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– ¿Por qué no llama al telefonillo para que baje?

El taxista había supuesto que yo iba a recoger a alguien y se estaba impacientando, yo sólo le había dicho que no bajara aún la bandera, un segundo.

– No, es demasiado tarde, hay gente durmiendo -dije-. Si no baja dentro de cinco minutos es que no baja. Vamos a esperar un poco más.

Yo sabía que no bajaría nadie, quienquiera que fuese el sujeto hipotético de aquellas frases, la del taxista y la mía. El de la suya sería femenino sin duda, el de la mía era sin género, puramente ficticio, aunque él se representaría a una menor o a una adúltera, alguien que depende de otros y nunca puede asegurar que baje. No bajaría Marta ni bajaría el niño. No tenía una idea muy exacta de la orientación de las habitaciones (casi nunca se tiene desde el exterior de las casas), pero suponía que la alcoba de Marta se correspondía con la ventana que quedaba a la derecha de la terraza desde mi punto de vista y que estaba también iluminada como yo la había dejado, todo igual si era así, aparentemente. De pronto el taxista puso el motor en marcha y yo me volví a mirarlo: había visto antes que yo que alguien salía por el portal, del que me separaban bastantes pasos o habría carecido de perspectiva; había dado por descontado que la joven que apareció era quien yo esperaba. No lo era, sino la misma joven con la que me había cruzado tan tarde y que no había querido utilizar su llave en mi beneficio. Ahora la vi mejor porque la vi a distancia y sin acompañante: tenía el pelo y los ojos castaños, llevaba un collar de perlas, zapatos de tacón, medias oscuras, caminaba con gracia pero seguramente algo incómoda por la falda corta y estrecha que pude ver bajo su abrigo de cuero abierto, debía de tener la costumbre de llevar las puntas de los pies hacia fuera, andaba un poco centrífugamente. Miró hacia el taxi, miró hacia mí, hizo con la cabeza un leve gesto de reconocimiento que pareció de asentimiento, cruzó la calle y sacó del bolso -sin quitarse su guante beige, no casaba con el abrigo- una llave con la que abrió la puerta de un coche allí estacionado. Vi cómo tiraba el bolso al asiento de atrás y se metía dentro (el bolso lo llevaba colgando de la mano como una cartera). Una mujer conductora, como casi todas, las piernas le quedaron al descubierto un instante, luego cerró, bajó la ventanilla. El taxista volvió a apagar el motor y bajó la suya automáticamente para apreciar mejor a la joven. Ella puso su motor en marcha y de reojo la vi maniobrar y esforzarse con el volante. Vi que asomaba la cara para ver si al salir podía golpear al coche que estaba delante; no lo veía, así que le hice una señal con la mano dos veces, como diciendo: 'Sí, sí, salga, salga.' El coche salió y al pasar junto a mí la mujer me sonrió y me respondió con otro gesto de la mano, a mitad de camino entre 'Adiós' y 'Gracias'. Era una mujer guapa y no parecía creída, quizá no era ella la que tenía llave de aquella casa sino el hombre al que había mandado a la mierda ante mis oídos. Quizá ella había subido con él a su piso tras la discusión del portal y no había salido hasta veinte horas después, hasta aquel momento en que volvía a encontrarme en el mismo sitio -como si no me hubiera movido durante sus largas horas de saliva malgastada en palabras y besos, y sus otras horas de inútiles y laboriosos sueños-, aunque ahora fuera del edificio y en actitud de espera, con un taxi a mis órdenes. No podía saber si llevaba la misma ropa, anoche sólo había visto su guante.

