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– Forma parte de mi trabajo -mintió Carter.

– Por supuesto. Sin embargo, perdone mi atrevimiento, pero, ¿cómo saben ustedes cuál es la verdadera edad de un chico que carece de padres y familia? Un tecnicismo, supongo…

– La edad de cada uno de nuestros internos se fija en la fecha de su ingreso o por un cálculo aproximado que la institución aplica -explicó Carter, incómodo ante la perspectiva de discutir procedimientos del St. Patricks con aquel desconocido.

– Eso le convierte en un pequeño Dios, Mr. Carter -comentó Jawahal.

– Es una apreciación que no comparto -respondió secamente Carter.

Jawahal saboreó el desagrado que había aflorado al rostro de Carter.

– Disculpe mi osadía, Mr. Carter -repuso Jawahal-. En cualquier caso, me alegra haberle conocido. Es posible que le visite en el futuro y pueda hacer una contribución a su noble institución. Tal vez vuelva dentro de dieciséis años y pueda así conocer a los muchachos que hoy mismo van a entrar a formar parte de su gran familia.

– Será un placer recibirle entonces si así lo desea -dijo Carter, acompañando al desconocido hasta la puerta de su despacho-. Parece que la lluvia arrecia con fuerza otra vez. Tal vez prefiera usted esperar a que amaine.

El hombre se volvió a Carter y las perlas negras de sus ojos brillaron intensamente. Aquella mirada parecía haber estado calibrando cada uno de sus gestos y expresiones desde el momento en que había penetrado en su despacho, husmeando en las fisuras y analizando pacientemente sus palabras. Carter lamentó haber hecho aquel ofrecimiento de extender la hospitalidad del St. Patricks.

En aquel preciso instante, Carter deseaba pocas cosas en el mundo con la misma intensidad con que ansiaba perder de vista a aquel individuo. Poco le importaba si un huracán estaba arrasando las calles de la ciudad.

– La lluvia cesará pronto, Mr. Carter -respondió Jawahal-. Gracias de todos modos.

Vendela, precisa como un reloj, estaba esperando en el pasillo el fin de la entrevista y escoltó al visitante hasta la salida. Desde la ventana de su despacho, Carter contempló aquella silueta negra alejándose bajo la lluvia hasta verla desaparecer al pie de la colina entre las callejuelas. Permaneció allí, frente a su ventana, con la mirada fija en el Raj Bha-wan, la sede del gobierno. Minutos después, la lluvia, tal como Jawahal había predicho, cesó.

Thomas Carter se sirvió otra taza de té y se sentó en su butaca a contemplar la ciudad. Se había criado en un lugar similar al que ahora dirigía, en las calles de Liverpool. Entre los muros de aquella institución había aprendido tres cosas que iban a presidir el resto de su vida: a apreciar el valor de lo material en su justa medida, a amar a los clásicos y, en último lugar pero no de menor importancia, a reconocer a un mentiroso a una milla de distancia.

Saboreó el té sin prisa y decidió empezar a celebrar su cincuenta aniversario, a la vista de que Calcuta todavía tenía sorpresas reservadas para él. Se acercó hasta su armario de vitrinas y extrajo la caja de cigarros que reservaba para las ocasiones memorables. Prendió un largo fósforo y encendió el valioso ejemplar con toda la parsimonia que requería el ceremonial.

Luego, aprovechando la llama providencia de aquella cerilla, extrajo la carta de Aryami Bosé del cajón de su escritorio y le prendió fuego. Mientras el pergamino se reducía a cenizas en una pequeña bandeja grabada con las iniciales del St. Patricks, Carter se deleitó con el tabaco y, en honor a uno de sus ídolos de juventud, Benjamín Franklin, decidió que el nuevo inquilino del orfelinato St. Patricks crecería con el nombre de Ben y que él personalmente pondría todo su empeño en que el muchacho encontrase entre aquellas cuatro paredes a la familia que el destino le había robado.

