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Puse el contestador automático y oí dos mensajes anodinos o consuetudinarios, de quien fue mi mujer hasta hace no mucho y de un actor insoportable para el que trabajo a veces (soy guionista de cine, pero acabo haciendo series de televisión casi siempre; la mayoría no se realiza, tarea inútil, pero se despilfarra y las pagan lo mismo). Y fue entonces cuando me acordé de la cinta de Marta, y si no me acordé hasta entonces fue porque no me la había llevado por indiscreción ni curiosidad ni para escucharla, sino sólo para que el hombre imperativo y condescendiente cuyo mensaje yo había oído en directo pudiera caber entre los sospechosos. Sospechosos de qué, de nada grave en realidad, ni siquiera de haberse acostado con ella en la hora de su muerte ni justo antes ni justo después, yo no lo había hecho, nadie lo había hecho, que yo supiera. La cinta era del mismo tamaño que las que yo utilizo, así que podía oírla. Saqué la mía, introduje la de ella, rebobiné hasta el principio y la puse en marcha. Lo primero que salió fue de nuevo la voz de aquel hombre ('Cógelo, mierda'), la voz que afeitaba y martirizaba ('¿Eres imbécil o qué, no lo coges?'), tan segura de lo que podía permitirse con Marta ('Qué leches, no tienes arreglo'), los chasquidos de contrariedad de la lengua. Tras el pitido fueron saliendo otros mensajes, todos ellos obligadamente anteriores y por tanto oídos por Marta, el primero incompleto, su parte inicial ya borrada por las palabras del hombre: '…nada', empezaba diciendo la voz de mujer, 'mañana sin falta me llamas y me lo cuentas todo de arriba a abajo. El tipo no suena nada mal, pero vaya. La verdad es que no sé cómo tienes tanto atrevimiento. Bueno, hasta luego y que haya suerte.' A continuación vino una voz de hombre, un hombre mayor e irónico, burlón para consigo mismo: 'Marta', dijo, 'dile a Eduardo que es incorrecto decir "mensaje", hay que decir "recado"; bueno, no es hombre de letras, eso ya lo sabemos desde el primer día, ni pedante como yo. Llámame, tengo una buena noticia que darte.

Nada muy aparatoso, no te hagas ilusiones, pero todo parece mucho en una existencia precaria como la mía, povero me.' No se despedía ni decía quién era como si no hiciera falta, podía ser un padre, el de Deán o el de Marta, alguien que busca pretextos para llamar por teléfono hasta a los más próximos, un hombre mayor algo desocupado, pasado en su juventud por Italia o tal vez aficionado a la ópera, temeroso de resultar insistente. Luego oí: 'Marta, soy Ferrán. Ya sé que Eduardo se ha ido hoy a Inglaterra, pero es que acabo de darme cuenta de que no me ha dejado teléfono ni señas ni nada, no me lo explico, le dije que me las dejara sin falta, no están aquí las cosas para que él ande ilocalizable. A ver si las tienes tú, o si hablas con él dile que me llame en seguida, a la oficina o a casa. Es bastante urgente. Gracias.' Esa fue una voz neutra con un acento catalán casi perdido, un compañero de trabajo cuyo trato continuado se confunde con la amistad y la confianza, quizá inexistentes. No recordaba que Marta le hubiera dado a Deán este recado cuando había hablado con él durante nuestra cena, pero tampoco había prestado demasiada atención. Detrás vino otro recado incompleto, sólo su final, lo cual significaba que ya era antiguo, es decir, no de aquel día o al menos no de la parte del día durante la que Marta había estado ausente y la habían llamado una amiga o hermana, un padre o suegro y un colega de su marido. '… Así que haremos lo que tú digas, lo que tú quieras. Decide tú', decía la voz de mujer que así terminaba, me pareció que podía ser la misma de antes, la que se extrañaba del atrevimiento de Marta, era difícil saberlo, más aún si lo que decía se lo decía a Deán o a Marta, 'Decide tú'. Y a continuación todavía salió otro mensaje incompleto, perteneciente por tanto a otra tanda y aún más antiguo, y en él hablaba otra voz de hombre falsamente neutra, esto es, que aparentaba seriedad, gentileza y casi indiferencia, como si quisiera hacer pasar por una llamada profesional lo que sin duda era una personal o incluso galante, que acababa diciendo: '… si te va bien podemos quedar el lunes o el martes. Si no, habría ya que dejarlo para la otra semana, desde el miércoles estoy copado. Pero en fin, no hay ninguna prisa, así que ya me dirás, como te venga mejor, de verdad. Hasta pronto.' Aquella era mi voz, aquel era yo hacía unos días, cuando todavía no era seguro que Marta Téllez y yo fuéramos a cenar y a vernos por tercera vez, tras la charla de pie en un cocktail la tarde que nos presentaron y un largo café tomado días después ya con pretextos infames, todo cortejo resulta ruin si se lo ve desde fuera o se lo recuerda, una mutua manipulación consentida, el mero cumplimiento trabajoso de un trámite y la envoltura social de lo que no es más que instinto. Aquel individuo que hablaba quizá no sabía entonces que lo buscaba y quería, pero al oírle ahora, al escuchar su entonación afectada, su amortiguado nerviosismo -el de quien sabe que su mensaje puede llegar a un marido y además considera una virtud el disimulo-, resultaba evidente que sí lo buscaba y sí lo quería, qué hipócrita, qué fingimiento, cada palabra una mentira, ya lo creo que había prisa por parte de aquella voz, y no era cierto que desde el miércoles estuviera 'copado', cómo podía haber dicho semejante palabra que jamás empleaba, un término propio de los farsantes, y tampoco decía nunca 'hasta pronto', sino 'hasta luego', por qué habría dicho 'hasta pronto', para no parecer insistente cuando lo era, a veces medimos cada vocablo según nuestras intenciones desconocidas; y aquel 'de verdad' tan untuoso y falsario, la coba indecente de quien quiere seducir no sólo con el halago, sino con el respeto y la deferencia. Me asusté al reconocer no tanto mi voz cuanto mis pocas y transparentes frases, me asusté al recordarme el día en que había dejado ese mensaje al que se respondió más tarde, cuando en realidad todo era ya previsible menos lo que había ocurrido al final o más bien en medio, todo lo demás ya lo era y sin embargo no se había previsto con la conciencia. Pensé rápidamente que habría dicho mi nombre y apellido al principio, siempre lo hago, en la parte del mensaje borrado, y luego 'el lunes o el martes', Deán podía haber estado al tanto de nuestra cita desde el primer momento, tal vez por eso Marta no se lo había mencionado por teléfono en mi presencia, tal vez era cosa sabida y no ocultada ni tan siquiera omitida, y en ese caso mis precauciones podían haber sido inútiles además de imperfectas, era bien posible que Deán me buscara y localizara cualquier día de estos y me preguntara abiertamente qué había ocurrido, cómo es que su mujer había muerto estando conmigo, puede que lo único impremeditado y oculto fuera que la cena y la cita tenían lugar en su propia casa. Hice retroceder la cinta y volví a escucharme, me parecí repugnante, hoy era aquel miércoles y no estaba copado sino solo en mi casa distrayéndome con diccionarios y con una cinta, qué ridículo. Pero no tuve mucho tiempo para indignarme conmigo mismo, porque en el siguiente recado del contestador reconocí de inmediato la voz rasuradora o eléctrica, sólo que en esta ocasión se dirigía a Deán y no a Marta y decía:

