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Más nítidos tendrás los colores del iris, más transparente córnea, más libres las pestañas, más blanco el blanco que enmarca el más brillante prisma de tu cristalino. Y alumbrará tanto tu mirada que los que alcancen a vislumbrar por un momento tus pupilas no podrán más que parpadear de asombro.

Si algún día te enfermas de palabras, como a todos nos pasa, y estás harta de oírlas, de decirlas. Si cualquiera que eliges te parece gastada, sin brillo, minusválida. Si sientes náusea cuando oyes “horrible” o “divino” para cualquier asunto, no te curarás, por supuesto, con una sopa de letras.

Has de hacer lo siguiente: cocinarás al denie un plato de espaguetis que vas a aderezar con el guiso más simple: ajo, aceite y ají. Sobre la pasta ya revuelta con la mezcla anterior, rallarás un estrato de queso parmesano. Al lado derecho del plato hondo colmo de espaguetis con lo dicho, pondrás un libro abierto. Al lado izquierdo, pondrás un libro abierto. Al frente un vaso lleno de vino tinto seco. Cualquier otra compañía no es recomendable. Pasarás al azar, las páginas de uno y otro libro, Si algún día te enfermas de palabras, como a todos nos pasa, y estás harta de oírlas, de decirlas. Si cualquiera que eliges te parece gastada, sin brillo, minusválida. Si sientes náusea cuando oyes “horrible” o “divino” para cualquier asunto, no te curarás, por supuesto, con una sopa de letras. Has de hacer lo siguiente: cocinarás al dente un plato de espaguetis que vas a aderezar con el guiso más simple: ajo, aceite y ají. Sobre la pasta ya revuelta con la mezcla anterior, rallarás un estrato de queso parmesano. Al lado derecho del plato hondo colmo de espaguetis con lo dicho, pondrás un libro abierto. Al lado izquierdo, pondrás un libro abierto. Al frente un vaso lleno de vino tinto seco. Cualquier otra compañía no es recomendable. Pasarás al azar, las páginas de uno y otro libro, pero ambos han de ser de poesía. Sólo los buenos poetas nos curan la llenura de palabras. Sólo la comida simple y esencial nos cura los hartazgos de la gula.

Que no te aprese la mezquina costumbre del sollozo y cúrate de esto con porciones de arroz blanco. Te bastará una taza. Enjuágalo tres veces hasta que su agua lechosa se vuelva tenue y suave como seno de nodriza. Pon el doble de agua y una pizca de sal. Cuando haya hervido el agua revuélvela una vez. Ponle a la olla tapa y baja el fuego. Diez minutos después apaga el fuego sin destapar la olla. Espera un cuarto de hora con el arroz tapado. Luego podrás comer.

Si tienes una yema muy fresca de pato o de gallina, la puedes revolver con tu plato de arroz. El color de la yema en el arroz ahuyenta los sollozos y suprime el llanto. Si mucho, algo después, te quedará el rescoldo intermitente, casi jocoso, involuntario, del hipo.

La única noche, dijo alguien, es la del desvelo, la noche pasada en blanco. No se guarda memoria de las noches dormidas. Así el amor: el más inolvidable es el que nunca fue.

Como para el insomnio, también para el olvido hay jarabes y menjurjes. Pero ambos son remedios sin discernimiento. Los unos te dormirán tanto (sin sueños y sin sueño), que será como morir. Con los otros no olvidarás, si los tomas, lo que quieres olvidar: lo olvidarás todo, augusto o disgustoso que haya sido.

No te revelo, pues, mis brebajes para el sueño y el olvido. Poseen el mismo efecto que tiene la cicuta.

A quienes -luchadores empedernidos de lo autóctono- te reprochen tus platos forasteros, tendrás que recordarles que también los frisoles y el ajiaco, la carne en polvo y el chicharrón son importados. Ni marranos ni judías ni gallinas había en estas tierras del extremo occidente. Que llevemos tres siglos cocinando plátanos verdes y maduros no quita la verdad de que nos los trajeron, con sus esbeltos cuerpos, los esclavos.

