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Y allí estaba el padre, Juan Téllez, quien había dicho unas breves y casi inaudibles palabras que serían una oración en la que él mismo no creería a sus años, qué difícil deshacerse del todo de las costumbres y creencias superficiales de los que nos preceden, cuyo simulacro conservamos a veces durante toda una vida -una vida más- por superstición y por respeto a ellos, las formas y los efectos tardan más en desaparecer y olvidarse que las causas y los contenidos. Había llegado hasta la tumba tambaleándose y sostenido por su hija superviviente y su nuera como si fuera un condenado a la horca sin fuerzas para ascender los peldaños o caminara sobre la nieve, emergiendo y hundiéndose a cada paso. Pero luego se había recompuesto y había inflado un poco el pecho convexo, había sacado un pañuelo azulado del bolsillo pectoral de la chaqueta y con él se había enjugado el sudor de la frente, no las lágrimas de los ojos, que no existían, aunque también se había frotado una seca mejilla y la sien, como para calmar un sarpullido. Había pronunciado sus palabras con una mezcla de gravedad y desgana, como si tuviera plena conciencia de la solemnidad del momento y a la vez quisiera terminar con él cuanto antes y volver ya a casa a buscar la almohada, quién sabe si a su pena no se añadía vergüenza (pero esa es una muerte horrible; pero esa es una muerte ridicula), aunque lo más probable era que no hubiese sido informado de las circunstancias, del aspecto semidesnudo y salvaje de su hija cuando la encontraron, de las huellas visibles de un hombre en la casa que no era Deán ni nadie, era yo, pero para ellos nadie. Le habrían dicho tan sólo: 'Marta ha muerto mientras Eduardo estaba ausente.' Y él se habría llevado las moteadas manos al rostro, buscando refugio. 'Pero habría muerto de todas formas, aunque no hubiera estado sola', habrían añadido para no indisponerlo más con su yerno, o como si saber que algo fue irremediable pudiera hacernos estar más conformes con ello. (No había estado sola, yo lo sabía y seguramente también ellos.) Es posible que ni siquiera le hubieran comunicado la causa, si la conocían, una embolia cerebral, un infarto de miocardio, un aneurisma disecante de aorta, las cápsulas suprarrenales destruidas por meningococos, una sobredosis de algo, una hemorragia interna, no sé bien cuáles son los males que matan tan rápidamente y sin titubeos ni tampoco me importa saber cuál mató a Marta, tampoco le importaría mucho a ese padre, quizá no habría pedido explicaciones ni se le habría ocurrido a nadie pensar en hacer una autopsia, él se habría limitado a encajar la noticia y ocultar la cara y a disponerse para su segundo entierro de un vastago y la despedida, adiós risas y adiós agravios, la vida es única y frágil. Es de suponer por tanto que ahora, mientras caía la tierra sobre un ser femenino por cuarta vez en aquella fosa, estaría recordando a las que yacían allí y él había dejado de ver mucho antes, la madre Bruna italiana que nunca habló bien del todo la lengua más áspera del país que adoptó, y que familiarizó a su hijo Juan con la suya más suave; la mujer Laura a la que quiso o no quiso, a la que idolatró o hizo daño, o quizá ambas cosas, primero una y después la otra o las dos al tiempo, como es la regla; la hija Gloria que fue la primera y murió en accidente acaso, quién sabe si ahogada en el río o desnucada -la nuca- tras una caída durante un verano, quién si fulminada por uno de esos males veloces y sin paciencia que se llevan a los niños sin el menor forcejeo porque ellos nunca se oponen, sin darles tiempo a cobrar memoria ni a tener deseos ni a saber del extraño funcionamiento del tiempo, como si los males se resarcieran así de la lucha interminable que libran con tantos