Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Mi hermano y yo tenemos intención de mudarnos. En realidad -hizo un gesto vago que lo abarcaba todo- esto no es para nosotros.

Justo entonces me di cuenta del extraordinario parecido de ambos. Me pregunté si no serían gemelos.

– ¿Y hacia dónde piensan marchar?

– A Nueva York. El problema, como usted comprenderá, es el dinero. No nos alcanza ni para la mitad del pasaje. En algunas ocasiones, no muchas, he soñado que llegamos nadando. ¿Sabe lo que significa soñar con agua?

– No lo sé.

– Yo tampoco. De todas maneras no es nada divertido cruzar el océano en una sola noche. El dinero siempre es un engorro, ¿no lo cree así?

No contesté.

– Y la gente apenas se interesa por las miniaturas en pecera. De vez en cuando podemos vender alguna, sobre todo en Navidad, pero el que paga exige y nosotros sólo hacemos cementerios marinos. No estamos dispuestos a transigir. Si le contara los malentendidos… Y lo avariciosa e ignorante que es la gente.

– Pobres -dijo Alphonse. Y luego murmuró una frase ininteligible de la que sólo entendí la palabra anamnesis.

– Nos piden belenes, es divertido, ¿no le parece? Nos piden escenas de batallas, reproducciones históricas, a nosotros…

Su rostro permanecía inmutable; entronizado en aquella silla de respaldo verde daba la sensación de dominar sus alegrías y desgracias de una forma encantadora.

– Supongo que las ventas no irán viento en popa.

– Supone usted bien. No, claro que no. En los últimos meses sólo hemos colocado ésta. -Con la barbilla, en un gesto que no supe si calificar de despectivo o cariñoso, señaló la pecera que ya había tenido ocasión de apreciar-. Y no creo que el propietario del Bosque esté del todo satisfecho. -Sonrió en dirección a su hermano-. Una persona bastante original, el guardabosque, ¿no es así, Alphonse?

– Oh, sí.

– Problemas en la vejiga o en la próstata, no estoy seguro, creo que sufre horrores cada vez que hace pipí. Debe de haber contraído alguna infección en las colonias… Al menos posee todos los ingredientes de un drama de ese tipo…

– ¿Por qué Nueva York, hay algún motivo especial?

– Ah, Nueva York. -No pareció agradarle dejar el tema del dueño del café-. Casi le respondería que por instinto. Aquí no hay futuro para dos jóvenes como nosotros. No nos gustan los surrealistas ni el uniforme de soldado. Y tarde o temprano cualquiera de estas fuerzas nos echaría el guante. Tal como están las cosas, más temprano que tarde.

– Lo triste es que no nos podremos ir -dijo Alphonse.

– No seas fatalista -le reprendió su hermano.

– Es que no nos podremos ir -insistió Alphonse.

– ¡Qué absurdo! Claro que nos iremos. En un barco americano. Incluso podemos hacer una exposición de miniaturas en pecera y sacar mucho dinero… No en el barco, claro, aquí, en el barrio… Ser razonablemente famosos…

– Pero…

– ¡Incluso pueden ponerse de moda! ¿Verdad? -dijo dirigiéndose a mí.

– No es una idea muy peregrina -apunté-, siempre que los cementerios marinos no sean todos iguales.

– Serán casi iguales. -Su mirada era fulminante. Un muchacho de carácter fuerte, pensé.

– Pero no tenemos dinero para comprar ni una sola pecera, ni una sola figurita de plomo -se quejó imperceptiblemente Alphonse.

– En última instancia, podemos pedírselo a papá -susurró su hermano.

Siguieron discutiendo un rato más, de forma inaudible y sin perder en ningún momento la compostura.

De improviso, como si nos hubiera estado escuchando, surgió de las penumbras el camarero. Era un hombre rubio, de edad similar a la mía, ataviado con una chaquetilla verde limón. Su parecido con los jóvenes artistas resultaba insoportable.

– Qué desea -murmuró turbado, sin mirarme.

– Una menta -dije.

El camarero agachó la cabeza y desapareció. El muchacho me sonrió: Una elección a juego con el establecimiento, dijo. Alphonse parecía a punto de llorar.

