– Y luego “Directo-Directo, Tablero deportivo, El loco de la colina”. ¿Escucha usted al loco de la colina?
– No.
– Es una maravilla. Un chico delicado. Muy buen chico también. Todos los chicos que salen por la radio son muy buenos. Pero el loco de la colina es el mejor. Está solo en una colina rodeado de discos y de libros de poesías. A veces también invita a gente y se ponen a hablar despacito y en voz baja. Termina muy tarde y entonces me duermo, pero me despierto como si tuviera un reloj en el cuerpo cuando está a punto de empezar “España a las ocho”. Alguna noche también escucho a ese tan malo, a ese que se mete tanto con la gente, García.
Ése se merecería que le dijeran cuatro cosas. Siempre está enfadado. Un día le quise telefonear, pero dio la casualidad de que se habían cortado las líneas. ¿No es verdad, Martín?
Usted me dijo que no había línea.
– Yo mismo lo comprobé. -Y añadió para que sólo le oyera Carvalho-: A la una de la madrugada.
– La radio y el Cristo en la Cruz. Mis dos consuelos. ¿Ha visto usted el Cristo en la Cruz?
– No.
– Está en El Bonillo y es de un pintor muy importante.
– Del Greco -apostilló el administrador en un tono de voz que equivalía a un: sin ir más lejos.
– ¿Y la familia?
– Ah, la familia…
– ¿Cuántos hijos tiene usted, doña Dolores?
Guiñaba el ojo el administrador para que Carvalho se predispusiera a una respuesta sorprendente.
– Siete. Como los siete pecados capitales.
– ¡Muy bien! -aprobó don Martín-.
Y este señor precisamente es amigo de un hijo de usted y le está buscando.
Del señorito Luis Miguel.
– Ah, Luis Miguel, Luis Miguel.
Smetana estaba por los cerros de Úbeda de la Moldavia y la anciana se había ido a las secretas montañas de sus recuerdos.
– Luis Miguel, Luis Miguel.
También era muy bueno, muy bueno.
Tuvo mala suerte, pobretico hijo mío.
Era el más guapo de todos mis hijos, el más guapo de El Bonillo, de Albacete. Daba gloria verle cuando se vestía de cazador y se iba a la perdiz con sus hermanos, su padre, los amigos de su padre. Nunca viene a verme.
¿Por qué no viene nunca a verme, Martín?
– Pero le escribe. A mí me consta que le escribe, señora Dolores.
– Ah, sí, esas cartas.
Los ojillos de la anciana resbalaron sobre un montón de cartas asomados al cristal de una vitrina. La codicia de los ojos de Carvalho fue captada por el administrador.
– No hay remite en el sobre.
Era un aviso dirigido al detective.
– ¿Dónde está su hijo, señora Dolores?
La anciana no asumió la pregunta de Carvalho.
– ¿Qué le costaría venir a verme?
Yo siempre le comprendí y más de una vez me puse entre él y su padre. Mi marido era muy recto, muy recto. Demasiado a veces. Aunque un hombre nunca es demasiado recto. Antes de que nos echaran abajo la casa de Tesifonte Gallego, antes de que nos fuéramos a aquel piso del pasaje Lodares, daba gozo ver las fiestas, en el jardín, en primavera o en el otoño, cuando empieza el otoño, porque luego el invierno se mete aquí y no hay quien lo saque. Aquéllos eran los buenos años de mi Luis Miguel.
Luego se presentó un día con ella y ya nada fue igual. Su padre le dijo: primero termina los estudios. Pero no hizo caso. Llevaba cuatro o cinco años encerrado para sacar notarías y lo envió todo a tomar viento por ella.
Para el pago que dio. Una mujer trae la suerte o la desgracia a la vida de un hombre. Y eso que se lo enseñamos todo. Le enseñamos hasta a coger un tenedor. ¿Dónde está Encarnita, Martín?
– Murió, señora Dolores, ya lo sabe usted.
– Murió, sí, pobrecita. Dios la haya perdonado.
– ¿Y su hijo, doña Dolores, dónde está?
Los hombros de la anciana se encogieron, pero sus ojillos estudiaban a Carvalho.
– Es necesario que le encuentre para algo que le interesa mucho a él.
