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– ¿Qué, cómo te ha salido? -me preguntó al tiempo que lo doblaba de mala manera y se lo guardaba en un bolsillo de la gabardina sin echarle el menor vistazo.

– Bah, igual que los de los otros, igual de aburrido e inane, nadie le hará ningún caso esta vez tampoco, cuando Only You lo suelte. Téllez me ha obligado a comportarme y a ser muy convencional, me ha atado corto, y la verdad es que tampoco ha tenido que cambiarme gran cosa, yo no me había atrevido a mucho. Ya sabes, el usufructuario del trabajo se te acaba imponiendo, o la imagen que tienes de él cuando es pública, a la hora de escribir no hay quien la mueva.

Había trabajado hasta el sábado, toda la semana con Téllez cada vez más excitado y tomándose más confianzas, visitándome, corrigiéndome, inspeccionándome, aconsejándome, pavoneándose como conocedor de la psique noble del usufructuario. Estaba indudablemente distraído esos días, tenía un proyecto entre manos, responsabilidades de Estado, un hombre más joven que venía por las mañanas y se ponía a sus órdenes. A veces me interrumpía para hablar de otras cosas, de las noticias del periódico mortuorio que examinaba con detenimiento, de la catastrófica situación del país saqueado, de las ridiculeces y vanidades de sus colegas más célebres. Se fumaba una pipa en mi compañía o me robaba unos cuantos cigarrillos, los sostenía inexpertamente entre el pulgar y el índice como si fueran un pincel o una tiza, daba chupadas medrosas, se congestionaba un poco al tragarse el humo, pero lo encajaba. Se iba un rato a moler café a la cocina y a media mañana me obligaba a hacer un alto, se servía un oporto y me ponía a mí otro, con la copita en la mano releía en voz alta nuestras páginas ya concluidas y dadas por buenas, con el vino elocuente marcaba el ritmo, añadía una coma o bien la sustituía por un punto y coma, tenía preferencia por este signo, 'ayuda a respirar', decía, 'e impide perder el hilo'. El teléfono casi nunca sonaba, nadie lo requería, nadie lo buscaba, sólo de vez en cuando le oía hablar con su hija o su nuera, pero era más bien él quien las llamaba al trabajo con pretextos varios. Su existencia era precaria. El último día, el sábado, le hice llegar estando yo allí un buen centro de flores de Bourguignon, no se habría contentado con menos. Lo envié sin tarjeta ni mensaje de ninguna clase, sabía que eso lo intrigaría durante varios días -hasta que se le marchitaran-, le ayudaría a no echarme de menos cuando concluyera mi tarea y no volviera a aparecer por la casa, ni el domingo ni el lunes ni el martes ni ningún otro día. La criada arcaizante lo introdujo en el salón con su celofán y su tiesto, lo depositó en la alfombra y Téllez se levantó en seguida para mirarlo atónito como si fuera una bestia desconocida.

