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Sheere asistió en silencio al pequeño discurso de Jawahal sin apartar la vista de la caja de madera roja que cobijaba al áspid, imaginando su cuerpo escamoso retorciéndose en el interior. Jawahal alzó las cejas.

– Bien -concluyó-, ahora deberás disculparme si me ausento unos momentos para ultimar el recibimiento de nuestros huéspedes. Ten paciencia y espérame. Valdrá la pena.

Acto seguido, Jawahal asió de nuevo a Sheere y la condujo hasta un minúsculo cubículo al que se accedía por una estrecha puerta practicada en uno de los muros del túnel y que en otro momento había hecho las veces de cuarto para cobijar las clavijas de seguridad del cambio de vías. Empujó a la muchacha al interior y depositó la caja roja a sus pies. Sheere le miró suplicante, pero Jawahal cerró la puerta frente a ella y la dejó en la más absoluta de las oscuridades.

– Sáqueme de aquí, por favor -suplicó Sheere.

– Te sacaré muy pronto, Sheere -susurró la voz de Jawahal al otro lado de la puerta-. Y entonces nadie nos separará.

¿Qué quiere hacer conmigo?

– Voy a vivir dentro de ti, Sheere. En tu mente, en tu alma y en tu cuerpo -respondió Jawahal-. Antes de que amanezca, tus labios serán los mios y tus ojos verán lo que yo vea. Mañana serás inmortal, Sheere. ¿Quién podría pedir más?

Sheere gimió en la oscuridad.

– ¿Por qué hace usted todo esto? -suplicó la muchacha.

Jawahal guardó silencio unos instantes.

– Porque te quiero, Sheere… -respondió-. Y ya conoces el dicho: siempre matamos aquello que más amamos.

Tras una interminable espera, Seth apareció finalmente al pie de la plataforma que rodeaba la parte superior de la sala. Ian suspiró aliviado.

¿Dónde te habías metido? -exigió Ian. Su voz rebotó en la sala, formando un extra-ño diálogo con su propio eco. Sus escasas esperanzas de pasar desapercibidos durante el registro se estaban esfumando a toda prisa.

– No es fácil llegar hasta aquí -voceó Seth-. Este lugar es el peor nido de corredo-res y pasillos oscuros, quitando las pirámides de Egipto. Da gracias que no me haya perdi-do.

Ian asintió e indicó a Seth que se dirigiera al conducto que se internaba en el corazón de la araña de cristal. Seth recorrió la plataforma y se detuvo a su inicio.

– ¿Algo va mal? -preguntó Ian observando a su compañero situado a unos diez metros sobre él.

Seth negó en silencio y siguió caminando sobre la estrecha pasarela hasta detenerse de nuevo a dos metros del cuerpo que pendía de la soga. Se aproximó lentamente hasta el borde y se inclinó a examinar el cuerpo. Ian observó que el rostro de su compañero se desencajaba.

– ¿Seth? ¿Qué ocurre, Seth? Los cinco segundos siguientes transcurrieron avelocidad vertiginosa e Ian no pudo sino asistir al terrible espectáculo que se desplegaba ante sus ojos y registrar cada uno de sus detalles sin disponer de tiempo para reaccionar. Seth se a-rrodilló para desatar la soga que sujetaba el cuerpo, pero, al asirla, la cuerda se enroscó entre sus piernas como una serpiente y el cuerpo inerte se precipitó en el vacío. Ian con-templó que la cuerda que había sostenido el cuerpo tiraba de su amigo con una violenta sacudida y le arrastraba hacia las tinieblas de la bóveda, como a un títere indefenso. Seth, sujeto por la pierna, forcejeaba inútilmente y gritaba pidiendo ayuda mientras su cuerpo se elevaba en vertical a escalofriante velocidad y desaparecía de la vista.

Mientras eso sucedía, el cuerpo que había caído al vacío se precipitó sobre el charco de sangre. Ian observó que, bajo el manto brillante que lo envolvía, apenas quedaban los restos de un esqueleto cuyos huesos estallaron al impactar con el suelo y se disolvieron en polvo; el manto cubrió la mancha oscura y la absorbió. Ian reaccionó y se aproximó a él. Al examinarlo, reconoció aquel manto que había creído ver tantas ocasiones en el St. Patricks durante sus noches de insomnio, vistiendo a aquella dama de luz que visitaba a su amigo Ben en sueños.