Fue entonces cuando volví a mirar hacia lo alto, primero hacia la ventana del dormitorio y luego hacia la terraza y otra vez hacia la ventana, porque tras los visillos de esta ventana vi a contraluz una figura de mujer que se estaba quitando un jersey o una camiseta, se estaba quitando algo por encima de la cabeza porque en el momento de verla lo que vi fue cómo se llevaba las manos a los costados cruzándolas y tiraba hacia arriba de la camiseta hasta sacársela en un solo movimiento -adiviné sus axilas durante un instante-, de tal manera que sólo las mangas vueltas le quedaron sobre los brazos o enganchadas a las muñecas. La silueta permaneció así unos segundos como cansada por el esfuerzo o por la jornada -el gesto de desolación de quien no puede dejar de pensar y se desviste por partes para cavilar o abismarse entre prenda y prenda, y necesita pausas-, o como si sólo tras salir del jersey que había ido a quitarse junto a la ventana hubiera mirado por ella y hubiera visto algo o a alguien, tal vez a mí con mi taxi a mi espalda. Luego tiró de ambas mangas y se zafó de ellas y se dio media vuelta y se alejó unos pasos, los suficientes para que yo ya no pudiera verla, aunque creí distinguir su deformada sombra doblando la prenda que se había quitado, quizá sólo para cambiarla por otra limpia y no sudada. Luego se apagó la luz, y si aquella era la alcoba que yo conocía la luz apagada debía de ser la de la mesilla de noche que yo dudé si dejar encendida -quería ver- y así se quedó hasta después de mi marcha. No estaba totalmente seguro, pero al divisar la figura hubo alivio junto al sobresalto, porque alguien había en la casa y tal vez era Marta -Marta viva. No podía ser Marta pero me permití de nuevo pensarlo un instante-. Y si no era ella por qué estaba en su dormitorio, aún más, por qué se cambiaba allí o se desvestía como si fuera a acostarse y dónde estaba Marta entonces, su cuerpo, tal vez trasladado a otra habitación para ser velado, o sacado ya de la casa y llevado a lo que llaman el tanatorio. Y en su alcoba una amiga, una cuñada, una hermana que se habría quedado para impedir que el niño pasara otra noche solo hasta que Deán regresara al día siguiente, cómo podía Deán no haber vuelto si lo sabía. Aunque tenía más sentido que se hubieran llevado al niño a dormir a otra parte, qué le habrían dicho, le habrían pedido paciencia y lo habrían engañado ('Mamá se ha ido de viaje, en avión'), sus tías. (Y el niño miraría ya para siempre de otra manera sus aviones de miniatura: para siempre hasta que se olvidara.) Más allá de la terraza todo seguía igual, y esa luz sí estaba seguro de que pertenecía a la casa, al comedor o salón donde había tenido lugar nuestra cena y donde el niño miró sus vídeos de Tintín y Haddock, hacía sólo veinticuatro horas según los relojes. No me convenía seguir allí mucho tiempo.

– Qué, ¿nos vamos?

No sé por qué le di explicación al taxista:

– Sí, no va a bajar. Se ha acostado.

– No ha habido suerte -dijo él comprensivo. Qué sabría lo que era suerte en este caso.

Volví a mi casa con el periódico adelantado y sin sueño. La noche anterior me había dormido en cuanto había llegado, rendido por la necesidad de momentáneo olvido, más fuerte que la angustia pasada y presente y que la preocupación por el niño. Me había ido de allí y ya no podía hacer más (o había decidido no hacer más al marcharme), había dormido ocho horas ininterrumpidas, ni siquiera recordaba haber soñado, aunque el primer pensamiento que me vino a la cabeza al despertar fue inequívoco y simple: 'El niño', siempre se piensa en los vivos más que en los muertos, aunque a aquéllos no los conozcamos apenas y éstos fueran nuestra vida hasta hace un mes o anteayer o esta noche (pero Marta Téllez no era mi vida, sería la de Deán si acaso). Ahora, en cambio, la relativa tranquilidad de creer que había una figura femenina que se haría cargo en el piso me hizo sentirme despejado e incapaz de pensar en ninguna otra cosa, o de distraerme con mis libros, mi televisión o mis vídeos, mi trabajo atrasado o mi tocadiscos. Todo estaba suspendido, pero no sabía hasta cuándo o de qué dependía que se reanudase: tenía interés y prisa por saber si habían descubierto el cuerpo y si el niño estaba a salvo, nada más en principio, más allá mi curiosidad no existía, entonces. Y sin embargo preveía que una vez averiguado eso tampoco podría reanudar sin más mis días y mis actividades, como si el vínculo establecido entre Marta Téllez y yo no fuera a romperse nunca, o fuera a tardar en hacerlo demasiado tiempo. Y a la vez ignoraba de qué modo podría perpetuarse, ya no habría nada más por su parte, con los muertos no hay más trato. Hay un verbo inglés, to haunt, hay un verbo francés, hanter, muy emparentados y más bien intraducibies, que denominan lo que los fantasmas hacen con los lugares y las personas que frecuentan o acechan o revisitan; también, según el contexto, el primero puede significar encantar, en el sentido feérico de la palabra, en el sentido de encantamiento, la etimología es incierta, pero al parecer ambos proceden de otros verbos del anglosajón y el francés antiguo que significaban morar, habitar, alojarse permanentemente (los diccionarios siempre distraen, como los mapas). Tal vez el vínculo se limitara a eso, a una especie de encantamiento o haunting, que si bien se mira no es otra cosa que la condenación del recuerdo, de que los hechos y las personas recurran y se aparezcan indefinidamente y no cesen del todo ni pasen del todo ni nos abandonen del todo nunca, y a partir de un momento moren o habiten en nuestra cabeza, en la vigilia o el sueño, se queden allí alojados a falta de lugares más confortables, debatiéndose contra su disolución y queriendo encarnarse en lo único que les resta para conservar la vigencia y el trato, la repetición o reverberación infinita de lo que una vez hicieron o de lo que tuvo lugar un día: infinita, pero cada vez más cansada y tenue. Yo me había convertido en el hilo.

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