– ¿Te vas a quedar conmigo?
El conmigo había resonado al mismo tiempo que el estallido de la hoja de una navaja automática ante los ojos de Carvalho. Las rodillas del viejo contra las suyas, la navaja a dos centímetros de su cara y el cuerpo entregado a la blandura movediza del colchón, Carvalho se sintió atrapado y sin otra salida que una sonrisa y un poco de cándida sorpresa en la expresión que ofrecía a las ganas de creérsela que tuviera el viejo. Alguna serenidad había recuperado el bandurriero porque apartó la navaja, cabeceó como molesto consigo mismo y ofreció de nuevo el usted a Carvalho como un elemento de respeto.
– No me obligue usted a hacer cosas que ni quiero ni debo hacer. Pero está usted alborotando el gallinero.
No se puede ir de casa de putas en casa de putas con el nombre de don Luis en la boca. En dos horas ha soliviantado usted al personal. Primero se han creído que era usted policía, pero usted no es policía… Ni viajante.
– Según se mire.
– La documentación, por favor.
– ¿Por qué habría de dársela?
– De aquí no sale sin enseñarla.
Por las buenas o por las malas.
La navaja señalaba a la puerta.
Nuevas navajas podían asomarse. Los ojillos rómbicos vigilaron al milímetro el viaje de la mano de Carvalho al bolsillo interior de su chaqueta y la oferta del billetero con la documentación. Un chasquido se tragó la hoja de acero y las manos del viejo quedaron libres para manosear lo que Carvalho le ofrecía.
– Detective privado. Hombre, esto se pone interesante.
– Ya sabe de qué se trata. ¿Va usted al cine?
– Pues no voy al cine desde que pusieron aquélla de romanos en la que salía Nerón.
– ”¿Quo Vadis?”
– Ésa. Y puede saberse qué busca un detective privado en Albacete.
Carvalho pensó: le dirás que buscas la fórmula secreta del queso manchego, pero el viejo tenía mala leche, era evidente.
– A Luis Rodríguez de Montiel.
– ¿Por qué?
– Eso ya no me incumbe. Mis clientes me han encargado que le encuentre y eso es todo. No sé qué harán ellos luego con la información.
– ¿Quiénes son sus clientes?
– Familiares de Encarnación, la mujer de don Luis.
– ¿Y para qué quieren ésos encontrar a don Luis?
– Supongo que es algo relacionado con herencias o seguros. No sé nada.
– Ni herencias ni seguros. Ésa no tenía dónde caerse muerta.
Había dicho el ésa con una inquina mayor que su vejez.
– Bien. Doy por bueno lo que me ha dicho y lo daré por definitivo si mañana coge la carretera y se va por donde ha venido. Don Luis no está ni en Albacete, ni en Madrid, ni en España. Se fue a un largo viaje porque quedó destrozado, compréndale.
– Lo comprendo perfectamente. Yo en su lugar hubiera hecho lo mismo.
– Eso es ponerse en razón. Mañana carretera palante y hasta Alicante.
Rió el viejo el pareado, se puso en pie, apartó la silla y dio la espalda a Carvalho. Se volvió ya con una mano en el pomo de la puerta.
Repito. Descanse. Duerma en paz y mañana a casita.
– ¿He de interpretar que no va a venir la “Morocha”?
El viejo apretó los labios.
– Tengamos la fiesta en paz.
Y desapareció, aunque en el pasillo quedó el eco de un pelotón de pisadas que poco a poco se fueron alejando.
Carvalho se dejó caer sobre la cama.
El eco de la luz de la lamparilla dibujaba en el techo una luna menguante y enjaulada. Más allá de la puerta, el silencio. Se levantó para asomarse al pasillo y comprobar que el silencio traducía soledad. En el recibidor, ya no estaban las dos viejas, ni el gato, sólo el televisor dormido ratificaba la escena que había vivido minutos antes. Solitaria la escalera de granito y la puerta de madera que comunicaba el “meublè” con el bar le devolvió al panorama del local semivacío. La cajera seguía ilustrando a dos pupilas, otra pegaba la hebra con el último cliente y el loco electrónico seguía corriéndose delante de la máquina de marcianitos. Ni rastro de la rubita, ni de la “Morocha”, ni del viejo y sus sombras amenazadoras.
