«-Ven aquí, bonita. Vamos a jugar al juego de la niña buena y la niña mala, ¿qué te parece?»
A Zarza le parecía angustioso, pero sabía que la pregunta de su padre no admitía respuesta. Así es que la niña se mordía las uñas, y hacía bascular el peso de su cuerpo de un pie a otro, y apretaba sus menudos puños contra el pecho, sintiendo batir allá dentro al corazón como un abejorro encerrado en una caja.
– Vamos a ver, vamos a ver… ¿Qué es lo primero que has hecho esta mañana al levantarte?
– Yo… yo… -balbuceaba ella.
– Venga, venga, sin pensarlo, deprisa.
– Yo he… he… me he lavado los dientes.
El padre sonreía, bonachón, con las sienes tachonadas de pequeñas gotas de sudor.
– Pero qué niña tan, tan, tan… -decía, malicioso, prolongando su zozobra-. ¡Tan mala! ¡Muuuy mala, sí señor! Porque los dientes hay que lavárselos después de desayunar, no antes.
– Pero, papá -argumentaba Zarza, cercana a las lágrimas-, el otro día contesté lo mismo y tú dijiste que era una niña buena…
– Pero el otro día era el otro día, cariño. Yo soy el que pone las reglas, de manera que las cambio cuando quiero. Yo soy tu padre, y tu padre es Dios, nenita -explicaba entonces él de muy buen humor, atusándose con delectación el cuidado bigote-. Así es que vamos con la segunda, y a ver si pones más atención… Veamos… ¿Cuántos vasos de leche debes tomarte al día?
Zarza temblaba, pensando que ese juego debería llamarse en realidad el juego del padre bueno y el padre malo. Pero no había más remedio que seguir, así es que tomaba aliento y respondía:
– Cua… cuatro.
Papá se desternillaba:
– ¿Pero es que quieres arruinarnos, corazón? ¡Muy mala niña, pero que muy mala…! Con dos vasos al día basta y sobra… Si sigues así me parece que hoy vamos a terminar muy pronto…
Si Zarza acertaba cinco respuestas, es decir, si su padre le concedía que había acertado, la niña recibía un beso en la mejilla y unas cuantas monedas, y se podía marchar. A veces sucedía así: a veces, después de varios errores y una cantidad considerable de inquietud, Zarza quedaba libre. Pero por lo general la niña perdía; por lo general acumulaba esos cinco fatídicos fallos que la condenaban al castigo.
– ¡Caíste otra vez! -proclamaba el padre entre risotadas. Nunca aprenderás a jugar este juego…
En la derrota, Zarza tenía que bajarse las braguitas y colocarse boca abajo sobre las rodillas de él. Y entonces el padre comenzaba a propinarle una azotaina, primero no muy fuerte, con la palma bien abierta, sobre las nalgas desnudas. Pesaba el sol de la siesta sobre el mundo, recalentando el aire del despacho aunque las puertas correderas estuvieran abiertas sobre el jardín y sobre la piscina; y en aquella atmósfera densa y sofocante caía una y otra vez la mano de papá sobre el culito redondo de la pequeña Zarza, primero suavemente, luego más fuerte, luego de nuevo suave, y después unas cuantas palmadas restallantes sobre la piel enrojecida, y a continuación un golpeteo rítmico, las manos de papá a ratos casi acariciantes y a ratos haciendo daño, mientras por la ventana abierta entraba un mareante olor a cloro y el zumbido malsano de los moscardones.
Entonces sonó el timbre del teléfono móvil, una musiquilla necia y saltarina que Zarza escuchó con sobresalto. Desde la primera nota supo que se trataba de Nico. Sin dejar de conducir, rebuscó frenética en su bolso hasta encontrar el aparato y luego se lo arrimó al oído con prevención, como si pudiera resultar herida sólo por escuchar.
– Sí…
– ¿Vas a volver a colgarme?
Era él, sin duda; con una voz más ronca, más ajada. Pero hacía siete años que no se hablaban, y siete años son muchos, sobre todo si se viven en la cárcel.
– No…-musitó Zarza, casi sin aliento.
¿Cómo había conseguido localizar ese número de teléfono? Pero Nicolás siempre fue el más inteligente, el más intrépido de todos ellos, el más capaz.
