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– Mi hija no pudo pedir ayuda -explicó como si yo pudiera no haber entendido-. Dicen los médicos que no habría podido salvarse. Pero se me parte el corazón de pensar en ella sola en su cama, muriéndose sin consolación y angustiada por el niño, que iba a quedarse solo sin nadie que lo cuidara. -Se le había ido toda mala voluntad, en cuanto Deán hubo desaparecido, como si se hubiera forzado a ella-. No lo soporto -añadió.

– Lo raro, papá (ya se lo he dicho otras veces) -dijo Luisa (y ese 'se' fue la primera vez que se dirigió a mí, quería decir 'ya se lo he dicho a él' y me lo explicaba a mí entre paréntesis, no es que la hija llamara de usted al padre, sino que me tenía en cuenta)-, es que tampoco nos avisara a nosotros. A lo mejor no pudo llamar a Eduardo a Londres, pero a nosotros sí pudo, y no lo hizo. -Me pareció que con estas palabras intentaba echarle un cable a Deán sin delatar a su hermana muerta, sin duda lo compadecía. Se quedó pensativa y añadió-: Tal vez no creyó que fuera a morirse, pensó que era pasajero y no quiso molestar a nadie tan tarde. Tal vez no lo supo, y entonces no le fue tan angustioso. Lo angustioso debe de ser pensarlo; y saberlo.

Me dieron ganas de decirle a Téllez: 'No estuvo sola en su cama, créame, lo sé bien. No murió sola, no fue tan horrible porque tardó en darse cuenta y cuando se la dio me dijo "Cógeme, cógeme, por favor, cógeme" y yo la cogí, la abracé por la espalda porque no quiso que hiciera otra cosa, me dijo "no hagas nada todavía, espera", no quiso que la moviera un milímetro ni que llamara a nadie. La cogí y la abracé y así al menos murió contra mí, con mi tacto, murió protegida, murió respaldada. No se atormente tanto.'

Pero no podía decírselo.

– No debería haberlos acompañado a comer "-dije en cambio-. Lo lamento de veras.

– No, no es culpa suya -respondió Téllez-. Somos nosotros quienes le hemos dado el almuerzo. La verdad es que no tenía intención de volver a hablar de esto. -Y dejando la pipa humeante apoyada en el cenicero se llevó las manos a la cabeza-. Mi pobre niña -dijo como si fuera Falstaff, y salía el humo.

La tormenta había cesado de golpe. La puerta estaba despejada.

