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El conejo se deposita, pues, en la cazuela, destrozado. Se añaden muchas hierbas: tomillo, laurel, pimienta, clavos, orégano, romero, perejil. Y ajos y cebollas cabezonas. Dos litros de vino tinto seco y rojo como sangre. Se pone en un fuego lento, más que lento, lentísimo, ni siquiera en el fuego sino cerca del fuego. Allí, a las horas, empieza a murmurar, el conejillo empieza a murmurar. No hierve, no bulle, no bufa, no protesta, suelta su espíritu en un murmullo suave, despacioso, inaudible casi, imperceptible casi. Pocas burbujas breves y pequeñas ascienden. Y debe murmurar toda la tarde, toda la noche, toda la mañana y apenas al crepúsculo del día siguiente se podrá empezar a probar y masticar sus bocados. Son deliciosos, suaves, inanimados. Son casi un vegetal, pese a los huesos, pues los huesos después de los dos días son como pepas o semillas. El conejo murmurado te enseñará la calma y el desprendimiento que requieres. Ensaya este secreto, este rumor o chismecito, ensaya este murmullo si no me crees y para que me creas.

Algunas, en un reclinatorio y tras rejilla oscura, se confiesan. Otras, tal vez más sabias, van al baño y se lavan. Ambas quedan limpias y vacías de culpa. Una ducha, un baño de inmersión, un rato de palique con el pecho descubierto. Viejas recetas buenas para estar serenas.

Si encuentras a alguien que eres capaz de soportar (y ya es mucho), y ese alguien es también capaz de soportarte (y es ya casi sospechosa tanta coincidencia), y si a ratos no sólo lo soportas sino que lo quisieras más pegado tu lado, y si llega a faltarte cuando se tarda mucho y si a su vista te vuelve la alegría, no temas, entonces, en someterte a esa desolación de la cercanía que es la convivencia: es posible que consigas aguantarla.

Niega, niega, niega, di que no, que jamás, que no se te ha pasado por la mente. No, no estoy haciendo un elogio de la mentira, sino de la piedad. El hombre, como tú, prefiere no saber de una aventura que sólo fue casual. No lo tortures con una sinceridad y una franqueza innecesarias. No te confieses ni te sientas culpable. Y aunque haya indicios ciertos, niega, niega, que es mejor dejar una duda por la que el hombre pueda treparse hasta el olvido.

Para no declarar verdades inútiles, ya lo sabes, tómate a sorbos largos una de esas bebidas escocesas, con rocas o sin ellas.

Témele a tu hermana, a tu mejor amiga, y témele también y por supuesto, a la desconocida. Y desconfía de la que menos desconfianza te inspire, y conjura el influjo de la bruja, hierve la sangre de la vampiresa, horrorízate con la lasciva sonrisa que usa la coqueta.

Témeles, témeles a todas, acúsalas, atácalas, invócalas, azótalas. Es el medio infalible para perderlo.

Porque los celos, dijo alguien, son un ladrar de perros que atrae a los ladrones. Y tienen además su parentesco con la cobardía, que mata tantas veces antes de la muerte. El celoso es carnudo antes de tiempo, por creer sospechas y negar verdades, como dijo un poeta. Como un hipocondríaco ve síntomas en todo. Y lo curioso es que la verdad, la certidumbre, produce menos dolor y menos rabia que la simple sospecha.

A propósito. Tengo un potaje (mental) para calmar los celos, para disimularlos, si no para curarlos. Imagínate lo peor: piensa que él pasa su boca por los pelos de su vientre, figúrate su sexo entrando por el sexo de tu peor enemiga, oye incluso sus gemidos de gusto. Ya. De ahí no sigue más: o sí, que él sonríe y está feliz con ella, en otra parte. Ya sí no hay más.

Eso es lo peor, lo máximo. ¿No te calmas un poco? No, claro que no. Resulta que contra los celos no hay receta.

Algún día sentirás, si aún no ha llegado, la tremenda desolación de la convivencia. Él no te ve, De repente te hallarás convertida en un ser invisible. Algo a sus ojos te desaparece. Para esta soledad en compañía no vale la alharaca, el llanto no obra efecto, ni la risa. Es una cruel sorpresa encontrarse viviendo con un ciego sordomudo que, sin embargo, sí ve la pantalla de la televisión, sí ve las motas de polvo en los rincones, sí oye el timbre del teléfono, sí hace negocios a pleno vozarrón por su bocina.

Para este mal agudo, dicen algunas optimistas, hay una solución en la cocina. Y sugieren la siguiente receta con poder para cambiar el ánimo:

Conseguir seis perdices deshuesadas (tan hermosa perdiz que hace decir Pardiez). Lavarlas bien, muy bien, e irlas condimentando con sal y con pimienta. Dorarlas en mantequilla mezclada con aceite; agregarles después manotadas de hierbas aromáticas y cucharadas de crema de leche. Al horno van después en fuego regular hasta que estén bien hechas. Se sirven con puré y bien calientes.

Tan difíciles son de conseguir, en nuestros mercaditos, las perdices, que han sido pocas veces las que mis pupilas han logrado probar este conjuro embrujador contra la indiferencia. Reemplaza las perdices por gallinitas enanas y fíjate si con esta pequeña trampa la cosa sale bien. Pero cuando un marido se empieza a quedar ciego, lo mejor es que empieces a hacer caso, tan sólo, a quienes sí te ven.

N hay comida tan buena que a veces no haga daño. Por una vez que te falta, no rompes con tu amigo para siempre. Incluso el agua ahoga.

Si alguno de mis consejos alguna vez, no te cayó muy bien o tuvo efectos perniciosos, te ruego que le des una segunda oportunidad. Si vuelve a fracasar, no lo dudes, arranca y rasga la página culpable de este libro.

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