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En un sentido dejé de serlo un mes después, en otro tardé un poco más, con Deán unos días y unas horas con Luisa. Quiero decir que al cabo de un mes fui alguien para Téllez y su yerno y su primera o tercera hija (tercera de las nacidas y ahora primera viva), tuve nombre y rostro para ellos y almorcé con ellos, pero el hombre que había asistido a la muerte de Marta o la había mal asistido en su muerte siguió siendo nadie durante ese almuerzo, aunque no era sino yo, de eso estaba seguro, para ellos en cambio sólo sospechosos con nombre y sin nombre y con rostro y sin rostro: no para Téllez, a quien lograron ocultar la forma y las circunstancias, él ni siquiera tenía que sospechar de nadie.

Fue a través del padre como conocí a esos hijos casi simultáneamente, y a Téllez procuré conocerlo y lo conocí de hecho a través de un amigo al que en más de una ocasión he suplantado, o al que había prestado mi voz y ahora tuve que prestar mi presencia, y además busqué y quise hacerlo, a diferencia de otras veces. Ese amigo se llama o hace llamar Ruibérriz de Torres y tiene un aspecto indecoroso. Es escritor aplicado y con buen oído, de convencional talento y más bien mala suerte (literaria), ya que otros menos aplicados, con atroz oído y sin talento de ninguna clase son tenidos por figuras y ensalzados y premiados (literariamente). Publicó tres o cuatro novelas siendo bastante joven, hace ya años; tuvo un poco de éxito con la primera o segunda, ese éxito no cuajó sino que disminuyó, y aunque no es muy mayor su nombre sólo suena a la gente mayor, es decir, como autor está olvidado excepto por los que llevan ya tiempo en la profesión y además no se enteran muy bien de los vuelcos y sustituciones, gente enquistada y poco atenta, funcionarios de la literatura, críticos vetustos, profesores rencorosos, académicos sesteantes y sensibles al halago y editores que ven en la perpetua queja de la insensibilidad lectora contemporánea la justificación perfecta para holgazanear y no hacer nada, y eso en todas las sucesivas contemporaneidades. Ahora hace años que Ruibérriz no publica, no sé si porque ya abandonó o porque espera a ser olvidado del todo para poder empezar de nuevo (no suele hablarme de sus proyectos, no es confidencial ni fantasioso). Sé que tiene vagos y variados negocios, sé que es noctámbulo, vive un poco de sus mujeres, es muy simpático; frena su causticidad ante quien debe hacerlo, es adulador con quien le conviene, conoce a muchísima gente de diferentes esferas, y la mayoría de los que lo conocen a él ignoran que sea o haya sido escritor, él no alardea, tampoco es dado a rescatar lo perdido. Su aspecto es indecoroso en algunos ambientes, no en todos: no queda mal en los bares de copas, en los cafés nocturnos si no son muy modernos, en las verbenas; se lo ve aceptable en fiestas privadas (mejor en jardines junto a piscinas, en las veraniegas) y da muy bien en los toros (para San Isidro suele tener abono); con gente de cine, televisión y teatro resulta pasable aunque un poco anticuado, entre periodistas montaraces y zafios de las viejas escuelas franquista y antifranquista (éstos más montaraces, aquéllos más zafios) se lo ve plausible, aunque no como uno de ellos, ya que es atildado y aun presumido físicamente. Pero entre sus verdaderos colegas los escritores parece un intruso y éstos como a tal lo tratan, es demasiado bromista y risueño en persona, siempre habla mucho y con ellos no rehuye las inconveniencias. Y en actos oficiales o en un ministerio su presencia causa directamente alarma, lo cual le supone un no pequeño problema, habida cuenta de que parte de sus ingresos provienen precisamente del mundo oficial y de los ministerios. Su estilo escrito es tan solemne como desenfadada su habla, sin duda uno de esos casos en los que la literatura se vive tan reverencialmente que, enfrentado su practicante con un folio en blanco y por mucho que su carácter sea el de un sinvergüenza, no sabrá transmitir ni un solo rasgo de ese carácter irreverente y desaprensivo al papel venerado, sobre el que jamás verterá una broma, una mala palabra, una incorrección deliberada, una impertinencia ni una audacia. Jamás se permitirá plasmar su personalidad verdadera, considerándola tal vez indigna de ser registrada y temeroso de que mancille tan elevado ejercicio, en el que, por así decir, el sinvergüenza se salva. Ruibérriz de Torres, para quien no debe de haber nada muy respetable, ve la escritura como algo sagrado (de ahí en parte, probablemente, su falta de éxito). Unido a una buena formación humanística, su campanudo estilo es por tanto perfecto para los discursos que nadie escucha cuando se pronuncian ni nadie lee cuando al día siguiente los reproduce en resumen la prensa, es decir, los discursos e intervenciones públicas (incluidas conferencias) de los ministros, directores generales, banqueros, prelados, presidentes de fundaciones, presidentes de gremios, académicos sonados o perezosos y demás prohombres preocupados por sus facultades e imagen intelectivas en las que nadie se fija nunca o que todo el mundo da por inexistentes. Ruibérriz recibe muchos encargos y aunque no publica escribe continuamente, o mejor dicho escribía, ya que en los últimos tiempos, gracias a algún golpe de suerte concreto en algún vago