Cuando el camarero puso frente a mí la copa de menta, no pude resistir más. Me levanté, dije adiós a los muchachos y salí a la calle. Fuera todo era distinto o al menos eso quería creer.

Dos coches se detuvieron junto a la acera desierta y de su interior descendieron más de quince personas, como si la capacidad de los automóviles escapara a las reglas físicas de este mundo. Los ocupantes iban disfrazados y poco a poco fueron entrando en una casa de tres pisos, con pausas largas que les permitían observar la calle vacía, conversar y decir cosas aparentemente ingeniosas que provocaban la risa general. Creo que jamás he visto gente disfrazada con trajes mejor confeccionados; el primor y la fantasía no lograban imponerse, empero, a la sensación de decoro y congoja (la congoja de aquello que sabemos ido para siempre) que emanaba de los disfraces.

Sin pensarlo dos veces me detuve a una distancia prudente de la casa y me dediqué a admirarlos. Distinguí un Mariscal de Napoleón, un Cónsul Romano y un Caballero Medieval que rodeaban con atenciones y requiebros a una Santa Católica; los precedía un hombre muy viejo -aunque cabe en lo posible que aquellas arrugas fuesen parte del disfraz- vestido de Mandarín de la China, con un traje negro recamado en oro, lleno de pliegues y volantes y con el emblema del dragón. Sin ninguna duda era el Mandarín el que guiaba la comitiva y por un instante me fue dado escuchar sus palabras: un volapuk sugerente, enérgico, incomprensible.

Detenidas a mi lado contemplaban el espectáculo dos adolescentes de no más de quince años. Ambas llevaban cuadernos y libros escolares que apretaban contra el pecho y en sus rostros se advertía una seriedad poco usual. Creí mi deber sonreírles. Tal vez el gesto fuera demasiado brusco, tal vez fuera inesperado. Pensé que el hecho de ser los únicos espectadores conllevaba una cierta complicidad. Lo cierto es que ellas, al percatarse de mi ademán, se marcharon de inmediato, asustadas, intercambiando rápidos y rotundos comentarios que no alcancé a oír. Imaginé lo peor y por unos segundos estuve a punto de ceder al impulso de seguirlas, acaso hasta las puertas de sus casas, para explicarles que mi sonrisa no pretendía insinuar nada, absolutamente nada. Pero desistí. Sin duda, me dije, ellas habían interpretado el gesto y la intención de otra manera y ya no tenía remedio. Antes de marcharme me di cuenta de que el Mandarín me observaba y sonreía con ferocidad. Una imagen, reflexioné, anclada en el mundo real contra viento y marea.

Me sentí molesto conmigo mismo. Por momentos me ganaba la melancolía y a los pocos metros volvía a estar sereno, dueño de una tranquilidad atemporal, ajeno a cualquier sobresalto. Pero el temor, lo sabía, seguía allí, incorpóreo y tenaz. ¿Qué era lo que temía? Sin duda no una agresión física, de eso estaba seguro. ¿Entonces por qué no reunía el valor suficiente para irme a casa o dedicarme a pasear sin mirar atrás constantemente, a la espera del par de españoles?

Finalmente volví a mis habitaciones después de divagar por barrios extremos, estaciones en desuso, avenidas que parecían no acabar nunca y que de la manera más abrupta desembocaban en terrenos baldíos que jamás hubiera esperado hallar en esa zona de París.

Llegué tarde y lo único que encontré agazapado en la oscuridad de las escaleras fue a madame Grenelle. Lloraba ruidosamente.

– ¿Madame Grenelle?

– …

– Soy yo. Pierre Pain, ¿qué le ocurre?

– Nada, nada, nada…

– Entonces deje de llorar y suba a su cuarto.

– Ah, pero qué mierda. Dios mío, qué mierda…

Al acercarme noté que estaba borracha, un olor a ajenjo, pesado y dulzón, la envolvía. No sé por qué, saltó de mi memoria, como un animal fragilísimo, la imagen de las dos adolescentes alejándose entre la multitud; ¿pero qué multitud si no había nadie? Una tristeza tranquila e inexorable trepó a mis espaldas y allí se quedó, como una joroba o como un hermanito infinitamente más sabio.

11
{"b":"100324","o":1}