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– Si aún no ha llegado tendré que esperarle -me dijo Luisa ante el portal conocido de Conde de la Cimera-. No hay nadie más arriba.

– Yo te espero en la cafetería de ahí atrás, lo que haga falta -dije, y señalé vagamente hacia el establecimiento de nombre rusófilo que había a la espalda del edificio exento, en los bajos, un sitio que en verano tendría terraza. También había una tintorería, creo, o quizá era una papelería, o ambas.

– ¿Y si quiere que charlemos un rato? Puede que quiera desahogarse un poco conmigo después de lo de mi padre, ya has visto.

– Te esperaré lo que haga falta.

Iba a meterse ya en el portal con el niño cuando se dio media vuelta -el tacón ladeado, el suelo aún mojado- y añadió pensativa:

– Te das cuenta de que antes o después tendré que hablarle de ti.

– Pero no ahora, ¿verdad? -dije yo.

– No, no ahora. Podría querer bajar a buscarte -dijo ella-. Procuraré no tardar, le diré que tengo quehacer en casa.

– También puedes decirle la verdad, que tienes una cita a las ocho y media, pongamos. -Y miré el reloj.

Ella miró el suyo y contestó:

– Pongamos.

Esperé en aquella cafetería desde la cual no podía ver a Deán si llegaba ni él podría verme a mí esperando -estaba a la espalda- a menos que entrara a tomarse algo antes de subir o a comprar tabaco, era improbable. Esperé. Esperé, echando ahora en falta un buen artículo de demonología y fútbol que llevarme a los ojos, y a las nueve menos cuarto vi aparecer a Luisa Téllez aún con su bolsa que contenía la camiseta o la falda, la había esperado más de una hora, mucho habría charlado o Deán habría llegado tarde. En ningún momento se me había ocurrido que fuera a fallarme, tampoco que se presentara con Deán sin previo aviso: le hablaría de mí pero no ahora; yo la creía. Cuando la vi me sentí de repente cansado, la tensión perdida, dos cervezas, llevaba todo el día fuera, no había pasado por casa, no había oído mi contestador ni visto el correo, a la mañana siguiente me tendría que levantar temprano para ir a casa de Téllez y seguir escribiendo lo que Only You debería soltar pronto en público como si fuera su pensamiento en el que nadie cree. Deseé que aquella no fuera otra noche larga, para todo habría tiempo, no una noche como la de Marta Téllez ni como la de la puta Victoria y Celia, mi cabeza ha decidido retrospectivamente que no eran la misma: noches absurdas, siniestras, inacabables. Celia está a punto de casarse de nuevo y poner su vida en orden.

– Bien, ¿dónde vamos? -me preguntó Luisa. Ya era noche oscura. Me había quedado en la barra como si fuera Ruibérriz.

– ¿Te parece que vayamos a mi casa? -dije yo. En aquel momento me quería cambiar de zapatos y calcetines más que nada en el mundo.- Quisiera cambiarme de zapatos. -Lo dije, y se los mostré. Les habían salido manchas blanquecinas al secarse, sobre todo al derecho, como si fueran de polvo o más bien de cal. Los suyos estaban intactos, había caminado tanto como yo, y por las mismas calles. Ante la duda en su rostro añadí-: También tengo la cinta del contestador de Marta, no sé si sería buena idea que la escucharas.

– Te llevaste tú la cinta -dijo tocándose con dos dedos los labios-. No sabía si Marta se habría deshecho de ella, no quise rebuscar en la basura la primera noche, la verdad es que la cerré y la saqué para que tampoco tuviera la tentación Eduardo cuando llegara, además ya olía. ¿Y el teléfono y sus señas, también te los llevaste tú? ¿Por qué motivo?

– Vamos a alguna parte y te contestaré a todo eso. -Pero ya le contesté a algo, porque dije también en seguida-: Las señas me las llevé sin darme cuenta, iba a copiarlas y no las copié, pensé que quizá debía llamarlo a Londres, luego no me atreví y no lo hice. Mira, aquí las tengo todavía. -Saqué la cartera y le enseñé el papel amarillo que Marta no se había echado al bolso ni había perdido en la calle, tampoco se había volado con la ventana abierta ni lo habían barrido los barrenderos del suelo. Luisa no lo miró, ya no le interesaba verlo o lo dio por bueno, sabía lo que ponía-. Anda, vamos un momento a mi casa. Luego salimos a cenar un poco si quieres.

