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El primer plato dejó mucho que desear, y los prolongados silencios que se sucedieron entre las múltiples, distanciadas y aburridas indagaciones que la señorita Bunnage pretendía hacer sobre mi persona fueron intolerables; pero ya en el segundo plato, advertido de que la situación no podría cambiar a menos que yo lo quisiera, y reacio a permitir la aparición de violencias excesivas y superfluas, toqué el para mí carente de interés tema de La travesía del horizonte con la esperanza de que por lo menos la sonrisa de la señorita Bunnage, que había desaparecido para ceder su puesto a un mohín continuo de decepción mal llevada, retornara. Pero en contra de lo que yo suponía, al escuchar de mis labios el título de la obra en cuestión, la señorita Bunnage dio un respingo y su rostro se tornó grave. Yo, sorprendido por su reacción, dejé de hablar durante unos segundos para darle tiempo a que se repusiera, y cuando ya se hubo serenado con la ayuda de su servilleta -que había ocultado su alterada faz mientras procuraba sosegarse-, volví a insistir sobre el tema, no con el deseo de que volviera a pasar un mal rato -nada más lejos de mis intenciones- sino con el fin de que no se diera cuenta de que yo había advertido que su turbación se había debido a la mención de la novela del amigo muerto de! señor Branshaw. Y en efecto, así fue: esta vez la señorita Bunnage, sabedora de mis intereses y preparada para cualquier eventualidad, sonrió ante mi pregunta -¿sabe usted si realmente Víctor Arledge emprendió el viaje que narra el manuscrito de Branshaw y si existieron los demás personajes?-, tomó un bocado de carne, volvió a sonreír enigmáticamente y dijo:

– Piensa que la historia es disparatada, ¿verdad? Bueno, en cierto modo lo es. Pero he de advertirle que de momento no puedo decirle mucho acerca de este asunto; y lo siento de veras, porque creo que usted y yo ya somos como compañeros de armas o de viaje, y por tanto me parece justo que sepa la verdad. Pero no hoy; mañana tal vez, cuando el señor Branshaw haya dado por finalizada su lectura. Verá, si ahora contestara a su pregunta tendría la impresión de estarme comportando como uno de esos escritores que dejan leer sus novelas antes de que estén terminadas, y eso no me gustaría: demostraría que soy muy impaciente y que no sé callar en los momentos adecuados. Hay que saber prolongar la incertidumbre. Le ruego que me disculpe y le prometo que mañana le daré una respuesta convincente y satisfactoria, que seguramente le sorprenderá.

He de recalcar que si había hecho aquella pregunta no había sido en aras de recibir una contestación que sanase mi curiosidad, pues tal no existía, y por ello no dejó de intrigarme la incomprensible parrafada de la señorita Bunnage, que por un lado no me aclaraba si los hechos de La travesía del horizonte eran verídicos -ya que lo había preguntado, ¿por qué no saberlo?- y por otro, sin que yo me lo hubiera propuesto, abría incógnitas en mi mente que tal vez no en aquel instante, pero sí en algún otro momento dado -en el que no hallara nada mejor o más interesante para objeto de mis pensamientos-, me podrían resultar molestas. Pienso que mi sorpresa fue visible y que la señorita Bunnage, quizá adivinando mi incipiente y desconcertado interés, gozó con ello, por lo que lejos de intentar hacer más averiguaciones, me limité a decir:

– No faltaba más.

El resto de la comida discurrió sin variaciones palpables y la charla fue trivial, pero cuando, ya tarde, abandoné la casa de la señorita Bunnage, la opinión que en un principio me había formado de ella había cambiado notablemente. Ahora, no puedo evitarlo, la recuerdo con más que cariño, y aunque sólo la vi dos veces en mi vida, su frágil figura, que ella trataba de investir con atributos ingenuamente misteriosos sin lograr con ello disimular su buen carácter, tiene un muy especial significado para mí que no acierto a concretar. No habíamos vuelto a mencionar la novela del amigo del señor Branshaw, pero, superada la tensa situación de las primicias del almuerzo, habíamos encontrado múltiples temas, banales pero entretenidos, de qué hablar, y el tiempo había pasado rápidamente mientras tomábamos té o mirábamos el atardecer. Durante aquellas tres o cuatro horas que pasé en Finsbury Road descubrí que aquella damita indefinida y seguramente otoñal era mucho más inteligente de lo que había supuesto en un principio, y fue tal vez esta nueva apreciación lo que hizo que mi interés por La travesía del horizonte, primero pasivo y más tarde indolente, se hiciera -más que nada, me temo, como un tributo a la simpatía y a la admiración que poco a poco me fueron provocando las opiniones de la señorita Bunnage- muy agudo y tentador; tanto que, al despedirme de ella hasta la mañana siguiente, estuve a punto de recordarle la promesa que me había hecho: me pareció indelicado y callé, quedando así a merced de sus deseos, de su capricho, de sus sentimientos, de su voluntad y del azar.