negocio y a su trato asiduo con una adinerada mujer que en verdad lo idolatra y consiente, ha optado por gandulear y se ha permitido rechazar la mayoría de las encomiendas, o más exactamente las ha aceptado y me las ha pasado junto con el setenta y cinco por ciento de los beneficios para que fuera yo quien cumpliera con ellas en la sombra y en secreto (no sumo secreto), mi formación no es inferior a la suya. Así, él es lo que se llama un negro en el lenguaje literario -en otras lenguas un escritor fantasma-, y yo he oficiado por tanto de negro del negro, o fantasma del fantasma si pensamos en las otras lenguas, doble fantasma y doble negro, doble nadie. Eso no tiene mucho de excepcional en mi caso, ya que la mayoría de los guiones que escribo (los de las series de televisión sobre todo) no suelo firmarlos: el productor o el director o el actor o la actriz acostumbran a pagarme una buena cantidad extraordinaria a cambio de la desaparición de mi nombre de los títulos de crédito en favor de los suyos (así se sienten más autores de sus celuloides), lo cual, supongo, me convierte asimismo en negro o fantasma de mi principal actividad actual y fuente de considerables ingresos. No siempre, empero: hay ocasiones en las que mi nombre aparece sobre las pantallas, mezclado con el de otros cuatro o cinco guionistas a los que por lo general nunca he visto enmendar o añadir una línea, o ni siquiera he visto la cara: suelen ser parientes del productor o el director o el actor o la actriz a los que así se saca de algún apuro momentáneo o se resarce simbólicamente de alguna estafa previa que liquidó sus ahorros. Y en un par de trabajos en los que cometí la imprudencia de sentirme anómalamente orgulloso, no acepté el soborno y exigí que ese nombre mío figurara aparte, bajo el rótulo pomposo de 'Diálogos adicionales', como si fuera Michel Audiard en sus más cotizados tiempos. Así, sé bien que en el mundo de la televisión y el cine y en el de los discursos y peroratas casi nadie escribe lo que se supone que escribe, sólo que -es lo más grave, aunque no tan raro si bien se piensa- los usurpadores, una vez que han leído en público los parlamentos y han oído los corteses o cicateros aplausos, o bien han visto pasar por la televisión las escenas y diálogos que han firmado y no imaginado, acaban por convencerse de que las palabras prestadas o más bien compradas salieron en verdad de sus plumas o sus cabezas: realmente las asumen (sobre todo si son alabadas por alguien, sea un ujier o un monaguillo cobista) y son capaces de defenderlas a capa y espada, lo cual no deja de ser simpático y halagador por su parte, desde el punto de vista del negro. El convencimiento llega tan lejos que los ministros, directores generales, banqueros, prelados y demás oradores habituales son los únicos ciudadanos que vigilan y siguen los discursos de los otros, y son tan feroces y quisquillosos con las piezas ajenas como pueden serlo los novelistas de mayor fama con las obras de sus rivales. (A veces, y sin saberlo, denuestan un texto escrito por la misma persona que se los redacta a ellos, y no sólo por su contenido o ideas, que han de variar a la fuerza, sino estilísticamente.) Y tan a pecho se toman su faceta oratoria que llegan a exigir exclusividad a sus fantasmas a cambio de incrementar sus tarifas y soltarles aguinaldos o intentan apropiarse de los de otros -robárselos- si un ministro, por ejemplo, ha sentido celos del subgobernador del Banco de España en una fiesta petitoria, o el presidente de una junta de accionistas ha visto muerto de envidia en el telediario cómo se saludaba con hurras la arenga de un militar espumante. (La exclusividad, dicho sea de paso, es una pretensión inútil en un oficio basado en el secreto y el anonimato: todos los negros la aceptan y se comprometen a ella; luego, en clandestinidad duplicada, trabajan gustosamente para el enemigo.) Hay quien contrata los servicios de escritores célebres y en activo (casi todos se venden, o aun se prestan gratis, por hacer contactos e influir y lanzar mensajes), en la creencia de que el estilo de éstos, por lo general pretencioso y florido, realzará sus discursos y embellecerá sus lemas, sin darse cuenta de que los autores famosos y veteranos son los menos indicados para esta clase de tareas abyectas, en las que la personalidad del que escribe no sólo debe borrarse, sino interpretar y encarnar la del procer al que se sirve, algo a lo que estas figuras no suelen estar dispuestas: es decir, más que pensar en lo que diría el ministro reinante, piensan en lo que dirían ellos si fueran ministros reinantes, idea que no les desagrada e hipótesis en la que no les cuesta ponerse. Pero muchos dignatarios ya se van percatando del inconveniente, y sobre todo han visto enormes dificultades para sentir como propias frases tan encumbradas y cursis como 'El hombre, ese doloroso animal en malaventura', o 'Hagamos nuestra obra con la longanimidad del mundo'. Les dan sonrojo. De modo que gente como Ruibérriz de Torres o como yo mismo somos los más adecuados, gente cultivada y más bien anónima, con conocimiento de la sintaxis, buen léxico y capacidad de simulación; o capacidad para quitarnos de en medio cuando hace falta. No muy ambiciosos y sin demasiada suerte. Aunque la suerte cambia.

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