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Nunca hubo un club donde sus miembros estuviesen más unidos Y donde la importancia del juramento tuviese tanto peso. A diferencia de los clubes de los caballeros adinerados de Mayfair ninguno de nosotros tenía un hogar o una querida esperándonos a la salida del Palacio de la Medianoche. Y también en clara divergencia con los vetustos montepíos para exalumnos de Cambridge, la Chowbar Society admitía mujeres.

Empezaré pues por la primera mujer que suscribió el juramento como miembro fundador de la Chowbar Society, aunque cuando la ceremonia tuvo lugar, ninguno de nosotros (la aludida incluida, a sus nueve años) pensaba en ella como en una mujer Su nombre era Isobel y, tal como ella decía, había nacido para las candilejas. Isobel soñaba con convertirse en la sucesora de Sarah Bernhardt, seducir a los públicos desde Broadway a Shafestbury, y colocar en el desempleo a las divas de la naciente industria del cine en Hollywood y Bombay. Coleccionaba recortes y programas de teatro, escribía sus propios dramas («monólogos activos», decía ella) y los representaba para todos nosotros con notable éxito. Sobresalían sus excelentes composiciones de mujer fatal al borde del abis-mo. Bajo su talante extravagante y melodramático, Isobel poseía, con la probable excep-ción de Ben, el mejor cerebro del grupo.

Las mejores piernas, sin embargo, pertenecían a Roshan. Nadie corría como Roshan, que había crecido en las calles de Calcuta al cuidado de ladrones, mendigos y toda una suerte de fauna de aquella jungla de pobreza que eran los nacientes barrios en expansión al sur de la ciudad. A los ocho años, Thomas Carter lo trajo al St. Patricks y tras varias fugas y retornos, Roshan decidió quedarse con nosotros. Entre sus talentos estaba la cerra-jería. No había en la Tierra un cerrojo que se resistiera a sus artes.

Ya he hablado de Siraj, nuestro especialista en casas encantadas. Siraj, amén de su asma, su complexión débil y su salud enfermiza, poseía una memoria enciclopédica, especialmente en lo tocante a historias tenebrosas de la ciudad (y las había a cientos). En los relatos fantasmales que adornaban nuestras veladas señaladas, Siraj era el documen-talista y Ben, el fabulador. Desde el fantasma cabalgante de Hastings House al espectro del líder revolucionario del motín de 1857, pasando por el horripilante suceso del llamado agujero negro de Calcuta (donde murieron más de cien hombres asfixiados tras ser apresados en un asedio al antiguo Fort William), no había cuento ni episodio macabro de la historia de la ciudad que escapase al control, análisis y archivo de Siraj. Huelga decir que para los demás, su pasión era motivo de regocijo y celebración. Para su desgracia, sin embargo, Siraj sentía una adoración por Isobel rayana en lo enfermizo. No pasaban seis meses sin que sus propuestas de matrimonio futuro (invariablemente declinadas) fueran causa de tormenta romántica en el grupo y agudizasen el asma del pobre amante ignorado.

Los afectos de Isobel eran competencia exclusiva de Michael, un muchacho alto, delgado y taciturno que se entregaba a largas melancolías sin motivo aparente y que tenía el dudoso privilegio de haber llegado a conocer y recordar a sus padres, muertos en unas inundaciones en el delta del Ganges al volcar una barcaza sobreocupada. Michael hablaba poco y sabía escuchar. Sólo existía un modo de llegar a conocer sus pensamientos: observar las decenas de dibujos que hacía durante el día. Ben solía decir que, si hubiese más de un Michael en el mundo, él invertiría su fortuna (por ganar todavía) en acciones de compañías papeleras.

El mejor amigo de Michael era Seth, un muchacho bengalí, fuerte y de semblante severo que sonreía unas seis veces al año y aun así con reparos. Seth era un estudioso de cuanto se pusiera en su línea de tiro, devorador incansable de los clásicos de Mr. Carter y aficionado a la Astronomía. Cuando no estaba con nosotros, dedicaba todos sus empeños a la construcción de un extraño telescopio con el que Ben solía decir que no llegaría a verse ni la punta de los pies. Seth nunca apreció el sentido del humor vagamente cáustico de Ben.