'Eduardo, hola, soy yo. Oye, que no me esperéis para empezar a cenar, yo voy a llegar un poco tarde porque se me han liado las cosas con una historia que se las trae, ya os contaré. De todas formas espero no llegar más tarde de las once, y decídselo por favor a Inés, no logro dar con ella e irá derecha a la cena, que no se preocupe. Dejadme un poco de jamón, ¿eh? Vale pues, hasta luego.' Aquel hombre tenía siempre algo que contar, o lo que es lo mismo, algo anunciado y por tanto aplazado, probablemente una estupidez aquella noche -noches atrás, 'una historia que se las trae'- en que las dos parejas y quizá más gente habían quedado a cenar en un restaurante con jamón muy bueno. Su voz seguía siendo despótica, aunque ahora no soltara sucedáneos de tacos ni insultos, era irritante, había dicho 'soy yo' como si él fuera tan reconocible que no precisara aclarar quién era ese 'yo', y seguramente así sería en la casa a la que llamaba -la casa de un amigo y la de una amante, se dirigía a Deán pero también a los dos, 'os contaré', 'decídselo', 'dejadme jamón serrano'-, pero uno no debe dar nunca eso por descontado, ser tan inconfundible para los demás como para uno mismo. Sonó el pitido correspondiente, y antes de que la cinta siguiera avanzando en silencio y recorriendo su zona virgen -siempre los mensajes en la parte inicial, yuxtaponiéndose y cancelándose unos a otros-, salió una última voz que sin embargo no decía más que una cosa y lloraba; era una voz de niño, o de mujer infantilizada, como por otra parte lo está todo el mundo cuando llora sin poder evitarlo hasta el punto de no poder articular ni alentar apenas, cuando se trata de un llanto estridente y continuo e indisimulable que está reñido con la palabra y aun con el pensamiento porque los impide o excluye más que sustituirlos -los traba-, y esa voz cuyo mensaje aflictivo era aún más antiguo que la tanda anterior porque le faltaba asimismo el comienzo -más antiguo que el mío melifluo y que el del hombre opresor con la voz de zumbido-, decía esto de vez en cuando en medio del llanto, o incorporado al llanto como si fuera tan sólo una más de sus tonalidades: "… por favor… por favor… por favor…', esto decía y lo decía enajenadamente, no tanto como imploración verdadera que confía en causar un efecto cuanto como conjuro, como palabras rituales y supersticiosas sin significado que salvan o hacen desaparecer la amenaza. Me asusté de nuevo, estuve a punto de parar la cinta por temor a que aquel llanto impúdico y casi maligno despertara a mis vecinos y pudieran acudir a ver qué brutalidad estaba yo cometiendo: lo que no había ocurrido con Marta, ningún vecino había venido porque ella no había gritado ni se había quejado ni había implorado ni yo había cometido con ella brutalidad alguna. No hizo falta parar la máquina porque una vez transcurrido el minuto de que disponía cada llamada -tampoco esta vez entero- hubo un nuevo pitido de separación y la cinta siguió corriendo como he dicho, ya enmudecida; la voz que lloraba con infantilismo había agotado su tiempo sin decir nada más y no había vuelto a marcar, quizá sabedora de que el destinatario y causante de su tormento tenía que estar allí, en la casa junto al teléfono oyéndola llorar y sin descolgarlo, y de que sólo lograría seguir grabando su pena que ahora escuchaba un desconocido.

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