aún no había llegado y que formaría parte de su mundo de vivos tan inconstantes. Y ese niño podría venir con nosotros, no creía que Deán fuera a quedárselo. En ese caso los aviones vendrían con él aunque hubieran pertenecido a su padre en la remota infancia, yo nunca tuve tantos, qué envidia, cazas y bombarderos de la Primera y Segunda Guerra Mundial mezclados, alguno de la de Corea y también alguno de nuestra guerra que atacó o defendió Madrid hace ya siglos. Cuando las cosas acaban ya tienen su número y el mundo depende entonces de sus relatores, pero por poco tiempo y no enteramente, nunca se sale de la sombra del todo, los otros nunca se acaban y siempre hay alguien para quien se encierra un misterio. Ese niño no sabrá nunca lo que ha sucedido, se lo ocultarán su padre y su tía y se lo ocultaré yo mismo y no tiene importancia porque tantas cosas suceden sin que nadie se entere ni las recuerde, o todo se olvida y prescribe. Y cuan poco va quedando de cada individuo en el tiempo inútil como la nieve resbaladiza, de qué poco hay constancia, y de ese poco tanto se calla, y de lo que no se calla se recuerda después tan sólo una mínima parte, y durante poco tiempo: mientras viajamos hacia nuestra difuminación lentamente para transitar tan sólo por la espalda o revés de ese tiempo, donde uno no puede seguir pensando ni se puede seguir despidiendo: 'Adiós risas y adiós agravios. No os veré más, ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos'.
Enero de 1994