Tan sólo me queda Ben y, aunque le he dejado para el final, me resulta muy difícil hablar de él. Había un Ben diferente para cada día. Su humor cambiaba a la media hora y pasaba de largos silencios con el rostro triste a períodos de hiperactividad que acababan por agotarnos a todos. Un día quería ser escritor; al siguiente, inventor y matemático; al otro, navegante o buceador; y el resto, todo junto y algunas cosas más. Ben inventaba teorías matemáticas que ni él mismo conseguía recordar y escribía historias de aventuras tan disparatadas que acababa por destruirlas a la semana de terminarlas, avergonzado de haberlas firmado. Ametrallaba constantemente a todos cuantos le rodeábamos con ocu-rrencias extravagantes y con enrevesados juegos de palabras que siempre se negaba a repetir. Ben era como un baúl sin fondo, lleno de sorpresas y también de misterios, de luces y sombras. Ben era, y supongo que sigue siéndolo, aunque haga décadas que no nos vemos, mí mejor amigo.

En cuanto a mí, hay poco que contar. Llamadme simplemente Ian. Sólo tuve un sueño, un sueño modesto: estudiar Medicina y llegar a ejercer como Médico. La fortuna fue amable conmigo y me lo concedió. Como escribió una vez Ben en una de sus cartas, «Yo pasaba por allí y vi lo que estaba sucediendo».

Recuerdo que en los últimos días de aquel mes de mayo de 1932, los siete miembros de la Chowbar Society íbamos a cumplir los dieciséis años. Aquélla era una edad fatídica, temida y a la vez esperada con ansia por todos.

A los dieciséis años, el St. Patricks nos devolvía, según rezaban sus estatutos, a la sociedad, para que creciéramos como hombres y mujeres y nos convirtiésemos en adultos responsables. Aquella fecha tenía otro significado que todos comprendíamos muy bien: significaba la disolución definitiva de la Chowbar Society. A partir de aquel verano, nuestros caminos se separaban y pese a nuestras promesas y a las amables mentiras que nos habíamos llegado a vender a nosotros mismos, sabíamos que el vínculo que nos había unido no tardaría en desvanecerse como un castillo de arena a la orilla del mar.

Son tantos los recuerdos que conservo de aquellos años en el St. Patricks, que incluso hoy me sorprendo a mí mismo sonriendo ante las ocurrencias de Ben y las fantásticas historias que compartimos en el Palacio de la Medianoche. Pero quizá, de todas aquellas imágenes que se resisten a perderse en la corriente del tiempo, la que siempre he recordado con más intensidad era la de aquella figura que tantas veces creí ver al anochecer en el dormitorio que compartíamos casi todos los chicos del St. Patricks, una larga estancia, oscura y de techos altos y arqueados que hacía pensar en la sala de un hospital. Supongo que, una vez más, el insomnio que siempre padecí hasta pasados dos años de mi viaje a Europa me convirtió en espectador de cuanto sucedía a mí alrededor mientras los demás dormían plácidamente.

Fue allí, en aquella sala desangelada, donde tantas veces me pareció ver aquella pálida luz cruzar la habitación. Sin saber cómo reaccionar trataba de incorporarme y seguir el reflejo hasta el extremo de la estancia y en aquel momento la observaba de nuevo, del modo en que había soñado con verla en tantas otras ocasiones. La silueta evanescente de una mujer envuelta en mantos de luz espectral se inclinaba lentamente sobre la cama en la que Ben dormía profundamente. Yo luchaba por mantener los ojos abiertos y creía ver a la dama de luz acariciar maternalmente a mi amigo. Contemplaba su rostro ovalado y transparente envuelto en un halo brillante y vaporoso. La dama alzaba los ojos y me miraba. Lejos de sentir miedo, yo me perdía en el pozo de aquella mirada triste y herida. La princesa de luz me sonreía y luego, tras acariciar de nuevo el rostro de Ben, su silueta se desvanecía en el aire en una lluvia de lágrimas de plata.

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