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– ¡Me insulta usted!

– No es mi intención. Le aseguro que si lo fuera ya se habría sonrojado.

– Caballeros, por favor, tengan moderación -dijo Littlefield-. Hablábamos de algo serio.

– Cierto: de tres vidas -comentó Arledge, que gustaba de decir siempre la última palabra de una discusión.

Miró hacia Hugh Everett Bayham, que le sonrió con complicidad y agradecimiento. Mientras el doctor Bonington lanzaba denuestos contra Raisuli con el fin de acabar con la tensión que se había extendido por toda la habitación, Littlefield, Tourneur y Handl atacaban la excesiva cautela del sultán, sin cuyo consentimiento las tropas británicas no podían dar un escarmiento a los rebeldes. Arledge pensó que gracias a la ridícula aunque bien fundada susceptibilidad de Léonide Meffre, Bayham y él habían establecido un contacto que sin duda los haría íntimos amigos: el que provocan las alianzas tácitas y las impunidades compartidas. Sus esperanzas de averiguar algún día lo sucedido en Escocia, que se habían desvanecido (pensó asimismo en aquel momento: en realidad sin fuerte oposición) cuando abandonaron Alejandría, volvieron a aparecer con intensidad cuando se alejaban de Túnez.

El Tallahassee surcaba las aguas y desde la orilla se divisaban sus resplandecientes luces.

En aquel velero nada era previsible, y así, por muy irrevocable que pareciera una decisión o por muy condenable que resultara una conducta, las cosas, merced a una simple insinuación de otras sendas más halagüeñas, se encontraban con la capacidad (siempre inadvertida y nunca tenida en cuenta por sus beneficiarios en los momentos difíciles, pese a sus abundantes demostraciones) de presentarse ante los ojos de los pasajeros, tras haberlos desalentado poco antes, tan prometedoras como el día en que el Tallahassee había zarpado de Marsella. Cuando esta capacidad hizo una nueva demostración de fuerza y de poderío sirviéndose de la primera plana de un periódico, la alegría y los endebles ímpetus volvieron a apoderarse del ánimo de los viajeros, muy en especial del novelista Víctor Arledge. ¿Fue tal vez aquella potente energía que flotaba sobre el Tallahassee -incapaz, sin embargo, de llevar una vida duradera: minada por los altibajos-, o fue quizá el deseo de poner fin a la tensión que los continuos cambios de propósito y el no saber a qué atenerse provocaban en él lo que hizo que Víctor Arledge tomara la inusitada decisión de dejar de lado temores, cortesía, prevenciones y cautelas para poner en juego su reputación en el empeño -su importancia inicial ya rebasada y ya entonces desmedida- de averiguar por qué Hugh Everett Bayham había sido secuestrado y llevado a Escocia y cuál era la identidad de la joven que le había otorgado sus encantos? Nunca logró saberse; y mucho importaría saberlo cuando tal decisión trajo como consecuencia la desaparición del gran escritor; su reclusión, su abandono, su renuncia y finalmente su muerte en circunstancias quizá no del todo desdichadas pero que probablemente ningún creador, es decir, ninguna persona que aspire a la inmortalidad, habría deseado.»

