Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Bebí de mi botella, fui a encender un cigarrillo pero se me había terminado el gas del mechero, busqué cerillas en mi dormitorio y desde allí oí de nuevo el teléfono, llegué a su lado a la vez que el contestador saltaba con mi voz, que dice: 'Esto es una voz grabada. Si quiere dejar un mensaje, hágalo por favor después de oír la señal. Muchas gracias'.

Eso es lo que oyó Deán antes de empezar a hablar, y dijo esto que quedó registrado: 'Soy Eduardo Deán. He hablado con Luisa y quiero hablar contigo ahora'. En seguida me di cuenta de que me tuteaba como cuando se siente superioridad de algún tipo o se es acreedor o se insulta, mentalmente sobre todo. 'Supongo que estás ahí agazapado, hace unos segundos estabas comunicando, tú verás si lo coges.' Hizo una pausa para darme tiempo a cogerlo y yo aproveché esa pausa, descolgué y dije ridiculamente:

– Sí, dígame, ¿quién es?

– Acabo de decírtelo -contestó la voz excepcionalmente grave y ya algo irritada, quizá se había irritado mientras yo comunicaba y él probaba a marcar varias veces, o llevaba más tiempo, sonó como si hubiera dicho 'Acabo de decírtelo, imbécil', no importaba que hubiera omitido lo último, sin duda no fue omitido por su pensamiento. Tal vez iba a seguir tratándome como a un asalariado, como a un subalterno, su voz al teléfono tenía más profundidad y peso que la de Vicente Mena su conyacente, era como los dedos sobre el contrabajo, conservaba el aplomo, su irritación muy controlada.

– Perdone, estaba en otra habitación y no he oído lo que haya podido decir hasta ahora a la máquina. ¿Quién es? -Quizá esta vez mentí mejor, se acercaba bastante la verdad a la mentira.

– Soy Eduardo Deán. He hablado con Luisa y quiero hablar contigo ahora. -Repitió lo mismo: quizá lo había estado ensayando un rato antes de marcar mi número-. ¿Podemos vernos mañana? -En realidad no fue una pregunta, más bien un comunicado: 'Podemos vernos mañana', como quien concede algo, no lo consulta ni pide.

– Ya. ¿A qué hora? Yo tengo un rato libre a última hora de la mañana, también después de comer, otro rato.

– Imposible -contestó él-, yo tengo trabajo todo el día. Mejor pásate por mi casa sobre las once de la noche, el niño ya estará acostado a esa hora. -Aquello eran órdenes sin el menor fingimiento, no me quedaba sino negarme u obedecerlas-. Ya conoces el piso -añadió.

– Está bien -dije obediente-. Hasta mañana.

Pero ya había colgado. Era todo lo contrario de lo que me había recomendado Luisa para el encuentro, estuve tentado de llamarla más tarde para informarla de nuestro fracaso y así hacerlo también suyo efectivamente, pero era mejor que yo no diera más pasos si no estaban del todo justificados (resulta ruin todo cortejo, sólo el disimulo de lo que no es más que instinto), prefería que los injustificados los diera ella.

Despedí el taxi en Conde de la Cimera, como la primera vez que me había desplazado hasta allí y a diferencia de la segunda, siempre de noche. Había llegado con un poco de antelación, las once menos diez, miré hacia arriba y vi encendidas las luces ya bien conocidas del salón y del dormitorio, la terraza iluminada desde el interior, preferí aguardar hasta la hora en punto no fuera a ser que Deán estuviera todavía acostando a Eugenio, aunque esa noche el niño no tenía por qué remolonear ni llevar a cabo su vigilancia, ya no tendría que volver a luchar contra el sueño por ninguna mujer hasta que fuese adulto, o adolescente al menos. Encendí un cigarrillo con mis cerillas y me acerqué hasta el portal, caminé ante el portal de un lado a otro con parsimonia, llevaba una semana preparándome para aquello, o llevaba más tiempo. Me había metido una raya de cocaína al salir de casa para estar más alerta, había dormido muy mal, no suelo tomar casi nunca pero le había pedido un cuarto de gramo a Ruibérriz en las carreras, casi siempre lleva ('¿Quieres un tirito?', me dice a veces), hay que hacer algo desusado cuando uno prevé una situación insólita o la ha previsto demasiado, justamente. No duraría el efecto, no estaría tan alerta al cabo de un rato, quizá cuando la conversación se hiciera más comprometida y más lo necesitara. Fumé entre la niebla, tiré la colilla al suelo de un papirotazo, me dispuse a llamar al portero automático y en ese momento vi llegar el ascensor, salieron de él dos figuras en la penumbra, encendieron la luz del portal y vinieron en mi dirección, no llamé, esperé a que la joven de los pasos graciosamente centrífugos y el guante beige me abriera tras apretar el timbre que a mí me había costado encontrar más entrada la noche muchas noches antes, la acompañaba el mismo hombre que ya no podía más y al que ella había mandado a la mierda, las palabras son casi siempre retóricas o excesivas o metafóricas y por lo tanto inexactas, él sí podía más y ella lo sostenía y lo consentía, seguían juntos, salían juntos mientras yo entraba, esta vez al revés, debía de ser la más móvil de los vecinos siempre arriba y abajo, a estas alturas ella me debía de tomar por un inquilino más del edificio, me reconoció y me dijo con naturalidad y su sonrisa 'Hola, buenas noches' y yo respondí 'Buenas noches', el hombre guapo no saludó hoy tampoco, un antipático o un distraído, quizá estaba todavía absorto en los besos que se habrían dado en la casa y aun a la espera del ascensor con la puerta abierta aunque ninguno de los dos se quedara esta vez y no se separaran y salieran juntos. Quizá pensaba en el lecho abusado del que salía y en el suyo intacto.

