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Algo parecido me ocurrió a mí una noche hace tiempo, mucho antes de que conociera el nombre de Marta Téllez y el de su padre y el de Deán y Luisa y el de Eugenio, y la negación fue mutua si es que hubo lugar a ella, si es que hubo lugar al reconocimiento. Volvía hacia mi casa tarde en mi coche cuando vi a una mujer parada en la calle de los Hermanos Bécquer, esa calle corta que hace gran curva y cuesta y desemboca en la Castellana, tan en curva y en cuesta que sus dos breves tramos parecen perpendiculares el uno al otro y a distintos niveles como si el alto fuera un puente inconcluso del bajo, una calle cara en la que a menudo se apuestan las prostitutas y los travestidos pero más bien de una en una o bien de uno en uno, suele ser una mujer sola a quien se ve en esa esquina al final del descenso, mientras que unas calles más allá en dos direcciones distintas, al otro lado de la Castellana y pasada María de Molina, la proliferación es considerable, las putas están más juntas y se dan compañía y envidia mientras esperan con sus atuendos ligeros que contradicen el invierno y también el otoño. La mujer que está en esa esquina por la que paso a menudo y que siempre es otra o nunca parece la misma produce la impresión de una exploradora o una desterrada, o tal vez se sortean el sitio cada noche entre ellas porque es discreto y recóndito y a la vez tiene algo de tráfico y vigilancia cercana (la embajada americana muy próxima), un buen puesto para su mercado ambulante. Esa noche me detuvo el semáforo como de costumbre, y miré a la puta desde el coche con la mezcla de curiosidad y fantasía y dominio y lástima con que las miramos los hombres que no vamos con ellas -o es todo chulería-. Y cuando se me abrió el semáforo no avancé sino que seguí mirando a través de la ventanilla aún subida porque tras ver en seguida que era una mujer de verdad y no un simulacro logrado, me pareció que sabía su nombre. Llevaba puesta una gabardina corta que permitía ver la mitad de sus muslos con medias negras, tenía los brazos cruzados en un gesto de frío aún soportable, y al ver que mi coche no hacía uso de la luz verde le prestó más atención y descruzó los brazos para permitirme contemplar -permitirle al conductor, a mí todavía no podía verme- su falda aún más corta que la gabardina y una especie de body que seguramente le venía bien para realzar sus pechos -así los llaman, bodies-. Se llevó las manos a los bolsillos de la gabardina y de ese modo la abrió o entreabrió, en un mortecino gesto de exhibicionismo. Yo estaba allí parado, dejando a mi derecha espacio para el paso de los coches que pudieran llegar de donde yo venía pero sin tampoco mover el mío, sin arrimarlo a la acera, eso habría supuesto un paso adelante y un interés indisimulado que me habría obligado a hablar con ella, a cruzar al menos cuatro palabras. Y lo cierto es que durante unos segundos, y aunque mi interés se había hecho pavoroso y enorme, no estuve seguro de querer hablar con ella ni verla mejor porque temía saber su nombre y reconocerla, y el nombre que creía saber era el nombre de Celia, Celia Ruiz, Celia Ruiz Comendador porque lo utilizaba entero con sus dos apellidos, y ese era el nombre con el que me había casado años antes y del que también me había separado luego y del que me divorcié hace no mucho.