El señor Branshaw me recibió con su cortesía característica que nada tenía de cordial y me rogó que le acompañara en la bebida mientras aguardábamos la llegada de la señorita Bunnage, que ya se retrasaba. Durante la espera el señor Branshaw y yo nos limitamos a beber vino italiano y a cruzar frases anodinas. Su falta de vitalidad me hacía preguntarme qué habría tenido de especial su amigo para que a su muerte Branshaw se hubiera erigido en proclamador de las excelencias de su única obra y hubiera asumido un papel para el que, en teoría, se requería un entusiasmo del que él carecía en absoluto: a medio camino entre el albacea y el biógrafo, el señor Branshaw no reunía los requisitos necesarios para adoptar ninguna de las dos posturas, y por otro lado, si bien no rebosaba de felicidad por el hecho de tener que leer a dos extraños lo que él consideraba la más importante novela de los últimos tiempos, tampoco, sin lugar a dudas, se lamentaba por tener que hacerlo. Si aquella frialdad era realidad, apariencia o adquisición yo no lo sabía, y en otras circunstancias habría dicho que poco me interesaba, pero aquel día, tal vez como continuación del homenaje que con mi curiosidad acerca de La travesía del horizonte le había rendido a la señorita Bunnage, saber el porqué de su conducta me resultaba imprescindible. Enemigo de las indagaciones, no preferí callar, sin embargo, una vez más, y, ya con cierta impaciencia, confiar en los conocimientos de la señorita Bunnage sobre la materia y en que su decisión de la tarde anterior fuera irrevocable.

El señor Branshaw, sentado en un butacón con la novela entre sus manos, carraspeaba, inquieto por la tardanza de la señorita Bunnage, y cuando ya habían transcurrido veinte minutos desde la hora de la cita, me propuso reanudar la lectura sin más dilaciones, alegando que no podía perder más tiempo con aquella historia y que si la señorita Bunnage no había acudido sería porque su interés habría decaído hasta el punto de no desear conocer el desenlace del libro. Yo insinué que aquello no era posible y le rogué que aguardara todavía diez minutos más. Accedió, pero todo fue en vano: la damita no llegó, y entonces, trastornado por el nerviosismo y el temor, me atreví a pedirle un nuevo aplazamiento que me permitiera -su teléfono no contestaba- ir hasta la casa de la señorita Bunnage para ver qué había sucedido y regresar con ella, si no había impedimentos, tan pronto como me fuera posible. Pero el señor Branshaw parecía estar harto de nosotros: hizo una levísima alusión al comentario que yo había hecho acerca de la novela el día anterior y mostró su descontento por la informalidad y la inconstancia de la señorita Bunnage, para añadir con tono de reproche:

– Señor mío, no puedo negar que cuando vi el entusiasmo y la emoción que suscitaba la existencia de la novela de mi amigo en el ánimo de la señorita Bunnage no pude por menos de sentirme halagado, tan esencial en mi vida resulta la aclamación de esta obra; y si bien mis intenciones eran las de mantener secreto su contenido hasta que fuera publicada, pensé que, por un lado, bien valía la pena dar una satisfacción a tan alta autoridad en Víctor Arledge como es la señorita Bunnage, y que, por otro, el que ella tuviera conocimiento del texto y lo aprobara serviría de punto de base para su lanzamiento. Por ello, y teniendo que hacer pese a todo un gran sacrificio para tomar tal decisión, acepté lo que ella me proponía. Usted, como ya se habrá imaginado (lamentaría decepcionarle ahora), fue invitado por no violar las más elementales reglas de educación. Pero ahora me doy cuenta de que cometí un grave error. Me temo, como ya le he dicho antes, que la señorita Bunnage encontró también el relato un poco premioso y los diálogos sin calidad y decidió que no valía la pena venir aquí esta mañana, lo cual, sin duda, va a dañar a La travesía del horizonte hasta límites imprevisibles. No intente contradecirme, por favor. No hay ninguna otra explicación plausible, y sobre todo no deseo prolongar durante un día más -quién sabe si inútilmente- esta situación, que me es en verdad dolorosa. No obstante suelo presumir de hombre justo, y aprecio su… digamos relativo interés por una cuestión que hasta ahora no le había preocupado. Por ello, y para acabar de una vez, voy a leerle el resto de la novela. Creo que si usted se ha tomado la molestia de venir hoy y de venir ayer aquí es por algo más que simple deferencia, y merece ser correspondido. Le ruego que no diga ni una palabra más y se limite a escuchar, si no lo considera una pérdida de tiempo.

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