LIBRO CUARTO

Mientras observaba los dibujos de la alfombra, aguardando a que el señor Branshaw continuara tras tan larga pausa, oí el ruido que hacía el libro al cerrarse, y al levantar la cabeza algo sobresaltado por el golpe, que no esperaba, vi que la señorita Bunnage, con gran diligencia y como si corroborara con su actitud que el fin de la lectura había llegado, ponía el capuchón a su pluma y guardaba con cuidado y aplicación las hojas sobre las que, casi ininterrumpidamente desde que el señor Branshaw había empezado a leer, ella había garabateado sus impresiones sobre La travesía del horizonte, o cosa parecida, puesto que a pesar de que en más de una ocasión el roce de la pluma con el papel me había distraído e inducido a tratar de descifrar a distancia los apuntes de la señorita Bunnage, su menuda y abigarrada letra, al menos desde la posición en que yo me encontraba, era ilegible, y por tanto, aunque lo imaginaba, desconocía el contenido de su constante tarea. He de admitir, aunque mi gesto pueda resultar pueril e indicar que mis dotes de observación son nulas, que durante unos segundos no supe a qué atenerme: lo que hasta entonces había leído el señor Holden Branshaw, aunque hubiera ocupado toda la mañana en ello, no era demasiado extenso -yo calculaba menos de ochenta páginas, insuficientes para constituir por sí solas toda una novela: por corta que fuera, a juzgar por el grosor del original, La travesía del horizonte-, pero al mismo tiempo pensaba que el tono del último párrafo podía muy bien responder al de un final abierto, sin verdadero desenlace, y puesto que nuestro anfitrión había señalado la noche anterior que su amigo no había llegado a establecer con exactitud las causas que habían motivado la retirada de Víctor Arledge, dudaba entre emitir una opinión o preguntar cuántos capítulos quedaban todavía. Y cuando me decidí a hablar, más que nada para romper el embarazoso silencio que tanto la señorita Bunnage, ocupada en recoger sus instrumentos de trabajo, como Branshaw, que nos miraba impertérrito y a la espera de algún comentario, habían provocado, sólo se me ocurrió decir, en cierto modo también para contentar al dueño de la casa, cuya impaciencia yo adivinaba al verle repiquetear con los dedos sobre la cubierta del libro, que la novela era más que interesante aunque a veces el relato resultara un poco premioso y a pesar de que las partes dialogadas fueran muy inferiores a las otras. Al oír esto Branshaw pareció incomodarse y, todavía durante unos segundos, guardó silencio. Esto me hizo temer que cuando hablara sería para echarnos de allí sin más contemplaciones, tan hostil fue la expresión que adquirió su rostro ante mi inocente observación, que yo creía un elogio. Pero cuando por fin rompió su mutismo fue para exponer sus deseos de proseguir la lectura en otro momento, quizá a la mañana siguiente, ya que, según manifestó, por un lado se encontraba demasiado fatigado para continuar leyendo en voz alta con claridad -lo cual era imprescindible- después del almuerzo, y por otro tenía compromisos ineludibles durante la tarde, concertados muchos días antes de que la idea que nos había reunido en su casa hubiera surgido. La señorita Bunnage, más perspicaz que yo (en aquel instante me di cuenta de que si había actuado con tanta decisión cuando Branshaw cerró el libro era porque había adivinado en el acto que el gesto de éste significaba un descanso y no un punto final), se precipitó hacia la salida sin titubeos y, después de dar las gracias al señor Branshaw y despedirse de él hasta el día siguiente, insinuó que lo correcto por mi parte sería acompañarla hasta su casa, a lo cual yo respondí, temo que con cierto rubor en las mejillas, que lo haría con mucho gusto.

Salimos a la calle y echamos a andar; ella, vivaracha y con paso ligero, parecía tal vez un poner de Manchuria que trotaba; yo, aún no del todo satisfecho por las derivaciones que mi fiesta estaba teniendo, me limitaba a ofrecerle el brazo.

Cuando llegamos a su casa (un edificio bajo de fachada blanca, puertas y contraventanas verdes, aspecto agradable y anticuada sencillez) y yo ya me disponía a despedirme, ella me invitó a almorzar; y ante mi negativa inicial insistió tanto que tuve que aceptar, muy a regañadientes. Al parecer, vivía sola con una criada entrada en años que salió a recibirnos refunfuñando, y su fortuna, a todas luces heredada, debía de ser considerable a juzgar por los cuadros que adornaban las paredes y por la calidad de los muebles. La señorita Bunnage me introdujo en un espacioso comedor y me preguntó si deseaba algún aperitivo. Salió de la habitación en su busca -aunque volvía a tener mucha hambre y en absoluto quería avivarla preferí evitar el riesgo de tener que soportar un nuevo despliegue de ruegos e insistencias- y luego, mientras yo bebía una copa de sack a pequeños sorbos, ella y la criada pusieron mesa para dos.

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