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“He salido a tu encuentro, ansiosa de verte, y al fin te hallo. Tengo tendida mi cama sobre cordones, la he cubierto con colchas recamadas de Egipto. He rociado mi alcoba con mirra, y áloe, y cinamomo. Ven, pues, empapémonos en deleites, y gocemos de los amores tan deseados, hasta que amanezca. Porque mi marido se halla ausente de casa, ha ido a un viaje muy largo y no piensa regresar hasta el día del plenilunio”.

Trato de hacer entrar un sonsonete en tu cabeza. Un disimulado martilleo de palabras que quisiera alegres. No salen siempre alegres. A veces me contagio de tu propia tristeza y siento que no puedo hacer un chiste. Si no encuentro una broma en la llenura de la miseria cotidiana, voy hundiéndome en el lodo del aburrimiento. Y hasta que no encuentro el gusto de aburrirme, no puedo salir de ahí, hacia otra aventura (culinaria). Si yo pudiera, si los dos pudiéramos comer algo para salir de esta pesadumbre. Nada. No hay. Las pastillas embotan, emboban, alelan, enmemecen Si uno fuera capaz de encontrar ese plato de la felicidad. Crecimos en penosas circunstancias; vivimos en un país triste, violento. Un sitio horrendo y egoísta donde la gente no se quiere. Se quiere matar. Necesitamos, pues, un manjar de alegría.

Lo importante, tal vez lo más importante, es no querer matarse a uno mismo. Luego, estar dispuestos a un ataque de risa. Alguien que tiene risa no se mata o por lo menos espera a que el ataque se le pase.

Tengo un plato de risa de dudoso efecto -por la dificultad de conseguirlo he podido probarlo tan sólo cuatro veces-, pero que en ocasiones (tres sobre cuatro) me ha dado los resultados hilarantes que buscaba. Se trata del codiciado filete de mamut. Ya sabes, este bicho está extinguido hace siglos y siglos, pero en los fondos de hielo de Siberia, en el potente congelador natural de los glaciares -de vez en cuando- por alguna súbita e inesperada erosión en los hielos perpetuos, se descubre un cuerpo entero de mamut intacto. Es el momento de prender la parrillada.

La carne de este mamífero, debes saberlo, tiene un sabor muy fuerte, parece algo almizclada, curada por el tiempo de ese fuego lentísimo del hielo. Evoca, su sabor, la cacería, tiene algo de jabalí enfurecido y ebrio de adrenalina, algo de hígado de tigre cazado en ocasión de rabia, sabor que mezcla bilis y amargura. Conviene que el romero, la mucha sal, el ajo, los chiles mexicanos, la pimienta, el eneldo, el pimiento, todo esto y otros muchos condimentos maceren esa carne oscura como las cavernas. Conviene al animal y al paladar. Después de asado, se traga sumergido en vodka a menos cuatro grados, se muerde con cordura y se mezcla en la cueva de la boca con el licor helado, formando con las muelas un paté frío y fuerte. Traga sin miedo y ayuda a descender por el sensible esófago con otro poco de vodka.

Tres veces que probé esta receta, como tengo dicho, el efecto del asado de mamut fue feliz e hilarante. Te advierto, eso sí, que una vez produjo vómito, diarrea, palidez, e incluso en dos comensales anemias y sangrados. De todos modos, si lo preparan bien, no te pierdas jamás un convite de lomos de mamut asados.

Niegan algunos cientistas de mente estrecha el efecto hilarante del mamut. No atiendas a sus agrios comentarios: ellos jamás probaron y carecen, por tanto, de la única prueba. Es infalible regla culinaria: confía sólo en quien haya probado. Yo que probé el mamut puedo decirlo: tres veces sobre cuatro lleva a la deliciosa hilaridad.