adultos que se les resisten, aunque no con Marta, muerta dócilmente como una niña. Y al padre empezaría ya a aparecérsele esa segunda hija a la que acababa de ver (y a la que luego había dejado un mensaje) con los tintes de la rememoración y del ayer rugoso, y quizá pensaba también que su propia existencia se había hecho ahora aún más precaria. Tenía el pelo blanco y los ojos azules grandes y puntiagudas cejas de duende y la piel muy tersa para su edad, cualquiera que fuese; era un hombre alto y robusto y excelentísimo, una figura que llenaría los espacios cerrados y que llamaba la atención de inmediato por su corpulencia inestable, su tórax voluminoso disminuyendo el tamaño de las mujeres que tenía a ambos lados, la delgadez de las piernas y el leve bamboleo que también lo aquejaba en reposo haciendo pensar en una peonza, un brazalete negro en la manga del abrigo como prueba de su fuerte sentido antiguo de la circunstancia, los zapatos negros tan limpios como los de su hija viva, pies pequeños para su estatura, pies de bailarín retirado y el rostro como una gárgola, los ojos secos y estupefactos mirando hacia abajo a la fosa o hueco o abismo, mirando inmóviles caer la tierra simbólica y recordando embobados a las dos niñas, a la que sólo había sido niña y a la que fue aún más niña pero mucho mayor más tarde, asimilada en la tumba ahora por aquella otra a la que no vieron crecer ni envejecer ni torcerse ni mostrar desafecto ni dar disgustos, las dos ahora malogradas y obedientes y silenciosas. Vi que a Juan Téllez se le había desatado el cordón de un zapato, y él no se había dado cuenta.

Y a su derecha estaba sin duda su nuera, María Fernández Vera su nombre, ella sí con sus gafas oscuras y la piedad social pintada en el rostro, es decir, más que la pena el fastidio, más que el miedo contagiado la contrariedad de ver interrumpidas sus actividades diarias y a su familia mermada, amputada de un miembro y a su marido por tanto hundido, quién sabía durante cuánto intolerable tiempo; quien la cogía del brazo como pidiéndole perdón o ayuda debía de ser Guillermo -como pidiéndole congraciarse-, el hermano único de Luisa y Marta y algo menos de la niña Gloria, a la que no habría conocido y por la que tal vez ni siquiera se habría preguntado nunca. También llevaba gafas oscuras y tenía el rostro huesudo y pálido y los hombros abandonados, parecía muy joven -quizá estaba recién casado- a pesar de las notables entradas prematuras que no habría heredado de su padre sino de los varones de su familia materna, cráneos de tíos o primos mayores que podrían estar allí mismo, en segunda fila. No le vi el parecido con Marta ni por lo tanto tampoco con Luisa, como si en el engendramiento de los benjamines los padres pusieran siempre menos atención y empeño y fueran más negligentes a la hora de transmitirles las semejanzas, que quedan en manos de cualquier antepasado caprichoso que de pronto ve la ocasión de perpetuar sus rasgos sobre la tierra, y se inmiscuye para otorgarlos al que aún no ha nacido, o mejor, al que está siendo concebido. Aquel joven parecía pusilánime, pero es aventurado decir esto cuando sólo se ha visto a alguien en el momento de enterrar a una hermana y con la mirada oculta; con todo se lo veía como extraviado, él sí con el miedo a su propia muerte revelado de golpe, por vez primera en su vida seguramente, agarrado al brazo de su mujer más potente y erguida como se agarran los niños a los de sus madres al ir a cruzar una calle, y mientras caía la tierra simbólica sobre sus consanguíneas exangües ella no le apretaba la mano como consuelo, sino que se la aguantaba a distancia y con impaciencia -e1 codo picudo separado del cuerpo-, o era hastío. Los zapatos del recién casado estaban muy embarrados, habría pisado un charco del cementerio.