Alzó de nuevo la mirada en busca de algún rastro de su amigo Seth, pero la oscuri-dad impenetrable lo había devorado y no quedaba más vestigio de su presencia que el eco moribundo de sus gritos recorriendo los recovecos de la bóveda catedralicia.

– ¿Has oído eso? -preguntó Roshan deteniéndose a escuchar los gritos que parecían provenir de las entrañas de la gigantesca estructura.

Michael asintió. El eco de los gritos se desvaneció y pronto ambos quedaron de nuevo envueltos en el intermitente tintineo que producían las gotas de la llovizna al impactar contra la parte superior de la bóveda bajo la que se encontraban. Habían ascendido hasta el último nivel de Jheeter's Gate y una vez allí habían descubierto el insólito espectáculo de la gran estación desde las alturas. Los andenes y las vías aparecían lejanos y el preciosista entramado de arcos y niveles superpuestos se apreciaba con mucha mayor claridad desde aquel punto.

Michael se detuvo al borde de una balaustrada metálica que se adentraba en el vacío sobre la vertical del gran reloj bajo el que habían cruzado al penetrar en la estación. Su percepción pictórica le permitió apreciar el hipnótico efecto óptico que insinuaba la fuga de cientos de vigas combadas desde el centro geométrico de la cúpula y que parecían perderse en una curva infinita que jamás llegaba al suelo. Desde aquella atalaya privile-giada, el espectador experimentaba la sensación de que la estación ascendía hacia el cielo, trazando una insondable torre de Babel que se adentraba en las nubes y se retorcía entre ellas como una columna bizantina. Roshan se unió a él y echó un breve vistazo a la vertigi-nosa visión que parecía embrujar a su amigo.

– Te vas a marear. Venga, sigamos. Michael alzó la mano en señal de protesta.

– No, espera. Ven aquí. Roshan se asomó fugazmente al borde de la balaustrada.

– Si miro otra vez, me caeré. Una enigmática sonrisa afloró en los labios de Michael. Roshan observó a su compañero, preguntándose qué es lo que sus ojos habrían descubier-to.

– ¿No te das cuenta, Roshan? -preguntó Michael.

Su amigo negó. -Explícamelo.

– Esta estructura -indicó Michael-. Si observas la fuga desde ese punto de la cúpu-la, te darás cuenta.

Roshan trató de seguir las indicaciones de Michael, pero el objeto de sus observacio-nes ni siquiera se le insinuaba.

– ¿Qué estás tratando de decirme, Michael?

– Es muy sencillo. Esta estación, toda la estructura de Jheeter's Gate, no es más que una inmensa esfera de la que sólo vemos la parte que emerge de la superficie. La torre del reloj está situada directamente en la vertical del centro de la cúpula, como un asomo del radio.

Roshan absorbió las palabras de Michael con parsimonia.

– Bien. Es una condenada pelota -admitió-. ¿Y qué?

– ¿Sabes la dificultad técnica que entraña construir una estructura como ésta? -preguntó Michael.

Su compañero negó de nuevo.

– Deduzco que considerable -adujo Roshan.

– Radical -sentenció Michael, desempolvando el adjetivo que reservaba al súm-mum de los superlativos-. ¿Por qué motivo alguien diseñaría una estructura como ésta?

– No estoy muy seguro de querer saber la respuesta -replicó Roshan-. Bajemos al nivel inferior. Aquí no hay nada.

Michael asintió, ausente, y siguió a Roshan en dirección a las escalinatas.

El subnivel inferior que se extendía bajo la plataforma de observación de la cúpula apenas medía metro y medio de alzada y estaba virtualmente inundado por las aguas filtradas de las lluvias que habían empezado a caer sobre Calcuta desde inicios de mayo. La superficie del suelo, casi bajo un palmo de agua estancada y corrompida que emitía un vapor fétido y nauseabundo, estaba cubierta por una masa de fango y escombros, descom-puestos por la acción de las filtraciones durante más de una década. Michael y Roshan, agachados para poder introducirse en el angosto subnivel, avanzaban trabajosamente entre el lodo que les cubría hasta el tobillo.

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