– ¿Ha visto usted al tío bandurrias?
La cajera y sus coloquiantes se echaron al desconcierto y al cruce de miradas de sorpresa.
– De quién habla usted.
– Es que no sé el apellido. Pero es un señor que va con guitarrico, canta mayos y me dijo que era animero por los pueblos de la sierra.
– Ah, el “Lebrijano”. Le llaman el “Lebrijano”, vive por aquí desde pequeñico, pero no es de Albacete, es de Lebrija y no sé yo muy bien ahora dónde está Lebrija. Es animero.
– No hace al caso. Pero me ha parecido verle arriba por el pasillo, y cuando he salido ya se había marchado.
– Pues por aquí no ha pasado. Tal vez se haya ido directo arriba.
– Y qué es un animero, si es usted tan amable de ilustrarme.
– Pues el “Lebrijano”, me parece a mí que es el jefe de una cofradía de animeros, de allí por la sierra, y ahora no sabría decirle si por Yeste o por Elche de la Sierra o Molinicos, en fin, por allí. Una cofradía de animeros pues es eso, una cofradía de animeros, ocho, diez personas que llevan todo el festejo de los días de Navidad, las nueve misas de gozo que empiezan con la del gallo. ¿Verdad tú?
– ¿Y qué sabré yo que soy de Villarrobledo y muy joven?
– ¿Y qué te crees tú que soy yo, mojama? Los animeros existían antes y ahora. Lo de las nueve misas es por los nueve meses que el niño Manuel estuvo en el vientre de su madre, María la Virgen. Los animeros cantan canciones muy bonitas mientras se hace la misa:
“Con ese agua bendita en que lavas las manos saca las almas de pena y la mía de pecado”.
¿A que es bonito?
– Muy bonito, sí, señora. Y el “Lebrijano” canta eso.
– Canta y dirige la cosa, porque no todo son misas y cantos. También está el pasacalle con la campana, por las aldeas y los cortijos. Hacen sonar la campana y dicen: ¡Ave María Purísima! Los de la casa han de contestar: ¿quién va?, y el cofrade ha de decir: las Ánimas, ¿se canta o se reza? Y el dueño de la casa, si todo ha ido bien durante el año, contesta: se canta. Y si ha habido algo malo pues dice: se reza. Es muy bonito todo, mira que me acuerdo de mi infancia y se me saltan las lágrimas.
Ya no podía para la evocación folklórica de la cajera. Los animeros son invitados a penetrar en cada casa a la que llaman y les dan suspiros, el suspiro es un dulce típico, ¿sabe usted?, rosquillas, confituras y buenos “mochazos” de aguardiente, coñac o anís y a veces bailan con las mozas de la familia y se les regala cosas, o propinas o cosas así, de un cierto valor. En mis tiempos los animeros iban en acémilas y en las aguaderas se llevaban los regalos, y era típico que los de la casa cantaran canciones subidos a las nogueras, a una noguera, sí, a un nogal que por la sierra hay muchos, y así recuerdo a mi padre, subido a un nogal y cantando malagueñas, jotas o seguidillas. Y se iba a poner a cantar la cajera cuando Carvalho le enderezó el coloquio.
– ¿Dónde podría encontrar yo al animero?
– Es de mal encontrar, porque despacha asuntos en Albacete, pero luego se va por ahí. Es un culo de mal asiento. Mire, mire, escuche qué coplilla he recordado ahora que cantaba mi padre:
“A las Ánimas benditas no se les cierra la puerta se les dice que perdonen y ellas se van tan contentas”.
Tourón arrojó la servilleta y clavó la mirada en la mancha marrón extendida sobre el bolsillo de la chaqueta blanca del camarero. Luego llevó los ojos hasta los del sirviente, estableciendo un pulso que el otro aceptó interrumpiendo el servicio.
– ¿Le parece bonito servir la mesa con la chaqueta recién salida de una cloaca?
– Perdone, pero es que no he tenido tiempo de…
– ¡Quítesela inmediatamente! No se sirve a los oficiales como si se sirviera en un tugurio de mala muerte.
Se quitó el camarero la chaquetilla blanca y la arrojó sobre un taburete.
Llevaba la camisa arremangada y Tourón examinó críticamente los medios brazos desnudos.