Antes de proseguir con mi narración y entrar a detallar los acontecimientos realmente significativos de este relato, que tuvieron lugar dieciséis años más tarde, debo detenerme brevemente para presentar a algunos de sus protagonistas. Baste decir que, mientras todo esto sucedía en las calles de Calcuta, algunos de nosotros aún no habíamos nacido y otros contábamos con apenas unos días de vida. Sólo una circunstancia nos era común y acabaría por unirnos bajo el techo del St. Patricks: nunca tuvimos una familia ni un hogar.

Aprendimos a sobrevivir sin ninguna de las dos cosas o, mejor, inventando nuestra propia familia y creando nuestro propio hogar. Una familia y un hogar elegidos libremente, donde no cabían el azar ni la mentira. Ninguno de los siete conocía más padre que a Mr. Thomas Carter y sus discursos sobre la sabiduría que escondían las páginas de Dante y Virgilio, ni más madre que la ciudad de Calcuta, con los misterios que albergaban sus calles bajo las estrellas de la península de Bengala.

Nuestro club particular tenía un nombre pintoresco, cuyo origen verdadero sólo conocía Ben, que lo bautizó a su capricho, aunque algunos manteníamos la sospecha de que había tomado la denominación prestada de un viejo catalogo de importadores por correo de Bombay. Sea como fuere, la Chowbar Society se constituyó en algún momento de nuestras vidas, a partir del cual los juegos del orfanato ya no ofrecían desafíos tentadores. Por el contrario, nuestra astucia estaba lo suficientemente desarrollada como para lograr escabullirnos impunemente del edificio al filo de la madrugada, pasado el toque de queda de la venerable Vendela, rumbo a nuestra sede social, la muy secreta y rumoreadamente encantada casa abandonada que ocupó durante décadas la esquina de Cotton Street y Brabourne Road, en plena ciudad negra y a tan sólo un par de bloques del río Hooghly.

En honor a la verdad, debo decir que aquel caserón, al que nosotros denominábamos con orgullo el Palacio de la Medianoche (en consideración al horario de nuestras sesiones plenarias), nunca estuvo encantado. La fama de su embrujo, empero, no era ajena a nuestra labor subterránea. Uno de nuestros miembros fundadores, Siraj, asmático profesional y experto erudito en historias de fantasmas, aparecidos y encantamientos de la ciudad de Calcuta, tramó una leyenda convenientemente siniestra y verosímil respecto a un supuesto antiguo inquilino. Esto ayudaba a mantener limpio y libre de intrusos nues-tro refugio secreto.

La historia, en breves palabras, versaba sobre un viejo comerciante que se aparecía envuelto en un manto blanco y recorría el caserón levitando sobre el suelo, con los ojos encendidos como brasas y largos colmillos lobunos asomando entre sus labios, sediento de almas incautas y fisgonas. El matiz de los ojos y los colmillos, por supuesto, era una aportación personal e intransferible de Ben, aficionado irredento a urdir tramas cuya truculencia colocaba a los clásicos de Mr. Carter, Sófocles y el sangriento Homero inclui-dos, a la altura del betún.

Pese a las resonancias jocosas de su nombre, la Chowbar Society era un club tan selecto y estricto como los que poblaban los edificios eduardinos del centro de Calcuta y emulaban a sus homónimos en Londres; salones donde vegetar, brandy en mano, era patrimonio de los más altos patricios sajones. Nuestro propósito, sin embargo, a falta de escenario más glorioso, era más noble.

La Chowbar Society había nacido con dos misiones irrenunciables. La primera, ga-rantizar a cada uno de sus siete miembros la ayuda, protección y apoyo incondicional de los demás, bajo cualquier circunstancia, peligro o adversidad. La segunda, compartir los conocimientos que cada uno de nosotros iba adquiriendo y ponerlos al alcance de los otros, armándonos para el día en que cada uno tuviéramos que enfrentarnos al mundo en solitario.

Cada miembro había jurado por su nombre y su honor (no disponíamos de parientes próximos a los que hipotecar en juramentos) cumplir con estos dos propósitos y guardar el secreto de la sociedad. En los siete años de su existencia ininterrumpida jamás se aceptó un nuevo miembro. Miento, hicimos una excepción, pero relatarla ahora sería adelantar acontecimientos…

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