Y allí estaba también Deán, cuyo rostro memorable reconocí al instante aunque ya no llevaba el bigote del día de su matrimonio y los años transcurridos le habían hecho mella y le habían dado carácter o se lo habían fortalecido. Tenía las manos metidas en los bolsillos de la gabardina color de zinc que no se había llevado a Londres y yo había visto colgada en su casa: una buena gabardina, pero estaría pasando frío. No llevaba gafas oscuras, no lloraba ni su mirada era estupefacta. Era un hombre de gran altura y muy flaco -o no tanto, y era un efecto-, con la cara alargada en consonancia con su estatura, una quijada enérgica como si fuera la del héroe de algún tebeo o tal vez la de algún actor con el mentón partido, Cary Grant, Robert Mitchum o el propio MacMurray, aunque su rostro era todo menos estulto, y nada tenía que ver tampoco con el del príncipe de la broma y el príncipe de la maldad sin mezcla, Grant y Mitchum. Sus labios eran finos, visibles aunque sin color, o del mismo que la piel hendida de estrías o hilos que con el tiempo serían arrugas o empezaban ya a serlo, como cortes superficiales en la madera (su rostro sería un día un pupitre). Llevaba el pelo castaño cuidadosamente peinado con raya a la izquierda, muy liso y tal vez peinado sólo con agua como si fuera el de un niño de antaño, un niño de su propia época que debía de ser más o menos la mía, costumbres que nunca se pierden y a las que no afectan ni nuestra edad ni el externo tiempo. En aquellos momentos -pero habría jurado que en cualquier momento- era una cara grave y meditativa y serena, es decir, una de esas caras que lo admiten todo o de las que puede esperarse cualquier transformación o cualquier distorsión, como si estuvieran siempre a la expectativa y nunca decisas, y en un instante anunciaran la crueldad y la piedad al siguiente, la irrisión después y más tarde la melancolía y luego la cólera sin llegar a mostrar del todo ninguna jamás, esos rostros que en situaciones normales son sólo potencialidad y enigma, tal vez debido a la contradicción de los rasgos y no a ninguna intencionalidad: unas cejas alzadas propias de la guasa y unos ojos francos que indican rectitud y buena fe y un poco de ensimismamiento; la nariz grande y recta como si fuera sólo hueso del puente a la punta, pero con las aletas dilatadas sugiriendo vehemencia, o quizá inclemencia; la boca delgada y tirante del maquinador incansable, del anticipador -los labios como cintas tensadas-, pero denotando también lentitud y capacidad de sorpresa y capacidad infinita de comprensión; la barbilla insumisa pero ahora abatida, una espada sin filo; las orejas un poco agudas como si estuvieran alerta permanentemente, queriendo oír lo no pronunciado en la lejanía. No habían oído nada desde la ciudad de Londres, no les había alcanzado el rumor de las sábanas con las que yo no había llegado a entrar en contacto, ni el ruido de platos durante nuestra cena casera ni el tintinear de las copas de Cháteau Malartic, tampoco las estridencias de la agonía ni el retumbar de la preocupación, los chirridos del malestar y la depresión ni el zumbido del miedo y el arrepentimiento, tampoco el canturreo de la fatigada y calumniada muerte una vez conocida y una vez encontrada. Tal vez sus oídos habían estado ocupados por su propio estruendo en la ciudad de Londres, por el rumor de sus sábanas y su ruido de platos y su tintineo de copas, por las estridencias del tráfico inverso y el retumbar de los autobuses tan altos, los chirridos de la excitación nocturna y el zumbido de las conversaciones en varias lenguas del restaurante indio, por el eco de otros canturreos no necesariamente mortales. 