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Cruzaron el jardín a través de un estrecho túnel practicado entre la maleza que con-ducía directamente a la entrada principal de la casa. Una ligera brisa agitaba las hojas de los arbustos y silbaba entre las arcadas de piedra del palacio. Ben se volvió y la contempló exhibiendo una sonrisa de oreja a oreja.

– ¿Qué te parece? -preguntó, visiblemente orgulloso.

– Diferente -ofreció Sheere, temerosa de enfriar el entusiasmo del muchacho.

– Sublime -corrigió Ben, siguiendo su camino sin molestarse en contrastar nuevas valoraciones respecto al encanto del cuartel general de la Chowbar Society.

Sheere sonrió para sus adentros y se dejó guiar, pensando en lo mucho que le hubie-ra gustado conocer aquel lugar y a aquellos muchachos en una noche parecida, durante los años en que les había servido de refugio y santuario. Entre ruinas y recuerdos, aquel lugar desprendía ese aura de magia e ilusión que sólo pervive en la memoria borrosa de los primeros años de la vida. No importaba que fuera tan sólo por una última noche; estaba deseando pagar el precio de admisión en la casi extinta Chowbar Society.

«Mi historia secreta es en realidad la historia de mi padre. Una y otra son insepara-bles. Nunca le conocí en persona ni guardo más recuerdos de él que lo que aprendí de labios de mi abuela y a través de sus libros y sus cuadernos, pero, por extraño que os pue-da parecer, nunca me he sentido tan próxima a nadie en este mundo y, aunque él muriese antes de que yo llegase a nacer, estoy segura de que sabrá esperarme hasta el día en que me reúna con él y compruebe que siempre fue tal y como le imaginé: el mejor hombre que nunca hubo en el mundo.

No soy tan diferente de vosotros. No me crié en un orfanato, pero nunca supe lo que era tener una casa o alguien con quien hablar durante más de un mes, que no fuese mi abuela. Vivíamos en los trenes, en casas de desconocidos, en la calle, sin rumbo, sin un lugar que pudiésemos llamar nuestro hogar y al que regresar. Durante todos esos años, el único amigo que tuve fue mi padre. Como os digo, aunque él nunca estaba allí, aprendí cuanto sé de sus libros y de los recuerdos que mi abuela conservaba de él.

Mi madre murió al darme a luz y he aprendido a vivir con el remordimiento de no poder recordarla ni conservar más imagen de su personalidad que la visión que mi padre reflejaba de ella en sus libros. De todos ellos, de los tratados de ingeniería y de los gruesos volúmenes que nunca llegué a entender, mi favorito siempre fue un pequeño libro de cuentos que él tituló Las lagrimas de Shiva. Mi padre lo escribió cuando todavía no había cumplido los treinta y cinco años, y proyectaba la creación de la primera línea de ferrocarril en Calcuta y la construcción de una revolucionaria estación de acero que soña-ba realizar en la ciudad. Un pequeño editor de Bombay imprimió no más de seiscientos ejemplares del libro, de los que mi padre nunca vio ni una rupia. Yo conservo uno. Es un pequeño tomo negro con letras grabadas en oro sobre el lomo que rezan: Las lágrimas de Shiva, por L. Chandra Chatterghee.

El libro tiene tres partes. La primera habla de su proyecto de una nueva nación cons-truida sobre un espíritu de progreso basado en la tecnología, el ferrocarril y la electrici-dad. Él la llamaba Mi país. La segunda parte describe una casa, un hogar maravilloso que proyectaba construir para él y su familia en el futuro, cuando consiguiera la fortuna que ansiaba poseer. Describe cada rincón de esa casa, cada estancia, cada color y cada objeto, todo con un detalle que ni los planos de un arquitecto podrían igualar. Él llamó a esa parte Mi casa. La tercera parte, titulada Mi mente, es sencillamente una recopilación de peque-ños relatos y fábulas que mi padre había escrito desde su adolescencia. Mi favorito es el que da nombre al libro. Es muy breve y os lo contaré…»