Subí y llamé al timbre y Deán me abrió rápidamente como si hubiera estado ansiando mi llegada y espiando los viajes del ascensor con el ojo en la mirilla. Estaba en mangas de camisa pero con corbata -un poco aflojada-, como el marido que ha vuelto del trabajo hace poco y sólo le ha dado tiempo a despojarse de la chaqueta. Si Marta hubiera vivido tal vez habría estado en la cocina con un delantal vaciando platos, pensé (yo la vi con uno), o trajinando sin cesar por la casa, él siguiéndola de una habitación a otra mientras le contaba o discutían o le preguntaba, no siempre he vivido solo. Me hizo pasar sin saludarme aunque me ofreció su mano izquierda y me dijo 'Siéntate' señalando el sofá en el que el niño como una hormiga había mirado sus vídeos de Tintín y Haddock y se había adormilado tras su largo combate por fin perdido, me preguntó qué quería tomar, le contesté que un whisky con hielo y agua si era posible. La casa no había cambiado, eso me pareció, los hombres nunca las cambian, no quise mirar con demasiada atención por pudor -para no recordarla o rememorarla allí mismo-, sobre la mesa en la que Marta y yo habíamos cenado tan lentamente había todavía un plato de postre vacío -la cucharilla atravesada y manchada- sobre un mantelito del tamaño de una servilleta grande: Deán aún tenía energía y ánimo para comer sentado lo que le dejaran listo la asistenta quejosa o sus cuñadas solícitas, yo casi nunca almuerzo ni ceno en casa, pero si alguna vez me hago algo me lo como de pie en la cocina y a toda prisa, un signo de debilidad y desánimo, es malo para el estómago. Retiró ese plato y el mantelito antes de servirme el whisky, yo no había comido más que un McPollo en un McDonald's, tengo menos carácter o mi asistenta es vaga y no tengo cuñadas, tampoco un niño que inspire lástima y me haga partícipe de lo que inspira. Deán regresó del office y me sirvió mi whisky, se arremangó la camisa -un gesto amenazador en principio, o lo era tradicionalmente-, se sirvió otro sin agua, no se sentó aún, se quedó de pie con el codo apoyado en un estante mirándome, hice por no rehuir sus ojos, todo esto había ocurrido en silencio, el silencio resulta admisible mientras alguno de los que lo guardan está haciendo cosas, aunque sea sacar una botella y unos vasos, sostenía el suyo en la mano. Desde la entrada mis ojos se habían ido involuntariamente hacia el pasillo, hacia la puerta abierta de la habitación del niño, estaría dormido soñando ahora el peso de su padre tan sólo y quizá el de sus tías jóvenes, el de la madre para siempre joven cada vez más tenue, su imagen más nebulosa. Deán me preguntó de pronto si quería quitarme la gabardina, aún la tenía puesta arrugando los faldones, eso me hizo abandonar toda esperanza -no sería cuestión de un momento-, se la entregué junto con la bufanda, salió y las colgó en el closet donde había estado ya esa bufanda y una vez mi abrigo, entonces hacía más frío, bastaba con la gabardina en estos días de niebla. Me acordé del salacot que reposaba en ese closet, Teobaldo Disegni de Túnez, estuve a punto de preguntarle de dónde lo había sacado, años treinta, me abstuve, un comentario así sería como tentar al diablo. Volvió al salón, se apoyó en el estante de nuevo, me miraba de la misma forma en que me había observado en el restaurante cuando yo aún no era nadie y los dos guardábamos también silencio, entonces era tolerable porque hablaban los otros, Luisa y Téllez. Me miró por tanto como si no tuviera para él secretos o acaso estaba midiéndome, seguramente trataba de verme ahora con los ojos vivos de Marta, trataba de averiguar dónde estaban mi atractivo o mi encanto, de comprender la busca y querencia de su mujer una noche. De momento no había desprecio ni furia ni burla, tampoco curiosidad exactamente, más bien penetración y aprehensión, como si estuviera captando o constatando algo y haciéndose cargo desde su gran altura, yo lo veía como un contrapicado en el cine, Orson Welles fue el maestro, los ojos tártaros de color cerveza expectantes e incrédulos que obligan a seguir hablando -pero yo todavía no había empezado- y alzado su mentón partido como aguardando respuesta, bien visibles las estrías o hilos o incisiones de su piel leñosa, futura corteza de árbol o ya iba siéndolo, o iba siendo un pupitre su rostro conminatorio.

55
{"b":"100407","o":1}