– ¿Sabe usted qué motivos tenía para impedirme ver a Vallejo?
– Francamente, Pierre, no tengo idea.
– Pero usted es su amigo, incluso me atrevo a suponer que conoce al otro español.
– En efecto. Pero eso quiere decir muy poco. Tengo muchos amigos españoles, con algunos me unen vínculos muy profundos, con otros simplemente el compartir ciertas alegrías de la vida; José María está entre estos últimos; entre paréntesis te diré que es sobrino nieto de nuestro gran poeta Heredia, además de poseer una renta considerable y un alma generosa. Pero eso es todo. No debes dejarte engañar por las casualidades. ¿Recuerdas esa frase de Bergson sobre el azar? ¿La recuerdas?
– No.
– Era sobre el azar criminal, el azar como el último homicida, no sé, qué más da, al diablo Bergson… Tú lo seguías a él y me encontraste a mí. ¿Y qué? ¡Tanto mejor! Te sorprendería saber a cuánta gente encuentro a diario. Y en lugares mucho más peculiares que un vulgar cine. En cuanto al soborno, me atrevería a conjeturar que todo ha sido una broma. José María sabía, presumo que por boca de la misma mujer de tu enfermo o por algún amigo de éste, que tú serías llamado a su lecho. Tal vez de por medio haya una apuesta, a las que son muy aficionados los españoles, tal vez sólo una broma gastada a tu costa. Ten en cuenta su condición de médico, ese sector ilustrado de la raza española suele alardear de un positivismo incomprensible para nosotros. Por lo demás, ya sabes que los extranjeros ricos a menudo son un poco extravagantes, más aún si, como es el caso de éstos, tienen un temperamento artístico. En fin, Pierre, me asombra que no sepas distinguir una broma, aunque debo admitir que un poco pesada, de una amenaza real y tangible. Creo, querido, que te has dejado llevar por tus nervios. ¡Atención!, te lo dice un amigo que hace tan sólo unos días estaba en el frente.
– Sí -murmuré ausente-, ya estoy enterado de que usted se ha vuelto fascista.
Pleumeur-Bodou sonrió satisfecho. Pidió a gritos otro grog. Su vitalidad, su bonhomía, incluso su sed resultaban ofensivas.
– Monsieur Rivette, claro, deduzco que ha sido él quien te lo ha dicho… Pues sí -pareció recordar algo importante-, eso avanza.
Guardamos silencio. El tiempo transcurría a nuestro alrededor como si no tuviera nada que ver con nosotros; los hombres fumaban y bebían, de la calle llegaban sonidos inconexos, el camarero fregaba vasos, unos tacos de leña crepitaban en la chimenea, en el interior del bar alguien cerró con violencia una puerta. O tal vez fue el viento.
Reflexioné que si permanecía inmóvil podría escapar de lo ilusorio y distinguir aquello que sabía junto a mí, haciéndome señas desde un espacio intocable.
– Te voy a contar la historia de Terzeff. Esa sí que es una historia interesante. Lo haré como prueba de nuestra vieja amistad. De la amistad que hubo alguna vez entre los tres. De paso, podrías tutearme.
– Entre nosotros nunca hubo ninguna amistad. Usted y Terzeff frecuentaban a monsieur Rivette por la misma época en que yo lo hacía y eso fue todo.
– De acuerdo, de acuerdo… Pero al menos entonces nos tuteábamos, ¿no? -Parecía herido, pidió otro grog.
– ¿Qué historia me va a contar? ¿El suicidio de Terzeff, su amor frustrado por Irene Joliot-Curie? Francamente, no imagino a nuestra ilustre científica llamándose Irene Terzeff-Curie ni a nuestro amigo ayudándola a descubrir la radiactividad artificial ni mucho menos obteniendo un Premio Nobel. ¡Nos estamos haciendo viejos y perdemos la perspectiva!
