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– Hombre, la pelirroja guapa de las pecas en los muslos…-dijo sin acritud, casi educadamente.

Era un individuo tal vez sesentón, gordito y calvo, vestido con un traje oscuro barato y una camisa blanca de tergal. Zarza no se acordaba en absoluto de él. No le había visto nunca.

– ¿Qué? ¿Al trabajo? -preguntó, componiendo una patética sonrisa picarona.

– Me parece que se está equivocando de persona -dijo Zarza con la garganta seca.

– Qué me voy a equivocar! Pues no nos lo pasamos bien ni nada…-dijo el tipo.

Pero la voz se le había ido apagando y ya no insistió más. Tal vez fuera un buen hombre. Zarza hubiera querido matarlo. Hubiera querido clavarle un cuchillo justo por encima del ombligo, en ese vientre que se adivinaba voluminoso y blando, y abrirle hacia abajo su sebosa tripa, y llegar a su miembro pingante y arrugado, a esa piltrafa oscura con pretensiones, y rebanárselo de cuajo. Pero no lo hizo. No le emasculó ni a él ni a los otros, a todos los demás vientres anónimos de los años crueles. Lo único que hizo Zarza aquella tarde fue abandonar el vagón en la primera parada; al día siguiente se compró un coche de segunda mano, y desde entonces no volvió a tomar el metro nunca más.

Pensaba penosamente Zarza en todo esto mientras caminaba por la calle a paso vivo. A su alrededor bullía la ciudad comercial, la ciudad feliz y luminosa, que siempre había sido la ciudad de los otros. Ni ella ni Nicolás habían conseguido nunca vivir con ligereza. Recordaba la casa de su infancia como un inmenso dormitorio siempre en penumbra que olía a enfermedad, a sábanas sin cambiar y aire recalentado, ese aire quieto y viejo de los cuartos que jamás se ventilan. Y había noches interminables y pasillos oscuros, y a la vuelta de cualquier corredor en tinieblas se encontraba papá agazapado, papá alto y guapo, bigotudo, papá perseguidor, con sus besos y sus manos que a veces hacían daño. Tampoco era posible escapar de papá: él era la araña que reinaba en la tela. Cuando la poeta argentina Alejandra Pizarnik se suicidó a los treinta y seis años, encontraron un papel con sus últimos versos sobre la mesa:«"Y, en el centro puntual de la maraña ¡ Dios, la araña"». En cuanto leyó estas líneas, Zarza las reconoció como algo propio, y pensó que la casa de su infancia tuvo que parecerse al último hogar de Pizarnik. Que debieron ser lugares equivalentes, infiernos paralelos, pesadillas conectadas por el mismo y sedoso hilo abdominal.

En ese justo instante lo sintió. Había alcanzado casi la esquina con Perú cuando Zarza sintió que, a sus espaldas, alguien pisaba el borde de su sombra. Experimentó un fortísimo deseo de volverse y mirar hacia atrás, pero no se atrevió a hacerlo. Se sujetó el desfalleciente corazón con una mano: Nico estaba ahí. Ella lo notaba. Lo sabía. Apretó un poco el paso entre los lentos transeúntes cargados de bolsas de rebajas, pero no consiguió deshacerse del empuje de esa presencia a sus espaldas. Zarza rompió a sudar, aunque la mañana estaba gélida. Ante ella se abría ahora la calle Perú, una pequeña travesía residencial y sin tiendas, en esos momentos totalmente vacía de peatones y de coches. Al fondo estaba el portal de su hermana, pero Zarza no se atrevió a seguir, no podía aventurarse en esa calle solitaria perseguida por su perseguidor. La cabeza le daba vueltas. Aturdida, echó a correr por Colombia chocando de cuando en cuando contra los paseantes, que la miraban entre ofendidos y extrañados, instalados como estaban todos ellos en esa ciudad feliz en la que nadie tenía que correr para salvar la vida. Cruzó semáforos en rojo, brincó por encima de los bordillos y dobló esquinas sin mirar por dónde iba, con la sangre batiéndole en los oídos y el cerebro cegado por el miedo, hasta que el agotamiento le clavó una lámina de hierro al final de las costillas y tuvo que detenerse, sin aliento, doblada por el dolor, con las manos apoyadas en las rodillas y una constelación de puntos negros ante los ojos.