– No, vamos a cenar primero, no quiero meterme en la casa de alguien a quien no conozco.

– Como prefieras -dije yo-. Pero recuerda que es tu propio padre quien nos ha presentado. -Ella estuvo a punto de sonreír de nuevo, se contuvo, aún tenía que ser firme y severa.

Fuimos a Nicolás, un restaurante pequeño en el que me conocen, así vería que no siempre mi comportamiento era huidizo o clandestino, allí los dueños me llaman Víctor y las camareras señor Francés, allí tengo nombres además de rostro. Y allí pude contar por fin, contesté a sus preguntas y le conté otras cosas sobre las que no me las hizo ni podía hacérmelas, seguramente era sólo eso lo que yo perseguía, salir de la penumbra y dejar de guardar un secreto y encerrar un misterio, tal vez yo tenga asimismo a veces deseos de claridad y probablemente también de armonía. Conté. Conté. Y al contar no tuve la sensación de salir de mi encantamiento del que aún no he salido ni quizá nunca salga, pero sí de empezar a mezclarlo con otro menos tenaz y más benigno. El que cuenta suele saber explicar bien las cosas y sabe explicarse, contar es lo mismo que convencer o hacerse entender o hacer ver y así todo puede ser comprendido, hasta lo más infame, todo perdonado cuando hay algo que perdonar, todo pasado por alto o asimilado y aun compadecido, esto ocurrió y hay que convivir con ello una vez que sabemos que fue, buscarle un lugar en nuestra conciencia y en nuestra memoria que no nos impida seguir viviendo porque sucediera y porque lo sepamos. Lo acontecido es por eso mucho menos grave siempre que los temores y las hipótesis, las conjeturas y las figuraciones y los malos sueños, que en realidad no incorporamos a nuestro conocimiento sino que descartamos tras padecerlos o considerarlos momentáneamente y por eso siguen horrorizando a diferencia de los sucesos, que se hacen más leves por su propia naturaleza, es decir, justamente por ser hechos: puesto que esto ha ocurrido y lo sé y es irreversible, nos decimos respecto a ellos, debo explicármelo y hacerlo mío o hacer que me lo explique alguien, y lo mejor sería que me lo contase precisamente quien se encargó de hacerlo, porque es él quien sabe. Pero hasta puede uno caer en gracia si cuenta, ese es el peligro. La fuerza de la representación, supongo: por eso hay acusados, por eso hay enemigos a los que se asesina o ejecuta o lincha sin dejarlos decir palabra -por eso hay amigos a los que se destierra y se dice: 'No te conozco', o no se contesta a sus cartas-, para que no se expliquen y puedan de pronto caer en gracia, al hablar me calumnian y es mejor que no hablen, aunque al callar no me defiendan. Y luego pregunté yo a mi vez, no mucho, unas cuantas cosas, curiosidad tan sólo, quién y cuándo llegó a la casa y descubrió lo que yo había silenciado en la noche, cuánto rato estuvo a solas el niño, cuándo y cómo dieron con Deán en Londres y cuánto tiempo estuvo él sin saberlo desde que el hecho ocurrió y pudo haberlo sabido, cuántos minutos permaneció equivocado, cuánto de su tiempo quedó convertido en algo extraño, flotante o ficticio como una película empezada en la televisión o en los cines de antaño, cuánto pasó a pertenecer al limbo. Y Luisa me fue contestando sin mezquindad ni recelo -para entonces ya tenía pocos, yo me había explicado y le había hecho ver, me había hecho comprender e incluso tal vez perdonar si había algo que perdonarme (dejar solo al niño, pero peor habría sido llevármelo, eso le dije: como un secuestro); y me había hecho compadecer sin duda-. El niño sólo había pasado la mañana solo, desde la hora en que se despertara hasta la llegada de la asistenta con llave que solía limpiar y prepararles algo de comida a él y a Marta y al marido cuando éste almorzaba en casa, y luego se quedaba durante las horas en que la madre iba a la facultad a sus clases -la misma en que yo estudié, matutino o vespertino su turno, según los días-. No parecía haberse dado cuenta ese niño de la muerte de Marta porque no se puede reconocer lo que no se conoce antes y él no sabía lo que era la muerte, seguía sin saberlo de hecho y habría tenido que asociar al sueño el cuerpo inmóvil e indiferente a sus llamadas y peticiones, recurrir a esa imagen dormida para explicárselo aquella mañana. Debía de haber trepado a la cama de matrimonio, debía de haber destapado a su madre en la medida de sus fuerzas contra la pesada colcha y las sábanas, la habría tocado, habrían ido sus manos a todas partes, quizá la habría pegado porque los niños pequeños pegan cuando se enfadan (a ellos no debe tenérselo en cuenta) y Marta aún seguiría pareciéndose a Marta. No se sabe si lloró o gritó furioso durante largo rato sin que nadie lo oyera o prefiriera no oírlo, lo cierto es que debió de cansarse y debió entrarle hambre, comió del plato ecléctico que yo le había improvisado y bebió del zumo, luego se puso a ver la televisión, no la del salón que yo le había dejado encendida con Campanadas a medianoche en el momento de irme sino la del dormitorio que no apagué tampoco cuando aún vagaban por ella MacMurray y Stanwyck hablando en subtítulos o por escrito, es de suponer que prefería estar cerca de su madre dormida, aún no abandonada la esperanza de que despertase. Así lo encontró la asistenta más tarde del mediodía, echado a los pies de la cama junto a su madre inerte y zarandeada, mirando sin sonido el programa que el azar le hubiera brindado entonces, algo infantil si hubo suerte. Esa asistenta no supo qué hacer durante unos minutos -las manos en la cabeza cubierta por el sombrero con alfiler que aún no se había quitado tras llegar de la calle, el abrigo todavía puesto, como un relámpago en su pensamiento la maldición al desorden al que tendría que poner remedio-, ella no sabía que Deán estuviera en Londres como no había recordado Marta su viaje el día anterior hasta ya muy tarde, llamó a la oficina y no pudo hablar con Ferrán sino histéricamente con su secretaria que comprendió poco o nada, luego buscó el teléfono de la hermana, de Luisa, que fue quien primero llegó jadeante a Conde de la Cimera en un taxi, diez minutos después se presentó el compañero o socio de la oficina, había venido para aclararse algo tras el mensaje inconexo de la asistenta aciaga transmitido por su secretaria. Buscaron las señas y el número londinenses en vano, llamaron a un médico conocido y mientras éste examinaba el cadáver y avisaba para su levantamiento -no pregunté la causa porque eso sigue sin importarme y la vida es única y frágil, quién sabe, una embolia cerebral, un ictus, un infarto de miocardio, un aneurisma disecante de aorta, las cápsulas suprarrenales destruidas por meningococos, una sobredosis de algo, una hemorragia interna debida al topetazo de un coche unos días antes, cualquier mal que mata rápidamente sin paciencia y sin titubeos ni resistencia por parte de la muerta que muere en mis brazos como si fuera una niña dócil que no se opone-, Ferrán se quedó acompañándolo y Luisa se llevó al niño a la casa de su hermano Guillermo -sacarlo ya de allí cuanto antes, que empezara a olvidar y no preguntara- para luego ir a ver a su padre y comunicárselo personalmente, a la asistenta se le pidió que esperara pero que no tocara ni tirara aún nada, tenían que seguir buscando las señas de Deán en Londres -aceptó la asistenta, pero se quedó renegando del tiempo que perdía inactiva en la cocina, el traje de faena ya puesto, luego querrían que le diera al tajo con prisas cuando ya no fueran horas-. Luisa acompañó a Téllez a la casa de María Fernández Vera en cuanto el padre pudo levantarse del sillón sobre el que se desplomó o más bien se hundió puesto que ya estaba sentado -el rostro escondido en las moteadas manos buscando refugio- y en cuanto se hubo bebido el whisky que le sirvió su hija aunque aún era por la mañana como lo es en Madrid todo el tiempo hasta que se almuerza: probablemente al salir le anudó bien los cordones para que no tuviera más traspiés de los que ya presagiaban sus piernas debilitadas por la noticia, caminaría como sobre la nieve, emergiendo y hundiéndose a cada paso con sus pies tan pequeños de bailarín retirado. Mientras ella iba a casa del padre María Fernández Vera, que lagrimeaba y abrazaba sin cesar al niño desde que se lo habían traído, liberó un momento una mano para llamar a su marido al trabajo, y él y Luisa volvieron juntos a Conde de la Cimera (o Guillermo sólo fue y volvió Luisa), donde ya se había personado otro médico forense con patillas impropias que levantó acta de defunción -compensar la calvicie- y el compañero Ferrán había desaparecido: muy tocado según la asistenta, se había bajado a la cafetería rusófila a tomarse unos vermuts o unas cervezas. Luisa fue a recogerlo, y a partir de entonces se reanudó con ahínco la doble búsqueda, material del papel con el número y señas de Deán en Londres a cargo de Luisa y Guillermo y de la asistenta, telefónica a cargo del socio, que intentaba localizar a los negociantes ingleses con los que se suponía que iba a estar en contacto Deán durante su estancia. Pero Ferrán no hablaba apenas la lengua, era Deán quien se manejaba y por eso viajaba, con unos negociantes no logró dar y creyó entender que el único con el que sí pudo hablar no había recibido aún noticias de su compañero, ignoraba que se encontrara en Londres. También empezaron las otras llamadas a unas cuantas personas íntimas, había que ocultar la forma y las circunstancias al mayor número de gente posible -no la causa-, lo mejor era avisar a muy poca para limitar al máximo las preguntas. Aun así la casa se fue llenando de parientes y vecinos y amigos y algún aficionado a estas situaciones que va a abrazar a la familia, un buitre -sin duda también la joven del guante beige, pero no pregunté por ella-, apareció un juez con barba y por fin el cadáver fue trasladado hasta el tanatorio. Algunos se fueron con él, entre ellos Guillermo y luego María Fernández Vera cuando Luisa pudo volver a su casa a recoger al padre y al niño y librar a éste de los abrazos, dejó a Téllez de vuelta en la suya con un calmante, pasó por la suya propia a coger unas cuantas cosas y regresó, ya sola con Eugenio muerto de sueño, a Conde de la Cimera sobre las once de la noche por tercera vez en la jornada: fue ella a dormir allí en vez de trasladar al niño en la creencia de que es mejor que los que viven en la casa del muerto continúen durmiendo e instalados allí desde la primera noche, de lo contrario es frecuente que no quieran regresar más adelante, que no quieran volver ya nunca; y esa creencia la compartía su padre, más experimentado, al que consultó al respecto. La asistenta se había ido de muy mal humor según el portero, sin que nadie le hubiera dado ninguna orden ni le hubiera hecho caso -sólo Luisa le había pedido que le prestara su llave-, era de esperar que aun así se presentara al día siguiente a limpiar y arreglar el desbarajuste, se mostrara comprensiva. Luisa acostó al niño exhausto en su cuarto -lo único que permanecía intacto, nadie tocó los aviones aunque todos curiosearon al pasar por delante de la puerta abierta-, chupete y conejo como de costumbre, se tomó un calmante también ella. Cerró y sacó la basura o eso lo hizo más tarde, buscó ya sin esperanza y superficialmente las señas inencontrables mientras ponía un poco de orden, cambió las sábanas de la cama de Marta, nadie se había ocupado de ello, la asistenta carecía de iniciativa. Se echó y entonces se preguntó por mí cuando aún no sabía que yo era yo, recordó lo que Marta le había dicho en su contestador hacía algo más de veinticuatro horas ('He quedado con un tipo al que apenas conozco y que me resulta atractivo, lo conocí en un cocktail y quedé a tomar café otro día, está muy relacionado con todo tipo de gente, está divorciado, se dedica a escribir guiones entre