– Ábralo -le dijo a la criada en el mismo tono en que los emperadores romanos le dirían a un siervo 'Pruébalo' ante un manjar quizá envenenado. Y una vez retirados celofán y criada (desapareció ésta doblando el envoltorio cuidadosamente, para su aprovechamiento) dio dos o tres vueltas alrededor del centro mirándolo con tanta expectación como desconfianza-. Flores anónimas -decía-, ¿quién demonios me mandará a mí flores? Vuelva usted a mirar, Víctor, ¿seguro que no hay tarjeta por ningún lado? Mire bien entre los tallos. De lo más extraño, de lo más extraño. -Y se rascaba el mentón con la boquilla de la pipa apagada mientras yo buscaba tirado en el suelo lo que sabía que no hallaríamos. Las señaló con el índice como yo le había visto señalar su zapato en el cementerio, el pulgar de la otra mano colgado de la axila como si fuera una fusta. Iba a decir algo, pero estaba demasiado desconcertado, estaba entusiasmado. No se acercó a las flores en ningún momento, se sentó por fin muy pesadamente con su cuerpo bamboleante, las miraba sobre la alfombra como un prodigio, avanzando el tórax, su rostro como una gárgola-. No es mi cumpleaños, no es mi santo ni el aniversario de nada que yo recuerde -dijo-. Tampoco pueden ser de la Casa, aún no hemos entregado el discurso. A ver qué opinan Marta y Luisa, quizá se les ocurra algo, voy a llamar a Marta a contárselo, a veces no tiene clase hasta por la tarde y además hoy es sábado, seguramente estará en casa. -Llegó a hacer el ademán de levantarse para ir hasta el teléfono, pero lo interrumpió en el acto, volvió a dejarse caer sobre el sillón y reclinó la nuca sobre el respaldo como si una ola enorme lo hubiera aturdido o hubiera tenido una revelación que lo dejaba exhausto. O quizá es que se le nubló la vista y tuvo que alzarla para impedirlo. Se dio cuenta en seguida y se disculpó conmigo, no hacía falta-: No crea que estoy tan loco o desmemoriado -me dijo-, es sólo que cuesta acostumbrarse, ¿verdad? Cuesta comprender que ya no exista quien ha existido. -Se paró y añadió luego-: No sé por qué yo sigo existiendo cuando se han ido tantos. -No se permitió más. Se puso en pie de nuevo apoyándose mucho en los brazos del sillón para tomar impulso y dio una vuelta más en torno al centro de flores con pasos cautos. Siempre estaba vestido perfectamente en su casa, como si fuera a salir aunque no fuera a hacerlo, con corbata y chaleco y chaqueta y sin otro calzado que sus zapatos de calle, una mañana le había oído despotricar contra los pantalones de chándal tan repugnantes. 'No comprendo cómo los políticos se dejan retratar de esta guisa', había dicho. 'Más aún: no sé cómo se atreven a ponerse de esta guisa, aunque no fuera a verlos nadie. Y en verano van sin calcetines los muy groseros, es increíble el mal gusto.' Era pulcro y galano, tenía algo de mueble antiguo bien acabado y un poco ornado. Se llevó la pipa a la boca y añadió-: En fin, estas misteriosas flores, habrá que hacer investigaciones, tengo que agradecerlas. Volvamos al trabajo o no terminaremos hoy, amigo Víctor, y no me gusta incumplir promesas. -Y cogiéndome del brazo me condujo de vuelta al estudio contiguo lleno de libros y cuadros y abigarrado y aún vivo, donde yo estaba ya a punto de cerrar mi máquina portátil abierta durante una semana. No llamó a Luisa en aquel instante, lo haría más tarde, como a otras personas con un buen pretexto. Pensé que por lo menos tenía motivo para llegar hasta el lunes, iría a Palacio a entregar nuestra obra no perdurable, suya y mía y del Único y del nombre Ruibérriz, aunque probablemente allí no lo recibirían más que Seguróla y Segarra, el Solo no está disponible tan a menudo. Las existencias precarias dependen del día a día, o quizá son todas. Podría hacer conjeturas sobre las flores durante algunos más, la semana entera con suerte.

La tercera prueba tampoco tenía interés, hasta ahora no habíamos ganado nada, los boletos rasgados con saña y tirados con desdén al suelo, y eso que Ruibérriz nunca se va de vacío de ningún juego. Me estaba contando indecencias curiosas sobre la incauta donjuanizada que le satisfacía en la actualidad sus caprichos mientras mirábamos desfilar por el paddock a los caballos de esa nueva carrera -también en círculo, como en el tiovivo- cuando él se volvió al escuchar su nombre completo precedido de la palabra 'señor' (hasta entonces, de nuestros conocidos, sólo habíamos visto al almirante Almira con su apellido predestinado y a su mujer tan hermosa, ni siquiera al filósofo de barba y gafas que nunca falta, lo habría retenido la niebla o llegaría para la quinta). Se volvió, nos volvimos, él puso cara de no reconocer a la mujer de quien había partido el grito y que se acercó a mí sin vacilaciones con la mano extendida, llamándome por su nombre de manera absurda, 'señor Ruibérriz de Torres' resulta demasiado largo. Era la señorita Anita tan devota de Solus, acompañada de una amiga de su misma estatura y porte. Las dos se habían puesto sombrero como si estuvieran en Ascot, es raro ver hoy en día sombreros, quedaban un poco chuscas, noté que a Ruibérriz no le agradaba el detalle; pero le interesan todas las féminas en principio, como a mí más o menos, en eso no nos diferenciamos aunque sí en el tratamiento y los métodos. Yo me desintereso antes.

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