Dos manzanas más abajo se veía una puerta oficial, unas banderas, unos coches blancos de policía. Era una comisaría. Zarza pensó por un momento que podía acercarse hasta allí y denunciar a Nico. Pero, ¿qué iba a decirles? ¿Que un ex presidiario la estaba persiguiendo? ¿Y qué pruebas tenía? ¿Qué podría hacer la policía por ella? Desde luego no iban a protegerla y, si Nicolás se enteraba de esta nueva denuncia, aún se enfurecería más. Zarza la soplona. Sobre todo eso: no quería seguir siendo Zarza la soplona. Decía el Duque que a los chivatos les cortaban la lengua y verdaderamente ella estaba así, sin lengua y sin palabras. Hacía años que Zarza no decía nada que tuviera auténtico sentido, nada que le saliera del corazón; ni siquiera le había podido decir a su hermano Miguel que le quería, que él era lo único que ella tenía. En la cabeza de Zarza daban vueltas frases abrasadoras que no encontraban el camino de salida, enmudecidas por su lengua amputada de soplona. De manera que no, no le volvería a delatar. Zarza enderezó el tronco, aún jadeante y dolorida, y descubrió que ya no percibía esa presencia amenazadora detrás de ella. Volvió la cabeza: gentes caminando, coches circulando y ningún rastro visible de Nicolás. De nuevo había perdido el control. De nuevo se había dejado vencer por el pavor. Deshizo su camino a paso normal y lo que minutos antes había sido un enloquecedor escenario de pesadilla ahora era un aburrido y convencional barrio burgués. De todas formas decidió abandonar por el momento la visita a su hermana; prefería regresar al cobijo del coche, sentirse protegida, acabar de calmarse y tal vez llamar primero a Martina por teléfono, si es que lograba localizar su número.

Encontró su vehículo esperándola como un perro fiel junto a la acera y entró en él con el profundo y agotado alivio de quien alcanza un refugio de montaña en una ventisca. Echó los seguros de las puertas y se desabrochó el chaquetón. Estaba todavía toda sudada por el miedo y la carrera; era un humor pegajoso y destemplado, semejante al que la inundaba, muchos años atrás, en los momentos de carencia de la Blanca. Soy una estúpida, se dijo Zarza; acabaré enloqueciendo si sigo imaginando fantasmas por todas partes. Entonces vio la nota. En el parabrisas, por la parte de dentro del coche, en el salpicadero. Era una hoja blanca doblada en dos. Zarza la cogió, desfallecida, sintiéndose morir a cada movimiento: al extender la mano, al sujetar el papel y al desplegarlo. Sintiendo que no podría soportarlo. Pero sí lo soportó, porque los seres humanos somos capaces de aguantar lo inaguantable. Y la nota decía: «"Siempre detrás de ti y cada vez más cerca"».

La primera vez que se entregó a la Blanca, Zarza vomitó. Era normal que las primeras veces vomitaras, como si la Reina quisiera jugar limpio y advertirte, desde el mismo principio, que su amor iba a deshacerte las entrañas, que su inmenso atractivo no era más que un espejismo escatológico. Pero la rudeza de los comienzos no disuadía a nadie: incluso mientras te sacudían las arcadas querías seguir echándote en sus brazos, y fundirte en ella, y desaparecer en su belleza helada. Y es que la primera vez ya era demasiado tarde con la Blanca: a menudo bastaba un solo beso suyo para caer rendido. Así sucedió con Zarza en aquella ocasión, quince años atrás. Arrojó hasta el alma por la boca, pero por dentro explotó como un fuego artificial en algo semejante a un colosal orgasmo. Entró en el palacio de la Reina y allí todo era bienestar y limpieza. Ni siquiera las apestosas ropas de Zarza, manchadas de su propio vómito, ensuciaban ese ambiente resplandeciente y quieto. La hermosura de la Blanca es cristalina, como el corazón de un iceberg.

Fue Nicolás quien la condujo hasta ahí. Él ya había visitado a la Reina un par de veces y enseguida quiso llevar a Zarza con él, como siempre había hecho. Desde muy niños habían estado tan unidos como el diente a la encía. Aunque eran gemelos no se parecían físicamente; Zarza y Miguel habían sacado la complexión celta y frágil de la madre, mientras que Martina y Nicolás se parecían a su padre: altos y robustos, anchos de hombros, con la piel aceitunada y el pelo oscuro y crespo. Pero desde la cuna Nico y Zarza habían mantenido un nivel de comunicación extraordinario, una complicidad tan absoluta que terminaba por resultar algo inquietante. Enfermaban juntos, reían juntos, lloraban juntos. Les salían los dientes a la vez y se rompían el mismo día el mismo hueso al caerse de sus bicicletas idénticas. De hecho, la única noción de hogar que guardaba Zarza en su memoria eran los brazos de su hermano, que fueron siendo cada vez más mullidos y protectores pero también más dominadores, a medida que el chico crecía e iba echando pecho y envergadura de hombre, doblando el volumen corporal de la menuda Zarza.

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