Había oído además decir algo y se lo había oído a alguien enterado de todo y cuyos informes suelen ser fidedignos y exactos cuando no busca engañar ni cometer un fraude: a Ruibérriz de Torres, aunque en aquella ocasión no le di crédito. Mi matrimonio no estuvo del todo mal para los tiempos impacientes que corren, mientras duró; y duró tres años, lo cual es bastante para una novia tan joven, once años más joven que yo cuando se vistió de novia y ya no sé si ahora tanto, algunos hechos y algunas visiones alteran las edades o les dan un vuelco. Ella tenía veintidós y yo treinta y tres cuando nos casamos por su insistencia, la insistencia de quien no puede ver más allá de dos o tres años en el concepto de 'para siempre' (y le parece deseable y amigable por tanto) o, si se prefiere, en el de 'indefinidamente', la niñez todavía demasiado cercana para imaginar un futuro distinto de lo que ya se da y es presente, el atolondramiento más arraigado, seguramente un rasgo de carácter. Yo tuve un acceso de debilidad o entusiasmo, y ambas cosas prevalecieron durante el primer año, me cuesta ya recordarlo; luego la joven pasó a hacerme gracia, que es lo principal que se pide a una joven y por ello más que suficiente; luego la toleré sin más, y al poco tiempo nos irritábamos el uno al otro, había que esperar a aplacarse en silencio para darse besos, la reconciliación afectiva y sexual es muy útil cuando puede haberla o incluso se impone a veces: prolonga lo concluido, pero no eternamente. Fui yo quien abandonó la casa común como es preceptivo, me vine a vivir donde aún vivo ahora, de esto hace ya tres años. Por ser tanto más joven que yo, sus irritaciones eran más pasajeras y no se le acumulaban, es decir, cada una se disipaba, para ella la siguiente y enésima no era más grave ni más onerosa que la primera, carecía de rencor y eran sin ánimo de ofender sus continuas ofensas, había que señalárselas y aun explicárselas para que se diera cuenta. Hacerle glosas. A mí sí se me acumulaban y fui impaciente como los tiempos que corren. Quiero decir con esto que ella no entendió y en consecuencia se desesperó y se opuso, por eso acabamos mal algo más tarde, después de haber puesto término a la convivencia. En una tregua de apaciguamiento decidimos o no quisimos ya vernos, al menos durante unos meses, esperar a ser un poco distintos el uno para el otro, excepto en nuestros nombres. Yo le pasaba dinero por medio de un cheque mensual que llevaba un mensajero (los dos veíamos este rostro y ninguno el del otro), no sólo porque fuera yo quien se había ido y hubiera dispuesto siempre de más ingresos, sino porque los más veteranos tienden a hacerse responsables de los más bisóños aunque estén lejos, temen por ellos en todo caso. Ahora le paso también un cheque, legalmente, y le doy dinero en persona a veces, una ayuda mientras le haga falta como quien da un aguinaldo a un niño, quizá muy pronto no le haga falta. Normalmente no me gusta hablar de Celia. Fui sabiendo lo que suele saberse en una ciudad en la que todo el mundo se encuentra y en la que los teléfonos zumban a todas horas, no son raras las llamadas en mitad de la noche y hay una parte de la población que no duerme ni deja dormir a los que lo intentan. Alguien me decía que había visto a Celia aquí o allá y con tal o cual personaje esperable o desconocido, no le faltaban cortejadores. Por estos informes deduje que no estaba forzando la imaginación y se limitaba a recorrer las estaciones previstas para los abandonados sentimentales de las grandes ciudades: salía mucho hasta tarde, bebía y fingía euforia, bailaba, se aburría, no quería retirarse a dormir y alguna vez se echó a llorar al final de la noche o era ya de madrugada; procuraba que me fueran llegando noticias y preguntaba por mí como se pregunta por un conocido distante, yo sé qué modo de preguntar es ese, los labios nos tiemblan y nos delatan, la voz nos vibra. Mi teléfono sonaba a veces a cualquier hora y al descolgar nadie respondía, quería sólo saber si estaba en casa o quizá no era tan innoble el propósito: escuchar mi voz aunque fuera un momento, aunque sólo fuera una repetida palabra interrogativa lo que oiría. Yo también marqué una noche mi antiguo número antes de acostarme, mientras me desvestía sentado a los pies de la cama, no dije nada cuando contestó ella, se me ocurrió de repente que tal vez estuviera acompañada. Y una vez Celia me dejó tres mensajes seguidos en el contestador: dijo muchas cosas, febriles y grotescas y sarcásticas y amenazantes, pero antes de que se le acabara el tiempo del último llegó a implorarme, y dijo: 'Por favor… por favor… por favor', yo ya había oído eso antes, años atrás en mi propia cinta. No me atreví a devolverle el mensaje, era mejor que no hubiera nada. Más adelante me llegó esa información de la que no hice caso aunque fuera Ruibérriz de Torres quien se encargó de dármela, primero con medias palabras y sondeándome, luego más abiertamente. Un día me preguntó qué sabía de Celia en los últimos tiempos, y al contestarle yo que por fin nada desde hacía meses me miró con preocupación fingida, esto es, con un poco de diversión en el fondo, eso pude advertirlo. “No sé si deberías intervenir algo más en su vida, echarle un ojo de vez en cuando”, me dijo. 