Lloran a veces los niños, y no quieren probar ni esto ni aquello. Hacen muecas, chillan, patalean, protestan. Y las madres se jalan el pelo sufriendo porque sus criaturas no se callan ni se calman ni comen ni van a tener tan rubicundo aspecto como las de la vecina. Hay un secreto para ganar este combate. Secreto no mío, sino de Pellegrino Artusi, mi maestro, el más sapiente cocinero emiliano, benefactor de las escasas, pero ciertas, dulzuras domésticas. Lo traduzco:

“Si tenéis un huevo fresco batid bien la yema en una taza grande, con dos o tres cucharaditas de finísimo azúcar en polvo; luego montad la clara hasta obtener una esponja consistente, y juntadla a la yema mezclando de manera que no se baje. Poned la taza ante al niño con cachitos de pan para que los meta y moje allí, de modo que vaya haciéndose bigotes amarillos y se ponga contento. Ah, ojalá la comida de los niños fuera toda tan inocua como ésta, ya que por cierto habría así menos histéricos y convulsos en el mundo!”

¿Recuerdas que la suerte de la fea la bonita la desea? El refrán puede ser, simplemente, un consuelo para las feas o un desengaño para las bonitas. Es más bien un aviso: cuídate. Hay personas que no avanzan por exceso de talento, porque al ser buenas nunca se esforzaron y se quedaron girando alrededor de su fácil virtuosismo sin lograr salir de él. Es corriente la idea de que son tontas las bonitas, y por supuesto no es cierta. Pero algunas bonitas se bastan a sí mismas y creen no necesitar nada más que su hermosura: se descuidan, e incluso llegan, poco a poco, a embobarse. En el sonsonete de su belleza se embelesan, y así se quedan para siempre, aun cuando estén marchitas.

Algunas, además de inteligentes, son hermosas. Pero son tanto, lo uno y lo otro, que muchos hombres pierden el ánimo, se paralizan sintiéndose inferiores. Es un defecto de los hombres, claro, pero a ti te afecta; recuerda, si es tu caso, el consejo del sabio: “disimula la hermosura con el desaliño”.

Y hay otra circunstancia peligrosa: la incapaz de escoger porque las oportunidades fueron muchas, Como polillas revoloteando en las farolas la cortejaron muchos hombres, demasiados y quizás ella escogió alguno chamuscado, ¿Pero qué hacer cuando las noches eran un tiempo intermitente de sueño y serenatas? Parecían turnarse, los innumerables varones, para llevártelas, Y es difícil, así, enamorarse de uno, de uno solo, definitivamente, porque nadie reúne en sí mismo todas las cualidades y si aquél era más apuesto, éste otro era más instruido, aquél otro más rico, el de allá más simpático, y ese otro más alegre. Nadie que fuera alegre, apuesto, simpático, instruido… Todo al mismo tiempo. Te entiendo: hubieras querido preparar un coctel de los míos, mezclándolos, pero no era posible. Y claro, así cualquiera se equivoca.

En este punto, se supone, debería venir algún consejo, al menos un consuelo. Pero no, no se me ocurre nada. Como no sea que cultives tus defectos (pues no hay quien no los tenga), los acicales, los pulas, los exhibas, como una clara señal de que no perteneces al inaccesible mundo de los ángeles. No escondas tus miserias: puedes estar segura de quien gusta de tus defectos, que a tus encantos y cualidades cualquiera se aficiona.

El helado de pétalos de rosa, muy pese a lo que dicen insignes tratadistas, no es bueno para el mal aliento. Sólo una cosa te salva de este que se vuelve fiel inquilino cuando se instala dentro: cepillos, sedas, gárgaras, una higiene exhaustiva de la boca, esa especie de víscera que la naturaleza nos puso tan afuera. ¿Te ofendo si te digo que te laves los dientes? Ya sé que lo haces, que no dejas de hacerlo. Si es así y el inquilino no se va, entonces prueba pues los pétalos de rosa, mucho mejores que los aerosoles mentolados. No creo que funcione, pero otras recetas son aún más supersticiosas.

A la mujer virgen que desee perder esa su curiosa condición y que quiera romper ese cerrojo que encarcela su vientre, le daré la llave.

Tanto ruido se ha hecho con asunto tan simple, que no es fácil despojarlo de las telarañas de los siglos.

La virginidad, hace un minuto, la no virginidad, después: ¿“Eso era todo?” La mayor parte de las mujeres, simplemente, se decepcionan; incluso porque no duele tanto y quisieran que la culpa, si la hay, fuera más dolorosa. También porque el placer rara vez viene tan rápido y quisieran que el gusto fuera más gustoso.

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