otras cosas y va a venir a cenar a casa; Eduardo está en Londres, no estoy segura de lo que va a pasar pero puede que pase y estoy nerviosa'); no le había mencionado el nombre, ningún nombre, mi nombre. Pensó en su hermana, largo rato pensó en la hermana sobre la cama de ésta y en su dormitorio sin comprender lo ocurrido, su difuminación tan súbita, como si de pronto no pudiera diferenciar entre la vida y la muerte, no supiera la diferencia entre alguien a quien no se ve en el momento y alguien a quien ya no va a verse aunque se quiera (a nadie lo vemos a cada instante, sólo a nosotros mismos, y parcialmente, nuestros brazos y manos y también las piernas). 'No sé por qué yo estoy viva y ella está muerta, no sé en qué consiste lo uno y lo otro. Ahora no entiendo bien esos términos.' Eso pensó, o lo pensé yo por ella mientras me contaba. Encendió la televisión, no podría dormirse durante bastante tiempo aunque estaba agotada por el ajetreo y la calamidad y la pena, ni siquiera se molestó en intentarlo, aún era muy temprano para sus horarios, ni siquiera se molestó en desvestirse. Pasadas las doce sonó el teléfono y se alarmó al oírlo, fue entonces cuando reparó en que faltaba la cinta del contestador automático, o inmediatamente después al ver que estaba puesto y sin embargo no se activaba sino que seguía sonando; descolgó angustiada, deseando y temiendo que fuera Deán desde Londres que hacía una llamada rutinaria a su casa sin saber nada: era Ferrán, había logrado hablar con uno de sus negociantes y éste le había dicho por fin el nombre del hotel perdido, Wilbraham Hotel el nombre. El no quería llamar, no se atrevía, habían transcurrido demasiadas horas para comunicarle lo sucedido a su amigo en frío, él estaba ya frío. 'Yo lo haré', le dijo Luisa, 'pero seguro que luego querrá él llamarte, cuando sepa que tú llegaste después de mí y viste también a Marta como la viste.' 'Bien, eso es otra cosa, si quiere hablar conmigo', respondió Ferrán, 'de lo que no me siento capaz es de darle yo la noticia ahora, así, por teléfono. ¿Vas a contarle que no estuvo sola?' 'Si puedo, esperaré a que esté aquí para decírselo, pero no creo que pueda, me interrogará, querrá saber en seguida detalles, cómo ocurrió todo y por qué ella no le llamó en cuanto se sintió indispuesta. Ya se ha dado cuenta demasiada gente para ocultárselo, tendrá que saberlo, es mejor que lo sepa.' Y llamó entonces Luisa al hotel encontrado sin esperar ya más (no le pregunté si preguntó por Mr Deán o Diin o Mr Ballesteros), de modo que él ya sabía cuando yo marqué su número alrededor de la una de la madrugada en un teléfono público y colgué sin hablar tras oír en su voz el equivalente en inglés de '¿Diga?' Acababa de saberlo por Luisa y se lo había confirmado su socio, y unas veinte horas de su tiempo tenían que ser corregidas o anuladas o recontadas ahora, unas veinte horas de su estancia en Londres tuvieron que convertírsele en algo extraño, flotante o ficticio como lo serán para mí las imágenes que guardo de MacMurray y Stanwyck el día que vea entera su película con subtítulos, o para Only the Lonely lo será la parte que vio de Campanadas a medianoche en su insomnio cuando se la presten en vídeo, si la señorita Anita se ocupa de conseguírsela. O aquellas otras escenas de pilotos de Spitfires y de fantasmas y reyes que yo había visto otra noche hacía dos años y medio, aún no he vuelto a pillar ninguna de esas dos películas que se simultaneaban, aún no sé a qué pertenecen ni las comprendo, y no están por ello desmentidas ni canceladas. Esas veinte horas habrían pasado a ser para él una especie de encantamiento o sueño que debe ser suprimido de nuestro recuerdo, como si ese periodo no lo hubiéramos vivido del todo, como si tuviéramos que volver a contarnos la historia o a releer un libro; y habrían pasado a ser un tiempo intolerable que puede desesperarnos.

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