– ¿Le quiere vender algo?
– No. No es eso.
– Es que si le quiere vender algo pierde el tiempo. No le queda nada.
Es el más pobre de mis hijos. Bueno, le queda algo. Cosas que le dejó su padre, su parte de lo que produce esto y La Casica.
– Tengo que hablar con él. Son asuntos relacionados con el fallecimiento de su mujer. Seguros. Asuntos familiares. Urgentes.
– No veo a mi Luis Miguel desde la otra Navidad. ¿Por qué no vino esta Navidad? Cada vez vienen menos mis hijos. Este año faltaron cuatro.
Uno se me fue a unas islas que están muy lejos, unas islas en las que hace calor todo el año. ¿Por qué se han de ir en estos días de fiesta? Con la ilusión que me hace reunirlos. Quién sabe si podremos hacerlo el año que viene. Luis Miguel tampoco vino. No podía venir.
Respetaron su voluntad de enigma, su juego de mirar a unos y otros ojos en la duda de si eran capaces de adivinar su secreto.
– Está en La Casica. Si le ve dígale que le espero, que venga a verme, que lo pasado pasado está. Y en cuanto a Encarnita… es como una hija para mí.
– Encarnita murió, señora Dolores.
– Sí, murió, pobretica.
Pero ya había dejado de interesarle el tema y volvió a conectar la radio.
Recuperó la paz cuando un locutor y una locutora se turnaron en la información sobre la vida política y cultural local. Aquella mañana había comenzado una reunión de la junta del gobierno autonómico de Castilla-La Mancha. Salieron el administrador y Carvalho del salón y nada más ajustar la puerta a sus espaldas, el administrador masculló:
– Como una hija. Si no fuera por la edad que tiene habría que decirle cuatro verdades. Me la hicieron la vida imposible hasta que se hizo una mujer y los puso a raya. ¡Como una hija!
– Por lo que parece el hijo está en La Casica.
– Vaya usted a saber. Lo dudo.
– ¿Dónde está eso?
– Es una vieja propiedad que el señorito Luis Miguel heredó directamente de su abuela, está en el quinto coño, con perdón. Allá por el nacimiento del río Mundo.
La imagen del salto de agua que había visto en la habitación de El Corral se sobrepuso al rostro caviloso del hombre.
– No sé qué se le puede haber perdido allí. Pero está chota perdido e igual le ha dado la chaladura por ahí.
– ¿Se puede comprobar? ¿Se puede telefonear?
– No. Es una vieja casona situada justo al lado del nacimiento del río Mundo, Los Chorros le llaman por allí, eso está por el Calar del Mundo, junto a la sierra de Alcaraz. Lo mejor es que vaya hasta Elche de la Sierra y se desvíe hacia la derecha, en dirección a Riopar, de Riopar al nacimiento del río hay un suspiro.
Pero para no perderse pregunte por allí. Vaya sitio de meterse. Pero no se haga demasiadas ilusiones de encontrarle. Ése, como siempre, está en cualquier parte, es decir, en ninguna parte.
Era su intención recoger el equipaje en el hotel y marchar hacia Riopar sin entretenimientos inútiles, pero junto a la cuenta, el recepcionista le entregó una nota y en la nota una cita: a las ocho en el pasaje Lodares.
Sin firma, pero la sombra de la imagen del bandurriero se cernía sobre el papel cuadriculado y la escritura en una letra educada por la vieja caligrafía escolar de perfiles gruesos, diríase que escrita inclusive por un viejo portaplumas. Una tarde inmensa y gris se abría más allá de las puertas del hotel, de nuevo el viento inexplicablemente impotente contra unas nubes obsesivas. Volvió a dejar el equipaje en la habitación y se fue a estirar las piernas por la calle Tejares, donde sobrevivía lo que aún quedaba de la arquitectura manchega de Albacete. Era como una concesión museística a la historia de la vivienda, en el marco de una ciudad implacable para su pasado físico. El viento era el único habitante ululante de las calles que le llevaban hacia el cinturón urbano, mortecinas las luces de los comercios a medida que se alejaban del centro, vacíos los bares todavía a aquella hora de la tarde.
– ¿Ha pasado usted por delante del ayuntamiento?