– No pluralices y escucha. Lo primero es falso. Terzeff jamás conoció a Irene Joliot-Curie, un bicho feo donde los haya. Tampoco intentó refutar a su madre, como se dijo entonces. La historia es muy distinta y sólo yo la sé. Como te habrá contado monsieur Rivette, y si no lo hizo pues ahora ya lo sabes, Terzeff comenzó a frecuentar el círculo de madame Curie en 1920, cuando aún no contaba veintitrés años. Era de los más jóvenes e indudablemente el más brillante. A finales de 1924, sin motivo aparente, abandonó dicho círculo y los estudios que en él llevaba a cabo. Nunca quiso explicar las razones que lo movieron poco menos que a tirar parte de su carrera por la borda y poco después se suicidó. Para sus conocidos (pues amigos, amigos de verdad, sólo tenía uno: yo) constituyó un enigma la carencia de móviles que rodeó su desaparición. La única manera que encontraron para explicarlo fue atribuyéndolo a discusiones y malquerencias con la mismísima madame Curie, explicación propiciada por el carácter de Terzeff, indisciplinado, independiente, romántico; de allí que se dijera que éste pretendió poner en tela de juicio algunos de los postulados teóricos de la insigne dama. Nada más ajeno a la verdad, pues aparte de que era difícil para un joven investigador como Terzeff acceder a tan altas instancias, poco interés demostró éste por los trabajos que entonces realizaba madame Curie. Sus esfuerzos estaban encaminados, digamos, a la otra mitad de la cama. Le interesaba Pierre Curie y su último proyecto. ¿Sabes cómo murió Pierre Curie?
– No…
– Lo atropello un camión. El 19 de abril de 1906, por la mañana, al atravesar la rué de la Daulphine. Trabajaba entonces en la investigación de las fuerzas psíquicas manifestadas en trances medianímicos, junto con otro científico de nombre D'Arsonval. La investigación quedó truncada y se archivó. Nunca más se habló de ella; de por sí ya era bastante heterodoxa y no guardaba relación con los anteriores trabajos de Curie. O tal vez sí, pero esto lo hacía aún más descabellado. Su colaborador, D'Arsonval, desapareció del mapa, nunca más se supo de él. Así de simple, tras la absurda muerte de Curie, D'Arsonval se esfumó. Tal vez fuera esto último lo que despertó la curiosidad de nuestro amigo. Ten en cuenta que ya por entonces tanto Terzeff como nosotros éramos mesmeristas si no plenamente convencidos, sí entusiastas, y a Terzeff le tuvo que parecer significativo que Curie trabajara, por decirlo así, en el plano de los médiums. Lo que hizo Terzeff lo ignoro, pero al cabo de los años, de 1920 a 1924, escarbando aquí y allá llegó a la conclusión, no vayas a gritar o a reírte, de que a Curie lo habían asesinado. Yo fui la única persona a quien confió sus sospechas, que por lo demás carecían de base sólida, documental, y tú eres ahora el segundo en oírlas. Jamás quiso revelarme en qué se basaba para sustentar semejante afirmación. Si te lo dijera, me dijo una noche, creerías que me he vuelto loco. En otra ocasión dejó que pensara que lo hacía para salvaguardarme. ¿Pero salvaguardarme de qué? De la locura o de lo que Terzeff estimaba como locura, supongo. En claro saqué que mataron a Curie no por lo que hacía, aunque en cierta medida el trabajo que llevaba a cabo era un buen pretexto para eliminarlo, y que su muerte cumplía, no me preguntes cómo, una función ritual. Aunque también recuerdo que Terzeff creía que toda muerte cumplía una función ritual, el único rito verdadero que quedaba en el mundo.
– ¿Y por qué se suicidó Terzeff?
– Eso no lo supe nunca.
– Es una locura. Todo lo que me ha contado es una locura. Incluso, ateniéndome a sus palabras, se podría pensar que a Terzeff también lo mataron.
– No lo sé. Terzeff era mi amigo, tal vez el único amigo que he tenido en mi vida, y cuando me hizo estas confidencias, pocos meses antes de morir, le creí. Un acto de fe, tal vez. Ahora bien, lo que me parece indudable es que, mataran o no a Curie, mi amigo tuvo que descubrir algo terrible que lo llevó a la destrucción.
Miré a mi alrededor, el café se había vaciado y el frío envolvía las mesas y las sillas, las copas usadas y las colillas aplastadas en el suelo.
– Algo terrible… en los papeles, en las notas…, algo que pasó desapercibido para todos… Pero no para Terzeff, claro, no para el ojo clínico de Terzeff…
El rostro de Pleumeur-Bodou se perdió en una pesadilla de 1924. Su expresión era abotargada y abyecta, como si en el fondo de la pesadilla vislumbrara una luz y temiera.