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Era tan irreal cuanto había visto que me lo creía y no me lo creía.

– La extraña mujer se llevó a Encarna fuera de la casa.

– No lo sé. Aunque sí, sin duda, porque días después hice un examen de la casa de arriba a abajo, antes incluso de que encontraran el cadáver por ahí y nada vi que pudiera inducirme a pensar que allí se había realizado una carnicería. Ni en los cuartos trasteros del jardín, ni en ninguna de las habitaciones abandonadas.

– Tampoco oyó ningún ruido de coche al marcharse.

– No puedo asegurarlo. Imagínese mi estado. Lo cierto es que aquella mujer o lo que fuera se llevó a Encarna y que su estampa es tan irreal que es inverosímil, que para mí, después de esta explicación, ha dejado de existir. Es más, si yo fuera a la policía con esta historia no se la creerían, me crearía inútiles complicaciones y no evitaría la condena del marino. Él la mató.

– Es posible. Pero la otra o lo que fuera la descuartizó, y en la valoración del delito del marino va a pesar el ensañamiento con el cadáver.

– Él es culpable. Imbécilmente culpable. Es un adolescente inmaduro y peligroso que va por el mundo en perpetua historia de amor, en perpetua ensoñación. Le proponía a Encarna la fascinante aventura de fugarse juntos, de irse a buscar un rincón del mar, del mar, Encarna, porque el mar es mi vida, el último rincón del mar, tú y yo. Y le hablaba de un viaje que había hecho hasta las mismísimas puertas de ese lugar, de ese lugar mitificado, un viaje a Turquía, creo, por el Bósforo. No sabía qué mujer tenía en sus brazos. Creía tenerla y no la tenía. Ese imbécil fue el asesino.

Lo demás es anécdota.

– Pero este hombre va a pagar por lo que hizo y por lo que no hizo.

– Mi historia ha terminado y no la volveré a contar nunca más y usted haría santamente haciéndome caso, cobrando y callando. Nada vamos a arreglar. El marino contará su verdad y la policía no le creerá, la policía tendería a colgarle el crimen y todo lo demás, es la regla del mínimo esfuerzo y ella ya ha cumplido. Todo está a mi favor. Andrés y yo sólo iremos al juicio como testigos. El marino ni nos conoce. Cada cual podrá asumir su papel. Yo con pleno conocimiento de causa, Andrés desconcertado. Sin duda perderé a un amigo.

Pero es una amistad que ya ha dado de sí todo lo esperable.

Narcís abrió un cajón de su preciosa mesa de nogal, sacó una chequera, hizo un cálculo mental, escribió sobre un talón, lo arrancó y se lo entregó a Carvalho.

– Le pago mis tres cuartas partes.

Tal vez podría darle la cuarta que le corresponde a su novia, sobre todo en estas circunstancias en las que supongo que usted tendrá la gentileza de no cobrarle. Pero haría mal efecto, al menos a mí me lo haría, sería algo así como tratar de congratularme con usted por lo que sabe y por lo que podría ir contando por ahí. No tengo ninguna necesidad de congratularme con usted, será su palabra contra la mía. Además me parecería insultar su inteligencia.

No es usted mal detective, pero me parece que sigue a los acontecimientos. No se anticipa a ellos.

Carvalho comprobó la cantidad y la aprobó con la cabeza. Se guardó el cheque, avanzó hacia la puerta falsa, pulsó el botón y apareció el ámbito del corredor recién pintado de un color verde gris brillante.

– El único que se anticipa a los acontecimientos es el asesino.

– No es el único. Yo en este caso también me anticipé a los hechos, los he conducido, desde el principio hasta el fin.

– Es que usted tiene madera de asesino.

– Son puntos de vista.