'Yo no lo busqué, yo no lo quise', le dije para mis adentros desde mi tumba de 1914, y fue entonces cuando Deán levantó la vista un momento y miró hacia donde yo estaba de pie con mi cigarrillo observándolo. Aunque me miró no abandonó su expresión cavilosa, y pude ver bien sus ojos de color cerveza, de mirada franca pero rasgados como los de un tártaro, no creo que en aquellos momentos me vieran, se dirigían a mí pero no los sentí posados, era como si me bordearan o me pasaran por alto, y en seguida volvieron a fijarse en la fosa o hueco o abismo con lo que ahora me pareció zozobra, como si Deán estuviera algo incómodo además de tan serio con su cara alargada y extraña, quizá como si hubiera ido a parar a una celebración que a él no podía pertenecerle porque era femenina tan sólo, un intruso necesario pero en el fondo decorativo, el marido de la recién llegada en cuyo honor -o era ya memoria, y él era el viudo- se reunían todas aquellas personas, no más de treinta, en realidad no conocemos a tanta gente. Deán era alguien que quedaría para siempre fuera de esa tumba de consanguíneos y que probablemente volvería a casarse, y esos cinco años de matrimonio y de convivencia serían representados y recordados sobre todo por la existencia del niño Eugenio, ahora y cuando ya no fuera niño al cabo del tiempo, no tanto por Marta Téllez que se iría relegando y ensombreciendo en su ya rápido viaje hacia la difuminación (cuan poco queda de cada individuo, de qué poco hay constancia, y de ese poco que queda tanto se calla). Cuan parecido Deán a la foto en que lo había visto, hasta empezó a morderse el labio inferior como en aquella ocasión nupcial en blanco y negro, cuando miró a la cámara. Y mientras caía la tierra simbólica sobre su mujer Marta Téllez vi cómo él sacaba de pronto las manos de la gabardina y se las llevaba a las sienes -sus pobres sienes-; le flaquearon las piernas y estuvo a punto de caer desmayada su larga figura, y habría caído seguramente -perdió pie, resbaló hacia la fosa un momento- si no la hubieran sostenido a la vez varias manos y el rumor alarmado de voces: alguien desde atrás le agarró de la nuca -la nuca-, alguien le tiró de la gabardina tan buena, y la mujer que estaba a su lado le sujetó del brazo mientras él quedaba un instante con una rodilla en tierra, el último resto del equilibrio, la rodilla como navaja mal clavada en madera y las manos apretando las sienes, incapaces de adelantarse en aquel momento para parar el golpe posible si hubiera llegado a desvanecerse de bruces: 'pese yo mañana sobre tu alma; caiga tu espada sin filo'. Se incorporó con ayudas, se alisó los faldones de la gabardina, se acarició la rodilla, se peinó un poco con una mano, volvió a metérselas en los bolsillos y recuperó su expresión pensativa que ahora pareció más doliente o quizá avergonzada. Al verle desfallecer un sepulturero se había detenido con la pala en alto, ya cargada de tierra, y durante los segundos en que el viudo reciente había interrumpido el silencio de la ceremonia la figura se quedó paralizada como si fuera una estatua obrera o tal vez minera, la pala empuñada y alzada, los pantalones anchos, unas botas bajas, un pañuelo al cuello y en la cabeza una gorra anticuada. Podía ser un fogonero, ya no hay calderas, las botas le comían sus blancos calcetines gruesos. Y cuando Deán se repuso echó al hueco la tierra aplazada. Pero había perdido la orientación y el ritmo durante el momento suspenso, y algunas motas de aquella palada saltaron sobre Deán -sobre su gabardina- que se había quedado más al pie del abismo tras enderezarse, y que probó la tierra. Juan Téllez miró de reojo con visible fastidio, no sé si a Deán o al sepulturero. Y fue entonces cuando vi también -o la reconocí, o me fijé en ella- a la mujer que había sujetado del brazo a Deán con su guante beige, la vecina que ya me había visto dos veces, saliendo de la casa de Conde de la Cimera mientras ella discutía o besaba de madrugada y esperando junto a mi taxi mientras ella se iba en su coche con su collar de perlas y su bolso tirado, y en ese momento me di la vuelta en un acto de temor inútil, puesto que si me había visto y reconocido ya era demasiado tarde (la veía por tercera vez en tres días). Pasados los segundos del miedo reflejo me volví de nuevo (al fin y al cabo yo llevaba ahora mis gafas oscuras, y no era de noche), y aunque me pareció ser observado