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Me pregunté si ahora me decía la verdad, poco antes había comentado que ella y Marta se lo contaban casi todo, quizá era la propia Marta quien no tenía constancia de nada y por eso había callado ante su hermana, más vale callar mientras aún se puede decir lo que es siempre la mejor respuesta: 'No sé, no me consta, ya veremos', la consolación de la incertidumbre que también es retrospectiva. Le di su vaso de whisky, yo me serví una grappa. No parecía mentirosa, pero podía ser discreta.

– Salud -dije, y entonces tuve el valor para pedirle algo, para hacerla mi aliada aún más de lo que la había hecho, no hay nada como pedir favores para ganarse a la gente, a casi todo el mundo le agrada prestarlos. Era una petición sensata y justificable, pero no tenía por qué concedérmela, aún Luisa Téllez no tenía por qué concederme nada-. ¿Me harías el favor de no hablarle a Deán de mí hasta que haya terminado el trabajo para tu padre? Será sólo esta semana. ¿Podrías esperar a la próxima como si no me hubieras conocido hasta entonces? Por favor. Preferiría cumplir con lo que se me ha encargado, además voy a medias con un socio, y si Deán me descubre será difícil que cumpla. Tal vez querría impedirlo, sería capaz de contárselo a tu padre, para alejarme de él, de todos, de Marta.

Luisa bebió un poco, sonaron los hielos, dio un paso adelante, apoyó la mano izquierda en la mesa del office, sonó su pulsera, en la derecha sostenía el vaso, dijo:

– ¿Qué hora es?

Llevaba reloj en esa mano como una zurda, era una pregunta retórica para ganar tiempo, o quizá temía volcar el vaso si giraba la muñeca para mirarlo.

– La una, casi -contesté. Estuve a punto de derramar mi grappa.

– Es tarde. Voy a irme yendo. -'Tres veces el mismo verbo', pensé, 'cómo matizan también nuestras lenguas, como las antiguas. "Voy a irme yendo" indica que no se va todavía, va a esperar todavía un poco, por lo menos hasta que se beba la mitad de su whisky, aunque se lo beberá muy rápido, le ha vuelto a entrar prisa porque le he pedido algo y no querrá arriesgarse a que le pida más cosas. Dentro de un rato dirá "Voy a irme" y aún más tarde dirá "Me voy", y sólo entonces se irá de veras.' Volvimos al salón por iniciativa mía, yo di los pasos, ella me siguió como si fuera mi cónyuge y no una desconocida. Se quedó de pie, curioseando mis libros y vídeos mientras bebía a sorbos veloces. Se había ensombrecido, la cinta o yo mismo la habíamos ensombrecido. Me daba la espalda.

– ¿Esperarás?

Se volvió, me miró de frente, había rehuido mis ojos desde que me había preguntado la hora, ahora ya pintada en los suyos la cara del otro, la mía.

– Sí, claro, puedo esperar -contestó-. Pero no tengas una idea equivocada, no creo que Eduardo quiera partirte la cara o algo por el estilo. No a nuestra edad, no a estas alturas.

– ¿Ah, no? -pregunté yo ingenuamente, quizá con algo de decepción: la tensión rebajada, el recordatorio de que no éramos jóvenes-. ¿Y qué quiere entonces? ¿Por qué está tan dispuesto a encontrarme? ¿Qué quiere? ¿Saber? En ese caso podrías contárselo tú todo, lo que ya te he contado.

– Se lo contaré, se lo contaré, descuida -dijo Luisa pacientemente-, te ahorraré la repetición inicial si quieres, cuando le hable de ti el lunes si te parece, no quisiera ocultárselo durante más tiempo del imprescindible. Comprendo que para ti no es fácil. -Era comprensiva conmigo, me daba más de lo que le pedía.

– El lunes está bien. No puedo entregar mi trabajo más tarde de ese día, bueno, lo llevará tu padre, así que habré terminado seguro. Te lo agradezco mucho. ¿Pero qué quiere entonces? ¿Para qué me busca? -volví a preguntar-. Creo que más que saber quiere contarte algo. No sé lo que es porque a mí no me lo ha contado. Pero ha repetido más de una vez que quiere encontrar al hombre que estuvo esa noche con Marta para que se entere de algunas cosas. Quiere que sepas algunas cosas, no sé cuáles. Escucha, me voy a ir, estoy cansada. Ya te dirá él lo que quiere.

'Ah', pensé, 'también él quiere contar. También él está cansado, su sombra también lo fatiga.'

– Anota mi número -dije-. Puedes dárselo a partir del lunes si quieres, así no tendrá que buscarlo ni pedírselo a tu padre. -Se lo anoté yo mismo en un papelito adhesivo de color amarillo, también yo tengo ahora cuadernillos de esos junto al teléfono, los hay en casi todas las casas.