Llevó el coche hasta la punta del rompeolas. Echó pie a tierra y llegó al extremo estricto de la ciudad, rocas dispuestas en declive para que protegieran la escollera de las locas indignaciones del mar y en la observación del horizonte perseguía la búsqueda del pasillo fatal por el que llegaría “La Rosa de Alejandría” días después. Enfrente la devaluada presencia del castillo de Montjuñc, en otro tiempo fortaleza del horror y ahora un jardín para paseos de masas endomingadas, cáscaras de pipas de girasol y autocares con ancianos dispuestos a morir viendo un mundo de rentas limitadas. La escollera era una cinta de asfalto en busca del origen de la ciudad y sus faldas de piedras se iban hacia las playas populares de la Barceloneta, Club Natación Barcelona, Orientales, La Deliciosa, San Sebastián, o tal vez ya no se llamaban así, pero allí estaban las playas hipócritamente entregadas al invierno, a la espera de los bañistas pobres, de la silenciada mayoría sin veraneo que contaba sus baños en el mar con los dedos de la mano cada verano, una felicidad devaluada a la que se llegaba en autobús.

Y más a lo lejos los depósitos de la Maquinista Terrestre y Marítima, el Maresme, la bruma. El círculo se cerraba de nuevo en el camino presentido, mar abierto. Una hilera de barcos fondeados fuera puerto trazaba una línea paralela con el horizonte. Formaban parte del decorado, como los pescadores veteranos, animales de roca, petrificados en su inmovilidad de acechadores. Salir al mar y esperar la llegada de “La Rosa de Alejandría”, avisar al marino, montarlo en un delfín y permitirle que se fuera a morir de melancolía en el límite de la tierra o del mar. Mas no era su oficio salvar vidas o destruirlas, sino observarlas en un fragmento determinado de su recorrido, sin preocuparse por el origen, ni por el final.

Había visto fragmentos de vida de Andrés, de su familia, de Paquita, del insuficiente y ya viejo señorito de Albacete, de la Sociedad Deportiva Albacete Balompié, de un ciego de Águilas, de dos monjas peatonales de Jaravía, la “Morocha”, su padre el animero, la vieja radiofónica, el propio autodidacta y dos personajes invisibles, para siempre imaginarios, Encarna y Ginés, mal casamiento de nombres no dotados para la sonoridad del mito, Peleas y Melisenda, Dafnis y Cloe, Encarna y Ginés no escapaban a una vieja olor de subdesarrollo, de esquina del mundo y de la lírica.

Por la escollera avanzaba un coche prepotente, un coche rico, con carrocería sueca, motores alemanes y acabados ingleses. Aparcó tras el miserable Ford Fiesta de Carvalho cubierto por el polvo de tan inútiles caminos y el ciego desprecio de las aves.

Del majestuoso sedán bajó un chófer uniformado que abrió la portezuela a un liviano caballero sonriente. Ni la corrección de su disfraz de rico discreto, ni su amabilidad con el chófer o su sonrisa brillante de hombre voluntariosamente feliz hubieran llamado la atención de Carvalho, de no ver que llevaba en la mano un sombrero de copa absoluto, el sombrero de copa más sombrero de copa que Carvalho había visto en su vida. Y el recorrido del caballero tampoco fue discreto.

Uno por uno fue abordando a los escasos paseantes en torno del faro y descendió las rocas en busca de los aislados pescadores, y a cada cual le daba algo que sacaba del sombrero de copa. Alguna promoción publicitaria, pensó Carvalho, y distrajo su atención de las idas y venidas del recién llegado hasta que oyó su voz dirigida a él y lo tuvo ante sí, con la cabeza delgada y calva echada hacia atrás y valorando a una cierta distancia la capacidad de Carvalho para recibir su propuesta.

– Permítame que le invite, caballero.

El hombre le tendía un puro que acababa de sacar del sombrero de copa.

Carvalho bajó la vista hacia el obsequio, lo cogió, en la etiqueta pregonaba su condición de puro filipino especial, 1884.

– Primero he pensado regalar cohibas, pero fumar cohibas está al alcance de cualquiera. Toda la elite política fuma cohibas.

El hombre sacó ahora una tarjeta de visita y se la tendió a Carvalho.

– Antonio Gomá, manager de multinacional. He cumplido cincuenta años y quisiera que compartieran conmigo mi satisfacción por esta victoria de la voluntad sobre la lógica. Los managers somos personajes solitarios que apenas salimos a la luz pública y me he permitido esta pequeña muestra de exhibicionismo, aquí, un sitio elegido al azar, un sitio para gentes relajadas que pescan, pasean o miran el mar.

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