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Se había puesto en pie diciendo esto y se acercó a Zarza, barrigón y bamboleante, mientras ella retrocedía hasta sentir la pared pegada a las espaldas.

– Un chivato siempre es un chivato -prosiguió el Duque-, está en su naturaleza. El que traiciona una vez, traiciona siempre. Ya ves, tú ya lo hiciste antes y ahora vienes aquí otra vez corriendo. Un soplón es un tipejo que no tiene huevos suficientes ni para sostener el peso de sus pantalones. Es un mierda que no respeta ni a su madre ni a su padre. Eso eres tú, zorrita.

El Duque se había ido echando encima de Zarza y ahora la aplastaba con todo su corpachón contra la pared. Extendió una de sus manazas y agarró la cara de la chica, estrujándole las mejillas hasta hacer que sus labios se entreabrieran. Zarza advirtió, con estúpido e inútil detallismo, que el interior del cuello de la camisa del Duque mostraba una negruzca línea de mugre.

– Entre mi gente, lo que hacemos con los soplones es cortarles la lengua y metérsela por el ojo del culo. Pero como tú eres mujer te voy a dejar marchar. Ya ves, para que luego digáis todas esas cosas feas del machismo…

Soltó una carcajada y luego besó los labios de Zarza, introduciendo por un instante su gruesa y viscosa lengua en la boca de ella. Zarza dio un grito sofocado, se revolvió y salió corriendo por la puerta; el Duque, a sus espaldas, la dejó ir, riéndose por lo bajo.

Benja y los otros la contemplaban desde lejos con curiosidad, aún instalados en el muro de entrada. Zarza moderó sus pasos, intentando plantar los pies con fuerza en el suelo para que los chicos no notaran el temblor de sus piernas. Mientras caminaba hacia el coche empezó a mirar a su alrededor, fingiendo una tranquilidad de la que carecía. Allí, al otro lado de la pequeña hondonada, estaban las restantes casas del poblado. Aquella de la puerta pintada de verde debía de ser la de Baltasar, y aquella otra tan pequeña la de Carlos el Cojo. Los viejos recuerdos cayeron súbitamente sobre Zarza, enloquecedores y punzantes. En la hondonada, junto a la fuente, había un cuerpo tumbado sobre la tierra, o más bien desplomado en posición inverosímil, como si careciera de espinazo. Parecía un ajusticiado medieval abandonado a las puertas de un castillo.

– ¿Qué querías del viejo? -preguntó Benja cuando ella alcanzó su altura.

– A ti no te importa -contestó Zarza con brusquedad, disimulando la agitación de su voz.

En ese momento las nubes invernales se entre abrieron y un rayo de sol iluminó el poblado. Y entonces sucedió algo inconcebible: el campo de alrededor, que estaba cubierto de oscuros montículos de tierra, estalló en una catarata de destellos, chispazos cegadores, fríos relámpagos. El aire se incendió de luz en torno a ellos, tornasolado y titilante.

– ¿Qué es eso? -preguntó Zarza sin aliento.

– Ah, eso -contestó Benja, fingiendo displicencia-. Es la planta de basuras de aquí al lado.

– ¿El qué?

– La fábrica esa. Es una planta de reciclaje de vidrio. Todas esas colinitas son montones de cristales machacados. Con el sol es bonito, ¿verdad? -añadió al fin, sin poder evitar una nota de orgullo.

Alrededor del poblado ardía el mundo como si fuera un lugar maravilloso. Hasta que, de pronto, las nubes se cerraron y los diamantes se convirtieron nuevamente en detritus. Zarza y el muchacho parpadearon, intentando acostumbrar sus deslumbrados ojos a la melancolía de la vida sombría.

– Bueno -dijo Benja-, vuelve cuando quieras.

Y Zarza tragó saliva y se metió en su coche.

Cubrió el largo trayecto de regreso como sonámbula. De cuando en cuando abría la ventanilla y sacabala cabeza para escupir, porque le parecía que el Duque había dejado en su boca una saliva espesa y nauseabunda, la baba envenenada de una serpiente. No era la primera vez que sentía este asco indecible, pero en las otras ocasiones había estado protegida por la Blanca. Porque la Reina velaba por sus víctimas. Las envolvía con su amor helado hasta matarlas, como la araña envuelve a la mosca en fina seda. Estaba desconcertada. Había cifrado todas sus esperanzas en la posibilidad de descubrir dónde se ocultaba Nicolás, con el convencimiento casi mágico de que, de conocer su paradero, ella podría convertirse en la perseguidora de su perseguidor, en la cazadora y no en la pieza. Esa transmutación era una manera de salvarse y por el momento no se le ocurría otra. Pero no era eso sólo, el desencanto de sus planes, lo que la había dejado tan trastornada. Las palabras del Duque habían tocado una herida interior, un núcleo de memoria que abrasaba. Se había mantenido los últimos siete años construyéndose una vida meticulosamente vacía de recuerdos, y ahora el pasado empezaba a removerse dentro de su sepulcro, como un muerto viviente, amenazando con salir y destrozarlo todo. Regresaba Zarza, pues, a la ciudad, sabedora de que acudía al encuentro de Nico. En algún lugar de ese abigarrado perfil de edificios se encontraba él aguardando con paciencia su llegada, de la misma manera que Puño de Hierro aguardó durante años al Caballero de la Rosa para que se cumpliera fatalmente el destino de ambos. De repente a Zarza se le había venido a la cabeza el libro que estaba preparando para la editorial: era una edición de lujo de El Caballero de la Rosa, la hermosa leyenda escrita en el siglo XII por Chrétien de Troyes y descubierta por casualidad, en los años setenta, por un joven medievalista inglés llamado Harris entre los manuscritos de un viejo monasterio. Ese antiguo relato de amor y odio, de rivalidad y dependencia, le parecía ahora relacionado de algún modo con su propia vida. Le desagradó acordarse del libro, porque se trataba de una de esas obras que, como Las mil y una noches, arrastran consigo una maldición. En el caso de los relatos de Sherezhade, se decía que quien leía el texto en su totalidad moría abruptamente. En cuanto a El Caballero de la Rosa, se suponía que todos aquellos que tenían algo que ver con el texto quedaban condenados a un destino cruel. Ya lo avisaba el poético Chrétien al principio del libro:«"Ésta es una historia funesta…"». De hecho, la obra quedó sepultada en un monasterio de Cornualles y nunca se hizo pública; y cuando Harris la desempolvó, ocho siglos más tarde, la mayoría de los historiadores consagrados, como Jean Markale o Georges Duby, la consideraron un fraude. Harris fue despedido de su trabajo y malvivió durante una década perseguido por la ignominia, hasta que el gran medievalista Jacques Le Goff publicó su famoso e irrefutable ensayo probando la autenticidad de El Caballero de la Rosa. Pero ya era tarde; Harris se había convertido, para entonces, en un tipo amargado, un alcohólico, un miserable que fue de bronca en bronca y de pelea en pelea hasta que murió prematuramente de cirrosis.

Aunque, quién sabe, tal vez fuera así antes. Tal vez Harris hubiese sido desde siempre un tipo atroz y el escándalo sólo le hubiera servido de excusa y acicate. ¿Hasta qué punto nuestras mezquindades pueden ser justificadas por la desgracia? ¿Hasta qué punto el cojo puede ser cojo y malo? ¿Le está permitido al ciego ser despótico? ¿Cuánta ruindad puede ser perdonada, por ejemplo, por el suicidio de un padre o la muerte de un hijo? Tal vez le ocurriera a ella lo mismo; tal vez Zarza hubiera sido una planta torcida y espinosa desde el mismo principio, una mala zarza que nació ya maldita, arrastrando el peso de un destino canalla. Zarza la chivata, como el Duque decía.

Un soplón, había dicho también, es un mierda que no respeta a su madre ni a su padre. La madre de Zarza había sido una irlandesa melancólica que se pasaba la vida en la cama, entre penumbras, coronada por un halo de pañuelos empapados de lágrimas. Su padre, en cambio, era Dios. El mismo se lo había comunicado a Zarza cuando ella tenía cinco años. Pero era el Dios del Antiguo Testamento, una divinidad que degollaba niños.

Recordaba Zarza las tardes de verano. Hubo otros momentos y otros hechos, pero ella sobre todo recordaba aquellas tardes pesadas y calientes, cuando el padre se tumbaba en el sofá de su despacho e intentaba dormir la siesta y no podía. Entonces llamaba a Zarza; y cuando la cría entraba temblorosa en la habitación se lo encontraba sonriendo, con los pies descalzos y los pelos alborotados, vestido con el traje de baño y un albornoz encima.

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