– Mejor. Tampoco arreglas nada huyendo. Sabes que te voy a atrapar de todas formas.
Era verdad: Zarza lo sabía.
– ¿Qué quieres de mí?
– ¿Y aún me lo preguntas? Quiero hacerte pagar por lo que me has hecho.
– ¿Dónde estás?
– Siempre detrás de ti -dijo él.
Y cortó.¿Y si es verdad?, pensó Zarza; ¿y si me está siguiendo? Se encontraba en la avenida de Uruguay, entre un tráfico más o menos fluido de media mañana. Miró por el retrovisor: podía estar en aquel coche rojo, o en el Peugeot blanco, o incluso en la camioneta… Seguramente la había estado esperando en la residencia de Miguel; cuando ella había mirado a su alrededor no había sabido descubrirlo, pero seguramente sí que estaba allí, agazapado como una astuta alimaña, escondido dentro de un coche o detrás de una esquina. Sí, ella era una estúpida, seguro que Nico había estado esperando en los alrededores de la Residencia y ahora se encontraba a sus espaldas, contemplándola desde la impunidad del perseguidor. Aturullada por la angustia, se arrimó al bordillo entre los bocinazos de los demás conductores hasta que encontró un lugar donde estacionar. El Peugeot blanco pasó, la camioneta pasó, el coche rojo pasó. A su lado, los vehículos continuaban su marcha acompasada como un rebaño de bestias metálicas. Permaneció un buen rato detenida al borde de la corriente rodada y de la rutinaria vida matinal, esperando a que sus pulsaciones se normalizaran. No parecía que hubiera nadie detrás de ella. Zarza respiró hondo: no podía permitirse esas crisis de miedo. Intentó comprobar el número desde el que Nico llamaba, pero no salía identificado en la pantalla del móvil. Miró el reloj. Las 11:40. Entonces advirtió que se encontraba muy cerca de casa de Martina; no lo había pensado antes, pero era posible que ella tuviera alguna noticia de Nicolás. Claro que hacía muchos años que Zarza no veía a su hermana y no sabía cómo iba a reaccionar ante su presencia. Aun así, decidió visitarla. No se le ocurría qué otra cosa hacer.
Dejó el coche donde estaba y echó a andar. Tan sólo tenía que doblar por la primera esquina y bajar la calle Colombia hasta llegar a Perú. Habían empezado las rebajas de enero y, al tratarse de un distrito comercial, las aceras estaban bastante concurridas. Sí, desde luego siempre podía seguir su impulso inicial y marcharse de la ciudad e incluso del país. Desaparecer entre los pliegues de la Tierra, como su propio padre. Pero con qué dinero, a dónde, para qué. Y no es que su vida actual fuera un logro por el que mereciera la pena luchar. En realidad era una vida chata y anodina. Fuera de sus visitas a Miguel y de sus manuscritos medievales, sus días eran un vago aturdimiento, una somnolencia carente de sueños. Un sopor que tenía cierto atractivo, porque el embrutecimiento es lo más cercano a la inocencia. Pero la llegada de Nico le había sacado de ese sueño diurno, de esa cotidianidad narcotizada. Recién despierta, Zarza descubría que estaba demasiado cansada para seguir huyendo; se sentía mayor y sin energía, como si el esqueleto le pesara demasiado. No, no se iría. Había prometido a Miguel que no le volvería a abandonar. Y, además, Nico la encontraría. Por mucho que corriera y que se escondiera, él acabaría por encontrarla.
Avanzaba Zarza por la calle y por primera vez en mucho tiempo iba mirando alrededor, atenta a cualquier detalle sospechoso, a cualquier ruido, tan alerta como una ardilla en un campo sin árboles. Esta actitud era extraña en ella, porque Zarza siempre procuraba evitar los lugares públicos y, cuando no tenía más remedio que andar entre la gente, caminaba clavando los ojos en el suelo. Le horrorizaba que la reconocieran los de entonces; que viniera alguien que la hubiera tratado en los tiempos crueles de la Blanca. Su físico irlandés, tan poco usual, era una desventaja: no se olvidaban de ella. Había sucedido ya en una ocasión; fue en el metro, una tarde, cuando regresaba de la editorial. El vagón estaba medio vacío y el hombre se acerco, probablemente animado por la estrechez del espacio y la falta de salida.