Una vida es muy corta para el transcurso de la historia y si llevamos apenas decenios comiendo, qué sé yo, queso amarillo o lomo a la bernesa, dentro de dos milenios parecerá todo tan viejo como el chócolo, tan autóctono como el tamal, tan ancestral como el pan ácimo tragado con palabras sangrientas y carnales.

Los fundamentalistas del estómago limítense a la yuca, la papa o el tomate. Cosas buenas, mas pocas. En todo caso, si creen que su pasado es único, que no son un misceláneo menjurje de americano, europeo y africano, que se dediquen a cultivar sus limitados horizontes.

Yo por mí, tú por ti, siéntete multitud de todo aquello, y como pez en el agua y a tus anchas paséate con la felicidad de no sentirte falsa en ninguna de estas tres tradiciones culinarias. Es más, tampoco sientas ajena la oriental. Todo lo humano es de todos y así como el arroz nos deleita la lengua, también los chinos deberán encontrar, pues les conviene, el gusto por la arepa.

Mujer, quédate en paz, come lo que te guste que casi todo es bueno, venga de donde venga. El regionalismo culinario no es más que una estrechez de entendederas. Pocos versos tan tontos como esos de un poeta de la raza (¿de qué raza hablarán?) en que se trenza en disputa feroz a favor del maíz, contra la papa:

¡Salve, segunda trinidad bendita,
Salve, frisoles, mazamorra, arepa!
(…) ¡Oh, comparar con el maíz las papas.
Es una atrocidad, una blasfemia!

Eso sí, si un día estás en la obligación de invitar a personas que se jactan de ser muy naturales, muy locales y auténticas, perfectamente autóctonas, de esas que se envanecen porque jamás han ido a tierra ajena, entonces ese día les preparas nuestro más ancestral plato, la comida nuestra por antonomasia, maravilloso descubrimiento culinario de los indígenas que poblaban nuestras tierras por los lados del Citará. La receta está ciada por un cronista de la Colonia y consiste en freír unos gusanitos que los indios llamaban mojojui y nosotros todavía conocemos como mojojoy.

Son, decía el viajero, “gusanos más blancos que un armiño, pero mejor criados, robustos y macizos, tienen las cabezas encarnadas, y llaman mojojui. Estos para gente de minas y todos los que se hallan radicados en los montes, son muy apetecidos, pues dicen que es un bocado muy delicado, y lo que he observado es que no son más que manteca pues los he visto beneficiar para freír. Los rompen a lo largo por la mitad, les sacan las entrañas, que no es más que a modo de una flauta muy sutil, les cortan la cabeza, y los tajan lo propio que tocino de cerdo, les echan sal, y los ponen en una sartén al fuego. Rinden mucha manteca, fríen huevos en ella, y lo que quieren, y el tostado o chicharrón que queda lo comen con muchísimo gusto. Guisados, y de mil maneras los comen, son muy útiles, pues en sus tiempos se proveen varios negros con estos gusanos de manteca para muchos días.”

Ya verás, mujer, el éxito que tendrás con el mojojoy. Es deliciosa y auténtica comida, para hígados acostumbrados a nuestras hormigas culonas del cementerio de Bucaramanga. Dirás tan sólo que son langostinos o camarones autóctonos (de la tierra, mejor dicho), pura comida de las entrañas de nuestro propio suelo. Si no se los comen, al menos callarán.

La pulpa blanca del lenguado es manjar para enfermos. No quieras atraer La enfermedad comiendo, tú, lenguado. Aunque no, esto es superstición: no se enferma de tos el sano que liba miel.

Es conveniente, sin embargo, para la economía de la cosa pública, que dejes los remedios a quienes los requieren. Cuando estés sana y goces de un amor correspondido, come alimentos crudos: muerde la manzana, bebe jugos de frutas, pon entre dos estratos de jugosas peras un trozo de queso seco. El queso con las peras alimenta el amor afortunado.

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