En una ocasión, hace mucho tiempo, las gentes que vivían en Calcuta, fueron azotadas por una terrible plaga que acababa con las vidas de los niños y hacía que, poco a poco, los habitantes envejeciesen progresivamente y las esperanzas en el futuro se desva-necían. Para remediarlo, Shiva emprendió un largo viaje en busca de un remedio que curase la enfermedad. Durante su éxodo tuvo que enfrentarse a numerosos peligros. Eran tantas las dificultades con que se tropezaba en su camino, que el viaje le mantuvo alejado muchos años y, cuando volvió a Calcuta, descubrió que todo había cambiado. En su ausencia, un brujo llegado del otro lado del mundo había traído un extraño remedio que había vendido a los habitantes de la ciudad a cambio de un precio muy alto: el alma de los niños que nacieran sanos a partir de aquel día.

Esto es lo que vieron sus ojos. Donde antes existía una jungla y chozas de adobe, ahora se levantaba una gran ciudad, tan grande que nadie la podía abarcar con una sola mirada y se perdía en el horizonte fuera cual fuera la dirección en que uno mirase. Una ciudad de palacios. Shiva, fascinado por el espectáculo, decidió encarnarse en hombre y recorrer sus calles ataviado como un mendigo para conocer a los nuevos habitantes de aquel lugar, los hijos que el remedio del brujo había permitido nacer y cuyas almas le per-tenecían. Pero le esperaba gran decepción.

Durante siete días y siete noches, el mendigo caminó por las calles de Calcuta y lla-mó a la puerta de los palacios, pero todas se le cerraron. Nadie quiso escucharle y fue objeto de las burlas y el desprecio de todos. Desesperado, vagando por las calles de aque-lla inmensa ciudad, descubrió la pobreza, la miseria y la negrura que se escondían en el fondo del corazón de los hombres. Fue tanta su tristeza, que la última noche decidió aban-donar para siempre su ciudad.

Mientras lo hacía empezó a llorar y sin darse cuenta, fue dejando tras de sí un rastro de lagrimas que se perdían en la jungla. Al amanecer las lágrimas de Shiva se habían convertido en hielo. Cuando los hombres se dieron cuenta de lo que habían hecho, quisie-ron reparar su error atesorando las lágrimas de hielo en un santuario. Pero, una tras otra, las lágrimas se fundieron en sus manos y la ciudad no volvió nunca jamás a conocer el hielo.

Desde aquel día, la maldición de un terrible calor cayó sobre la ciudad y los dioses le volvieron la espalda para siempre, dejándola al amparo de los espíritus de la oscuridad. Los pocos hombres sabios y justos que en ella quedaban rezaban para que, algún día, las lágrimas de hielo de Shiva cayesen de nuevo desde el cielo y rompiesen aquella maldición que convirtió a Calcuta en una ciudad maldita…

«Ésta fue siempre mi predilecta entre las historias de mi padre. Es quizá la más simple, pero ninguna como ella personifica la esencia de lo que mi padre siempre significó para mí y sigue significando todos los días de mi vida. Yo, como los hombres de la ciudad maldita que tienen que pagar el precio del pasado, también espero el día en que caigan las lágrimas de Shiva sobre mi vida y me liberen para siempre de mi soledad. Mientras tanto, sueño con esa casa que mi padre construyó primero en su mente y, años más tarde, en algún lugar del Norte de esta ciudad. Sé que existe, aunque mi abuela siempre me lo ha negado, y sin que ella lo sepa, creo que mi propio padre describió en el libro el enclave en que pensaba construirla algún día, aquí en la ciudad negra. Todos estos años he vivido con la ilusión de recorrerla y reconocer todo lo que ya conozco de memoria: su biblioteca, sus habitaciones, su butaca de trabajo…

Y ésta es mi historia. Nunca se la conté a nadie porque no tenía a quién hacerlo. Hasta hoy.»

Cuando Sheere hubo finalizado su relato, la penumbra que reinaba en el Palacio ayudó a disimular las lágrimas que afloraban en los ojos de algún miembro de la Chowbar Society. Ninguno de ellos parecía dispuesto a romper el silencio con que el fin de su historia había impregnado la atmósfera. Sheere rió nerviosamente y miró directamente a Ben.

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