Luisa cogió el papel y se lo guardó en un bolsillo. Ahora sí parecía en verdad abatida, le había sobrevenido la pesadumbre del día entero, debía de estar muy harta de todo, de su padre, del niño, de Deán, de mí, de su propia hermana viva y muerta. Se sentó en mi sillón de nuevo con su vaso en la mano derecha, como si le faltaran fuerzas para seguir de pie. Con la otra mano se tapó la cara como en el cementerio, aunque ahora no lloraba: como a veces hacen quienes están horrorizados o sienten vergüenza y no quieren ver o ser vistos. No pude evitar fijarme en sus labios -esos labios-, que la mano no cubría. Aún no dijo 'Me voy', aún no lo dijo.

Trabajé junto a Téllez el resto de la semana y el domingo me fui con Ruibérriz de Torres a las carreras, pensé que ahora ya podía premiarlo por sus gestiones, saldar mi deuda con él y contarle lo que me había ocurrido con una desconocida más de un mes antes, a él le divertiría la historia, meramente le divertiría, en cierto sentido la envidiaría: de ser suyo el relato lo habría proclamado a los cuatro vientos desde el principio y habría sido una narración a mitad de camino entre lo macabro y jocoso, lo bufo y lo tenebroso, la muerte horrible y la muerte ridicula, lo que al suceder no es grosero ni elevado ni gracioso ni triste puede ser cualquiera de estas cosas cuando se cuenta, el mundo depende de sus relatores y también de los que oyen el cuento y lo condicionan a veces, yo mismo no me habría atrevido a contarle el mío a Ruibérriz de manera distinta de la que empleé mientras transcurrían las dos primeras carreras de poca monta, es decir, en tono tenebroso y jocoso, interrumpiéndonos sin problemas para observar las rectas finales con nuestros prismáticos, yendo de las gradas al paddock y del paddock al bar y de allí a las apuestas y de nuevo a las gradas, nada se cuenta dos veces de la misma forma ni con las mismas palabras, ni siquiera el relator es único para todas las veces, aunque sea el mismo. Se lo conté distraídamente y también con aspaviento para que lo apreciara, se lo conté en dos patadas, a Ruibérriz no podía contarle un encantamiento. 'No jodas', decía de vez en cuando, '¿la tía se te quedó en el sitio?' Sí, para él era eso y no podía ser otra cosa, la tía se me había quedado en el sitio. 'Y encima no llegaste a mojar, hay que joderse', dijo un poco divertido por mi mala pata. Y era verdad que no había mojado, y quizá era mala pata. '¿Y era hija de Téllez Orati? No jodas', dijo también, recuerdo. Él me fue escuchando con una mezcla de hilaridad y estremecimiento, como cuando leemos en los periódicos sobre la desgracia inevitablemente risible de alguien desconocido que muere en calcetines o en la peluquería con un gran babero, en un prostíbulo o en el dentista, o comiendo pescado y atravesado por una espina como los niños cuya madre no está para meterles un dedo y salvarlos, la muerte como representación o como espectáculo del que se da noticia, así hablé yo de mi muerta caminando por el hipódromo al que tanto había acudido Téllez cuando no era tan viejo, ante las taquillas de apuestas y en el bar y en el paddock y de pie en las gradas con prismáticos ante los ojos, los caballos cada vez más envueltos en una niebla creciente, fue un mes de niebla en Madrid a casi todas horas como no había habido en el siglo, hubo más accidentes de tráfico y retrasos en el aeropuerto, los caballos corrían como si no tuvieran patas, veíamos pasar sus cuerpos y espectrales cabezas disputándose la llegada como si fueran piezas de los tiovivos de nuestra infancia, no tenían patas nuestros primeros caballos sino una barra longitudinal que los atravesaba, y a ella nos agarrábamos mientras cabalgábamos en círculo sin movernos del sitio, cada vez más de prisa como en una carrera sobre el turf o la hierba, cada vez con más vértigo hasta que se rayaba la música y nos desaceleraban. El mes recién comenzado traía nieblas, el anterior había traído tormentas. Ruibérriz llevaba una gabardina con el cinturón fuertemente anudado como las llevan los presumidos, yo llevaba la mía suelta, los dos con rígidos guantes de cuero, parecíamos dos guardaespaldas. En ningún momento él borraba el estallido de su dentadura, mostraba la parte interior de sus labios al volver el superior hacia arriba con su risa disoluta, miraba displicentemente las primeras pruebas sin importancia, oteaba a su alrededor en busca de presas o de conocidos a los que saludar o sacar algo, también mientras yo le contaba, se había echado mucha colonia. No le conté lo último, no le hablé de la hermana ni de lo que preveía, mi deuda quedaba saldada con la narración de la muerte y del polvo que no llegó a serlo. Luego le comuniqué que había terminado el discurso el día anterior, le entregué una copia, al fin y al cabo él participaría de la exigua ganancia, estaba por ver cuándo cobraríamos, yo había actuado en su nombre.

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