'No, más vale que no', respondí, 'ha de pasar más tiempo, no quiero que recupere la costumbre de contar conmigo para solucionar problemas o para oírselos contar y que le dé consejo. Eso es siempre un vínculo fuerte y un buen pretexto, y ya costó bastante cortar toda comunicación que no sea la de los cheques que le mando.' 'Pues entonces a lo mejor tendrías que hacer esa comunicación más frecuente o más cuantiosa', contestó él. Y al preguntarle yo por qué o qué sabía me contó con algún melindre y leve fruición lo que me pareció una estupidez entonces, a saber: alguien había visto a Celia en un local de copas tardías frecuentado por putas, tomando esas copas con unos individuos inexplicables, dos tipos con aspecto de medianos empresarios bilbaínos o barceloneses o valencianos de paso por la ciudad, gente que no le pegaba en modo alguno y con la que, por así decirlo, era inverosímil que hubiera llegado al local desde otro sitio. '¿Y qué?', dije yo. '¿Qué se te ocurre sacar de eso?' Lo dije un poco airado. 'Bueno, da que pensar, es un poco preocupante, ¿no? Yo que tú hablaría con ella.' 'Qué tontería', respondí, 'a Celia siempre le ha divertido y gustado ir a todas partes, y cuanto más exótico o enrarecido el local mejor, así se siente aventurera, es muy joven. Estando ya casada conmigo fue un par de veces con unas amigas a un bar de lesbianas, no se me ocurrió que lo fuera por eso.' 'Ya, ya', respondió Ruibérriz, 'pero ahora es distinto.' '¿Por qué ha de serlo?' 'Ya no está casada contigo, uno; no estaba con amigas, dos; se la ha visto más de un par de veces, y en dos sitios de putas distintos, tres', y Ruibérriz fue sacando sucesivamente el meñique, el anular y el corazón de la mano derecha según iba enumerando. 'Pues cuántas cosas ven tus amigos', contesté yo, 'deben de ser puteros furiosos si van tanto a esos sitios. Y qué, ¿no la han visto también metiéndose los billetes en el escote? La gente no sabe qué inventar. Celia tiene rachas: de pronto le divierte un tipo de gente y sale sin parar con ellos, o va a un local o dos todas las noches, y a los quince días se harta de los locales y de los nuevos amigos y se encierra en casa durante otros quince. Así era cuando la conocí y así seguirá siendo mientras no vuelva a tener estabilidad y a poner su vida en orden. Además: le envío dinero suficiente, y seguro que sus padres la ayudan desde Santander. También hace sus trabajos esporádicos, no creo que tenga problemas.' 'El dinero es suficiente o no según las necesidades y la vida que lleva uno, depende de cómo se gaste. Ella sale mucho. A lo mejor le está dando a algo' '. No, siempre ha tenido horror a darle a nada que no sea alcohol y tabaco, nunca ha querido ni probar un canuto; y no faltará quien la invite cuando salga', contesté; 'pero ojo: de ahí a prostituirse hay un gran trecho, no me vengas con historias disparatadas y malintencionadas, Ruibérriz.' Ruibérriz se quedó callado un momento y se pasó una mano por las ondulaciones de su pelo musical mientras miraba al suelo, como si dudara si aportar alguna otra prueba o dejarlo estar. 'Bueno, allá tú', dijo, 'yo te he contado lo que otros han visto y me han dicho, me pareció que debías estar enterado.' 'A ver, venga, qué más han visto, suéltalo ya todo, qué más sabes', le dije yo impacientado. No pudo evitar sonreír con sus dientes flamantes como quien ha sido pillado en falta y eso le hace gracia, su labio vuelto hacia arriba dejando ver un poco de encías. 'Nada más, eso es todo. Para mí es bastante, a ti te parece filfa. Bueno, pues nada. Anda, dejémoslo, tampoco quiero que te cabrees.' De pronto se me cruzó una sospecha. '¿Tú la has visto?', le pregunté. '¿La has visto tú con tus propios ojos?' Hinchó el pecho y respiró muy hondo, quizá como quien toma el aire necesario para mentir de corrido y sin que la voz le tiemble (pero esto no lo pensé entonces, sino tres semanas más tarde mientras permanecía parado ante el semáforo de Hermanos Bécquer, al final del tramo más descendente que en realidad es el comienzo de General Oraa según me di cuenta de que dice la placa, pero yo siempre he visto ese tramo como parte de Hermanos Bécquer, y también los taxistas y los demás madrileños lo ven así. 'No, si la hubiera visto te lo habría dicho para convencerte de que hables con ella al menos. Cerciórate de que es falso al menos, habla con ella.'

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