Qué desgracia saber tu nombre aunque ya no conozca tu rostro mañana, los nombres no cambian y se quedan fijos en la memoria cuando se quedan, sin que nada ni nadie pueda arrancarlos. Mi cabeza está llena de nombres cuyos rostros he olvidado o son sólo una mancha flotando en un paisaje, una calle, una casa, una edad o una pantalla. O son nombres de sitios y establecimientos que parecían eternos porque estaban allí desde que llegamos o desde que nacimos, una frutería llamada La Flor Sevillana, el cine Príncipe Alfonso, el María Cristina, el Voy y el Cinema X, la librería Buchholz cercana a Cibeles o los ultramarinos que conservan el rótulo y dice Viena Capellanes, la pastelería de las Hermanas Liso y el Hotel Atlantic y otro, el Londres y de Inglaterra, Oriel y San Trovase y le Zattere y Halífax, infinitos nombres de calles y tiendas y poblaciones -Calatañazor, Sils y Colmar y Melk; y Medina del Campo-, los nombres de los infinitos actores y actrices vistos desde la infancia y que resuenan para siempre en nuestra memoria sin que logremos ver bien sus facciones: Eduardo Ciannelli, Diane Varsi y Bella Darvi, Ivan Triesault y Leora Dana, Guy Delorme, Frank De Kova y Brigid Bazlen, y todavía con ellos podemos renovar el recuerdo si acertamos a tenerlos de nuevo delante, allí donde hace siglos los vimos en sus películas que no palidecen. Los lugares en cambio han cambiado, las tiendas han desaparecido o han sido sustituidas por bancos, y a veces las que perduran son sólo la lenta sombra de ellas mismas, miramos desde la calle sin atrevernos a entrar y vagamente reconocemos a través del escaparate a los empleados o dueños vetustos que nos daban bombones y nos gastaban bromas de niños, los vemos de pronto encorvados y menguados y en ruinas, con la vida por detrás a la que no hemos asistido, haciendo los mismos gestos ante sus mostradores de madera o mármol sólo que con más inseguridad y más despacio: les resulta complicado dar las vueltas, les cuesta envolver lo que venden. No veo apenas los rasgos de una criada joven y rubia a la que yo hacía cosquillas tras tirarla con argucia a una cama con mis nueve o diez años cuando salían mis padres, pero el nombre viene al instante: es Cati. Recuerdo mal la expresión de aquel mutilado que avanzaba en su cochecito de ruedas con manivela vendiendo tabaco y chicle y cerillas allí donde veraneábamos -medio hombre, la expresión era ufana y candida-, pero su nombre continúa nítido, y es Eliseo. Los compañeros del colegio más grises o de los que nunca fui demasiado amigo se me aparecen difuminados con sus caras de niños que ya habrán dejado de serlo, pero sus apellidos me llegan como si los estuviera oyendo al pasar lista la señorita Bernis: Lambea, Lantero, Reyna, y Tatay, Teulón, Vidal. No veo en absoluto a otro grupo de chicos menos constante con los que tantas veces me pegué en verano en el parque, pero nunca olvido sus apellidos sonoros de muchas letras: eran Casalduero, Mazariegos, Villuendas y Ochotorena. No sé qué aspecto tenía el peluquero que iba a casa de mi abuelo médico a afeitarlo y arreglarle el pelo ya escaso, pero sé que se llamaba Remigio, no me confundo. A aquel limpiabotas bravio y calvo con bigotón y patillas, sentado acechante sobre su caja, vestido de negro y con rojo pañuelo al cuello sé bien cómo lo llamaban: el Manolete. De ese hombre pequeño y con bigotito cuidado, dueño de una papelería, no recuerdo ya el nombre pero sí el apodo: mis hermanos y yo lo llamábamos 'Willem Dekker' por el personaje untuoso y cobarde de una película a quien se parecía, La casa de los siete balcones, y le enviábamos mensajes amenazadores firmados por la Mano Negra en papeles quemados con una lupa: 'Tus días están contados, Willem Dekker.' Las matemáticas suspendidas un año, y un profesor en verano del que veo tan sólo el llamativo cráneo con su cicatriz de guerra tan bien peinado con el agua del río, pero su nombre me viene entero, y es Victorino, nombres anticuados que ya no existen o nadie lleva, nombres de antes. De ese otro hombre alargado y paciente y risueño que vendía discos voy viendo la cara a medida que me la trae el nombre: es Vicen Vila, y así se llama también su tienda. Y veo mal al portero anciano que todas las mañanas durante dos años me daba los buenos días desde su garita con la mano festiva en alto: pero se llama Tom, lo recuerdo.

Qué desgracia saber tu nombre aunque ya no conozca tu rostro mañana, el rostro que dejamos de ver un día se dedicará a traicionarse y a traicionarnos en el tiempo que le pertenece y le queda, irá apartándose de la imagen en que lo fijamos para llevar su propia vida en nuestra voluntaria o desdichada ausencia. El de aquellos que se fueron del todo porque no los retuvimos o han muerto se irá nublando en nuestra memoria que no es una facultad visiva, aunque a veces nos engañemos y creamos ver todavía lo que ya no tenemos delante y sólo evocamos envuelto en brumas, el ojo interior o de la mente se llama esa figura borrosa de nuestros espejismos o nuestra añoranza, o de nuestra maldición a veces. Yo podría creer que nunca te he conocido si no supiera tu nombre que permanece inmutable sin el menor deterioro y con su brillo intacto y así seguirá aunque hayas desaparecido del todo y aunque te hayas muerto. Es lo que resta y en nada se diferencia la nómina viva de la nómina muerta, y no sólo eso, es lo único que sirve para reconocernos y que no perdamos el juicio, porque si alguien nos niega el nombre y nos dice 'No eres tú aunque te vea, no eres tú aunque te parezcas", entonces dejaremos efectivamente de ser nosotros a los ojos del que nos lo dice y nos niega, y no volveremos a serlo hasta que nos devuelva ese nombre que nos ha acompañado lo mismo que el aire. 'No te conozco, viejo', le dijo el Príncipe Hal en cuanto fue Enrique V a su amigo Falstaff, 'no sé quién eres ni te he visto en mi vida, no vengas a pedirme nada ni a decirme dulzuras porque ya no soy lo que fui, y tú tampoco lo eres. He dado la espalda a mi antiguo yo, así que sólo cuando oigas que vuelvo a ser el que he sido acércate a mí y tú serás el que fuiste.' Y si eso nos ocurriera a nosotros pensaríamos con espanto: '¿Cómo puede ser que no me reconozca ni me llame ya por mi nombre?' Pero también a veces podríamos pensar con alivio: 'Menos mal que no me llama ya por mi nombre ni me reconoce, no admite que sea yo quien pueda estar haciendo o diciendo estas cosas que me son impropias, y como las ve suceder y me oye decirlas y no puede negarlas, me niega a mí con piedad para que no deje de ser el que fui a sus ojos, y así salvarme.'

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