A las tres menos cinco de la tarde llegué a la Clínica Arago. Es una regla del establecimiento que toda persona ajena, antes de franquear las puertas batientes que conducen al interior, deje su nombre y el nombre del paciente que va a visitar o su número de habitación. Después de cumplido este requisito y cuando ya me alejaba de la recepción, oí la voz de la enfermera deteniéndome.
– No puede pasar -informó.
Al principio pensé que no había oído bien o que se trataba de un malentendido y volví a dar mi nombre y el de monsieur Vallejo, añadiendo que el día anterior ya lo había visitado y que hoy acudía por petición expresa de su mujer. Recalqué esto último. La enfermera pareció dudar un momento y luego me miró con curiosidad. De un cajón extrajo una hoja de cartulina y la leyó un par de veces; acto seguido volvió a guardarla en el mismo cajón mientras denegaba con suaves movimientos de cabeza.
– Nadie puede ver a monsieur Vallejo -mintió-, son órdenes.
– Pero a mí me están esperando.
– Venga otro día -sugirió no muy segura.
– Estoy aquí por deseo expreso de madame Vallejo. Ella debe de estar ahora en la habitación, con su marido, comuníquele mi presencia. No puedo irme sin verla. Por favor… Apelo a su indulgencia…
La enfermera vaciló un instante, tal vez conmovida por mi ruego. Pero no tardó en reafirmarse en su anterior resolución.
– Es imposible, la orden la dio un médico -dijo como si nombrara a Dios.
– ¿Qué médico?
– No lo sé, aquí no lo especifica, pero esto sólo puede ordenarlo un médico, como usted comprenderá.
Alcé las manos exasperado.
– ¿Me permite ver la hoja?
Una sonrisa de comadreja se instaló en su rostro, comprendí que no me iba a dejar pasar.
– No puede ser, va contra las reglas, las órdenes son confidenciales, pero si cree que estoy mintiendo…
Sopesé la posibilidad de meterme pasillo adentro con o sin autorización, pero lo inverosímil de la situación, lo inesperado, me mantuvo pegado al mostrador de la recepción con la fuerza de un imán. Probé otra vía:
– ¿Puede mandar a buscar a madame Vallejo? Yo la estaré esperando aquí.
– Ya se lo dicho. Es una orden superior, no hay nada que hacer. -Su rostro tendía a blanquearse, a adquirir cualidades lactescentes acordes con su uniforme.
Insistí.
Por un momento tuve la ilusión de haberla convencido. Me pidió que esperara y abrió a sus espaldas una puerta disimulada en la pared que antes no había visto, desapareciendo de inmediato sin darme tiempo a distinguir más que un rectángulo de oscuridad rojiza, como si la habitación vecina fuera un cuarto de revelado fotográfico. Cuando salió, la acompañaba un auxiliar alto y rubio, de melancólica mandíbula de boxeador.
La enfermera parecía haber asumido definitivamente el papel de su vida:
– Acompañe a este señor a la puerta -ordenó al auxiliar.
No atiné a decir nada.
El rubio dio la vuelta al mostrador, llegó hasta mí con suavidad y en un áspero francés de la Bretaña me pidió que fuera razonable, que lo siguiera.
Traté de ignorarlo con todas mis fuerzas. Creo que no lo logré.
– ¿Qué significa esto? -conseguí balbucear.
La enfermera, sentada delante de su mesa, revisaba un voluminoso libro de entradas y salidas.
– Cálmese -dijo sin mirarme.
Luego levantó los ojos del libraco y silbó:
– Lárguese de una vez y no vuelva a poner los pies en este lugar.
Pasados los primeros instantes de perplejidad, durante los cuales sólo supe dar vueltas por algunas manzanas del barrio sin que me atreviera a marcharme de forma concluyente pero tampoco con el valor necesario para intentar una nueva escaramuza con la enfermera, decidí esperar atrincherado en un restaurante desde donde dominaba la puerta principal de la clínica.