o incluso escudriñado por ella, como si quisiera cerciorarse de que yo era yo mismo -nadie-, no sentí en sus ojos castaños sospecha ni recelo ni tan siquiera extrañeza, quizá al contrario: quizá suponía que yo era asimismo vecino o amigo de la familia, un amigo pasado o lejano y discreto -un amigo sólo de la muerta acaso- que asistía al entierro pero se mantenía apartado. Eso debió de pensar, porque cuando la lápida fue corrida como yo había corrido la colcha y las sábanas, y la fosa tapada y todas las personas empezaron a moverse -aunque poco, porque se saludaban o remoloneaban para hacerse algún comentario, como si aún no quisieran abandonar el lugar en que ahora permanecería su más o menos querida Marta-, esa joven me dijo 'Hola' con una media sonrisa apenada al pasar ante mí hacia los coches y yo le respondí con la misma palabra y tal vez sonrisa, mientras la veía pasar y seguir adelante con sus graciosos andares centrífugos, acompañada, me pareció, de una amiga o hermana y una señora (me fijé de nuevo en sus pantorrillas). Ese leve cruce me hizo atreverme a abandonar mi tumba ('y a mí me salvan') y mezclarme algo con ellos, con la gente del duelo, no con descaro sino como si también yo fuera en busca de la salida. Vi que el padre de Marta aún no arrancaba: tenía un pie en alto, encima de otra tumba cercana, había reparado en el cordón suelto de su zapato y lo señalaba con el dedo índice como acusándolo y sin decir nada; aquel hombre excelente era demasiado bamboleante y pesado para agacharse o para inclinarse, y su hija Luisa, con la rodilla en tierra (ya no lloraba, tenía algo de que ocuparse), se lo estaba anudando como si él fuera un niño y ella su madre. Tres o cuatro personas más se habían quedado a esperarlos. Y entonces oí la voz a mi espalda, la voz eléctrica que decía: 'No me digas que no te has traído el coche, mierda, y ahora qué hacemos. A mí me ha traído Antonio, pero le dije que se largara suponiendo que tú venías con el tuyo'. No me volví, pero aminoré mi paso para que pudieran las dos alcanzarme, la voz que afeitaba con sus cuchillas ocultas y la de mujer que le contestó en seguida: 'Bueno, no pasa nada, ya nos meteremos en el coche de alguien, o supongo que habrá taxis fuera'. 'Qué taxis ni qué leches', dijo él mientras se ponía a mi altura y yo empezaba a ver su perfil de reojo, un individuo chato, o era efecto de las gafas negras un poco grandes; 'va a haber taxis en el cementerio; qué te crees, que esto es la puerta del Palace. Mira que venir sin coche, sólo a ti se te ocurre.' 'Pensé que habrías traído el tuyo', dijo ella mientras ya me adelantaban. '¿Te lo dije que lo traía? ¿Te lo dije yo? Pues entonces', contestó él con chulería y poniendo así término a la disputa. Era un hombre de mediana estatura pero corpulento, carne de gimnasio o piscina, sin duda opresor y mal educado. Tampoco debía de conocer bien las normas sociales o no le importaban mucho, ya que su abrigo era de color claro (pero tampoco Deán llevaba luto en su gabardina). Tenía los dientes largos como el sujeto que había esperado en un Vips a que yo colgara el teléfono dos noches antes, pero no era el mismo, sino sólo del mismo estilo: convencionalmente adinerado, convencionalmente trajeado y con un léxico voluntariamente plebeyo, en Madrid se cuentan por millares, verdaderas oleadas de medradores provinciales a quienes se deja el campo, una plaga secular, perpetua, ninguno sabe pronunciar la d final de Madrid, una d relajada. Tendría unos cuarenta años, labios gruesos, la mandíbula recia y la piel aldeana que delataban su origen, un origen no tan remoto cuanto olvidado o más bien tachado. Llevaba laca en el pelo, se peinaba hacia atrás como si fuera un gomoso, pero hablando así no podía ser uno auténtico. '¿Se ha sabido algo del tío?', le oí decir en un tono más bajo -entre dientes, y así su voz era como un secador de pelo- mientras caminaba yo ahora un poco por detrás de ellos. Y su mujer, Inés, la magistrada o farmacéutica o enfermera, bajó el tono a su vez y contestó: 'Nada. Pero no han hecho sino empezar, y por lo visto Eduardo está dispuesto a encontrarlo. Pero Vicente: no quieren que se sepa, así que haz el favor de ser discreto por una vez y no andar por ahí comentándolo.' 'Así que es un bocazas', pensé, 'por eso tiene siempre alguna historia que contar aplazada. Qué gran favor te he hecho por ahora, Vicente, llevándome esa cinta del contestador. Qué suerte para ti que yo estuviera con ella.' 'Pero si ya lo sabe todo dios', respondió Vicente con desdén, 'pues no le gusta rajar a la gente; la discreción ya no existe, se acabó, ni siquiera es una virtud. Pobre Marta. Como mucho lograrán que no se entere su padre, pero lo que es los demás. Aunque ya se olvidarán, nada dura, esa es la única forma de discreción que queda, que todo se pasa pronto. Anda a ver a quién pillamos, ve preguntando por ahí quién tiene sitio', y con un rápido encogimiento de hombros se colocó mejor el abrigo y estiró luego el cuello. Seguro que con parecidos gestos se colocaría también el paquete, cuando estuviera incómodo. La gente del entierro iba llegando a los coches, y yo con ellos. Inés se apartó de Vicente para indagar quién podría acercarlos al centro, a ella la había visto menos al quedar tapada por él mientras caminábamos, tenía unos andares pausados, las piernas demasiado musculadas, como de deportista o de norteamericana, ese tipo de pantorrilla que da la sensación de estar a punto de estallar todo el rato, hay hombres que las aprecian mucho, yo sólo un poco. Llevaba tacones altos, no debería llevarlos. Me figuré que sería una magistrada, más que policía o farmacéutica o enfermera. Tal vez era suya la voz infantilizada y llorosa del contestador, y lo que le imploraba a Marta ('por favor… por favor…') era que se apartara de su marido. En ese caso sus sentimientos serían ahora encontrados, cómo me alegro de esa muerte, cómo la lamento, cómo la celebro. El hombre se quedó esperando con los brazos cruzados, saludando con la cabeza de lejos a alguna que otra persona conocida que ya se montaba en un coche, silboteando sin darse cuenta de que lo hacía y de que aún estaba en el cementerio, no parecía muy afectado ni preocupado, seguramente había oído ya para entonces de la desaparición de esa cinta en la que llamaba imbécil a quien ahora llamaba pobre, pobre Marta. 'Te tengo', pensé, 'te tengo, aunque tendría que descubrirme. Tendría que dejar de ser nadie.' Vi que Inés, junto a la puerta de un coche, le hacía un gesto repetido con el brazo para que fuera hasta allí, la juez ya había encontrado vehículo. Busqué entonces con la mirada a Téllez y a Deán y a Luisa: el padre y la hermana aún no habían llegado, marchaban juntos, agarrado el uno al brazo del otro con un poco de dificultad, él con su zapato ya atado, María Fernández Vera y Guillermo los seguían de cerca, atentos a un posible traspié y caída del hombre robusto y viejo, o a no pisar más charcos. Deán sí había llegado hasta donde estaban los coches, había abierto la portezuela del suyo y estaba junto a él esperando, miraba hacia su familia política que avanzaba más lenta, hacia la tumba también por tanto. Miraba más bien hacia la tumba cerrada, ya que cuando por fin llegaron su cuñado y cuñada, su concuñada y su suegro, se montaron los cuatro en otro coche que conduciría Guillermo, y Deán, en cambio, permaneció unos segundos más con una mano apoyada en la portezuela, sin poder estar esperando ya a nadie, mirando cavilosamente hacia donde miraba, una mirada encantada. Luego se metió dentro, cerró la puerta y puso el motor en marcha. Volvía solo, tenía sitio de sobra, no llevaba ningún pasajero, Inés y Vicente habrían muy bien cabido. 'Podía haberme llevado a mí', pensé al poco rato, cuando ya se hubieron marchado todos y me dispuse a salir, seguro de que aquello no era la puerta del Palace. Y en seguida me vino este otro pensamiento: 'Pero en ese caso, si me hubiera llevado', pensé, 'en ese caso también habría tenido que dejar de ser nadie'.

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