Mi intención era permanecer allí hasta que saliera madame Vallejo y explicárselo todo. A las seis de la tarde mis esperanzas comenzaron a desvanecerse. A las ocho aún seguía en el café, pero más que nada por inercia; era improbable que pudiera reconocer a madame Vallejo si ésta finalmente aparecía, cosa que dudaba, pues la oscuridad ya era total.
A las nueve decidí marcharme y llamar por teléfono a madame Reynaud. Con una mueca de irritación comprobé que no llevaba encima su número; debía ir primero a casa y buscar la libreta y luego volver a salir y llamarla.
Detuve un taxi. Tenía la manija cogida cuando sentí un golpe en la espalda, casi un empujón casual; el hombre que lo había hecho tenía una ceja cubierta por un parche que dejaba ver algunos puntos de sutura.
– Yo lo he visto primero -dijo. Daba la impresión de hablar con la boca llena de agua.
Miré al taxista para que indicara quién de los dos podía subir, pero el taxista se encogió de hombros. El problema debíamos resolverlo nosotros. El hombre de la ceja rota aguardaba. Olvidé el golpe en la espalda y con la mayor corrección le aseguré que estaba equivocado, que no pudo haberlo visto antes que yo, entre otras cosas porque cuando el taxi se detuvo él ni siquiera se encontraba cerca.
No contestó.
– Sin embargo -añadí-, se lo cedo con mucho gusto.
Por toda respuesta alargó ambas manos hasta cogerme de las solapas y me levantó en vilo.
– Judío descarado -meditó-. Yo lo he visto primero.
Después, como si lo pensara mejor, me dejó caer y entró tranquilamente en el taxi.
– Espere -grité desde el suelo.
No experimenté humillación ni rabia ni ninguna de las emociones que normalmente suscita un incidente de esta naturaleza. Deseé irracionalmente detenerlo y charlar, indagar en su rostro cargado de amenazas, preguntarle de dónde venía, cuál era su ocupación, si alguna vez había estado, siquiera de visita, en la Clínica Arago, si sabía algo, cualquier cosa que pudiera denominarse como certeza. De golpe me sentí más cansado y solo que nunca.
Luego me levanté como mejor pude, impulsado por una indignación tardía, con el propósito no confesado de devolver el golpe. Abrí la puerta trasera antes de que el taxi arrancara y alcancé a ver la jeta de mi agresor, de perfil, impávido, en el instante preciso en que la rueda del coche se demoraba al pasar sobre mi pie.
– Mierda -blasfemé avergonzado mientras el taxi se perdía calle abajo.
Con una rodilla en tierra, en un gesto que pretendía, ridículamente, ser casual, palpé los dedos a través del zapato, luego probé a caminar, no dolía.
A las diez y media, desde un café lleno de humo y juerguistas, conseguí un teléfono para llamar a madame Reynaud. Debí imaginar que nadie contestaría, pero seguí probando cada quince minutos, con resultados negativos, hasta la una de la madrugada.
Evidentemente madame Reynaud no iba a pasar esa noche en su casa. También era evidente que tenía que dormir en algún lugar. ¿En dónde? ¿Con quién? La pregunta era hiriente, amén de inútil, y me hacía sentir grotesco, digno no sólo de mi propia compasión sino también de la compasión de mis compañeros de mesa. En algún intervalo entre llamada y llamada, no recuerdo cómo, me encontré departiendo con tres muchachos decididos a terminar la noche como cubas. Eran obreros de una imprenta y hablaban de mujeres y política. Filosofamos, afirmaban. No podría decir por qué me aceptaron en su mesa -¿o fui yo quien los aceptó en la mía?- pues rara vez despegué los labios, casi siempre para contestar con monosílabos a sus frases hechas sobre el amor y las mujeres, el deporte y los grandes y pequeños ladrones; sin embargo, cuando el café cerró me pareció natural seguir con ellos.
Ignoro cuánto tiempo transcurrió ni por cuántos sitios anduvimos. Recuerdo una cabeza de mujer, pelirroja, llorando en una sala de baile, la risa de dientes nuevos de un vejete vestido de frac, el techo de listones de madera de un bar, gatos y cubos de basura, la sombra de un niño o de un mono, frases fragmentadas sobre el fascismo y la guerra, un cartel escrito a mano que decía: