Al día siguiente llamó a Paul a cobro revertido y lo encontró. Le contó lo de su amigo de Barcelona, pero no le dijo nada de su situación económica. Durante unos segundos Paul estuvo pensando y luego se le ocurrió que llamara a una amiga, aunque quizá el término era excesivo, que vivía en Mallorca pero que tenía una casa en la provincia de Girona, una tipa llamada Gloria que había empezado a estudiar música pasados los cuarenta años y que ahora tocaba con la sinfónica de Palma o algo así. Probablemente tampoco la encontrarás, dijo Paul, o al menos eso es lo que recuerda Anne. Después llamó a Susan a Great Falls y le pidió que le enviara dinero a Barcelona. Susan prometió que lo haría ese mismo día. Su voz sonaba rara, como si la llamada la hubiera sorprendido en la cama o estuviera borracha. Esta última posibilidad alarmó a Anne, pues tal vez a Susan se le olvidara girarle el dinero.
Esa noche, desde una cabina de las Ramblas llamó dos veces a Gloria. Al segundo intento la encontró y le explicó toda su situación. Estuvieron hablando durante quince minutos, al cabo de los cuales Gloria le dijo que se fuera a vivir a su casa de Vilademuls, una aldea cercana a Banyoles, Banyoles, donde estaba el famoso lago, que no se preocupara por el dinero, ya le pagaría cuando consiguiera un trabajo. Cuando Anne le preguntó de qué manera podía entrar en la casa, Gloria le dijo que compartía la casa con otros dos norteamericanos y que seguramente uno de los dos estaría allí cuando ella llegara. La voz de Gloria, recuerda Anne, no era cálida, no era afectada, era una voz con un vago acento de Nueva Inglaterra, aunque ella supo de inmediato que no era de Nueva Inglaterra, era una voz objetiva, parecida a la de Linda (menos nasal que la de Linda), la voz de una mujer que caminaba sola. Esta imagen se corresponde con el cine del Oeste, donde pocas mujeres caminan solas, sin embargo es la imagen que Anne empleó.
Así que esperó en Barcelona dos días más hasta que llegó el dinero de Susan, pagó la pensión y se marchó a Vilademuls, una aldea en donde no vivían más de cincuenta personas en invierno, algo más de doscientas en verano, y tal como le había asegurado Gloria uno de los norteamericanos estaba en casa y la estaba esperando. Se llamaba Dan y daba clases de inglés en Barcelona, pero todos los fines de semana subía a Vilademuls y se dedicaba a escribir novelas policiales. Aquel invierno Anne no salió de la aldea más que para ir al médico a Barcelona. Los viernes por la noche llegaba Dan, a veces Christine, la otra norteamericana, muy raras veces aparecían otras personas, la mayoría norteamericanos, pero por regla general Dan y Christine usaban la casa para estar solos, Dan con sus manuscritos y Christine con su telar. El resto de la semana Anne escribía cartas, leía (en el cuarto de Gloria encontró una amplia biblioteca en inglés), hacía el aseo o emprendía reparaciones que la vetustez de la casa exigía a menudo. Cuando empezó la primavera Christine le consiguió un trabajo de profesora en una escuela de idiomas de Girona y los primeros días Anne compartió casa con una inglesa y una norteamericana, pero luego, ante las buenas perspectivas de su nuevo trabajo, decidió alquilar un piso en Girona. Los fines de semana, sin embargo, los pasaba en Vilademuls.
Por aquella época Bill vino a visitarla. Era la primera vez que salía de Estados Unidos y durante un mes se dedicó a viajar por Europa. No le gustó. Tampoco le gustó, recuerda Anne, el ambiente de Vilademuls, aunque Dan y Christine eran personas sencillas, de hecho Dan se parecía bastante a Bill, había trabajado durante un tiempo en la construcción, había tenido experiencias similares a las de Bill y se consideraba a sí mismo, injustificadamente, un tipo duro. Pero a Bill no le gustó Dan y probablemente a Dan tampoco le gustó Bill aunque se guardó de demostrarlo. El reencuentro, recuerda Anne, fue bonito y triste, pero en el fondo, añadió, esas palabras apenas alcanzaban para definir algo indefinible. Por esos días la vi por primera vez. Yo estaba en un bar de la Rambla de Girona, en La Arcada, y vi entrar a Bill y luego la vi entrar a ella. Bill era alto, de piel atezada y tenía el pelo completamente blanco. Anne era alta, delgada, con los pómulos levantados y el pelo castaño y muy liso. Se sentaron en la barra y yo a duras penas pude desviar la mirada de ellos. Hacía mucho que no veía a un hombre y a una mujer tan hermosos. Tan seguros de sí mismos. Tan distantes e inquietantes. Todo el bar La Arcada debería haberse arrodillado ante ellos, pensé.
Poco después volví a ver a Bill, iba caminando por una calle de Girona y por supuesto ya no parecía tan hermoso. Más bien parecía con sueño y con prisa. Y algunos días más tarde, mientras bajaba de mi casa en La Pedrera, vi a Anne. Ella subía y durante unos segundos nos miramos. Por entonces, recuerda Anne, había dejado la escuela de idiomas y daba clases particulares de inglés y estaba ganando bastante dinero. Bill se había marchado y ella vivía frente al bar Freaks y frente al cine Ópera, en la parte vieja de Girona.
Creo que a partir de entonces comenzamos a encontrarnos a menudo. Y aunque no nos hablábamos nos reconocíamos. Supongo que en algún momento, tal como acostumbran los habitantes de una ciudad pequeña, comenzamos a saludarnos.
Una mañana, mientras yo conversaba en la Rambla con Pep Colomer, un viejo pintor de Girona, Anne se detuvo y me habló por primera vez. No recuerdo qué fue lo que nos dijimos, tal vez nuestros nombres, nuestros países de origen, al final la invité a cenar esa noche en mi casa. Era Navidad o faltaba poco y yo preparé una pizza y compré una botella de vino. Hablamos hasta muy tarde. Fue entonces cuando Anne me contó que había estado en México en varias ocasiones. En general, sus aventuras se parecían mucho a las mías. Anne creía que esto se debía a que una vida, o una juventud, la que fuera, siempre se parecía a otra, aunque existieran diferencias objetivas e incluso antagónicas. Yo preferí pensar que de alguna manera ella y yo habíamos recorrido el mismo mapa, las mismas guerras floridas, una educación sentimental común. A las cinco de la mañana, tal vez más tarde, nos fuimos a la cama e hicimos el amor.
De golpe Anne se convirtió en algo importante en mi vida. El sexo fue el pretexto las dos primeras semanas, pero luego comprendí que por encima de nuestros encuentros amorosos lo que realmente nos atraía el uno al otro era la amistad. Por aquella época solía ir a su casa a eso de las ocho de la noche, cuando ella acababa con su última clase particular, y nos quedábamos conversando hasta la una o las dos. En medio ella preparaba bocadillos y descorchábamos una botella de vino, y escuchábamos música o bajábamos al Freaks a seguir bebiendo y hablando. En la puerta de ese bar se juntaban muchos de los yonquis de Girona, y no era extraño ver deambulando por los alrededores a los chicos malos locales, pero Anne solía recordar a tipos malos de San Francisco, tipos malos de verdad, y yo solía recordar a los de México y nos reíamos mucho aunque ahora, la verdad, no sé de qué nos reíamos, tal vez de estar vivos, nada más. A las dos de la mañana nos despedíamos y yo subía hasta mi casa en lo alto de La Pedrera.
Una vez la acompañé al médico, a la Clínica Dexeus, en Barcelona. Por aquellos días yo salía con otra chica y Anne salía con un arquitecto de Girona, pero no me extrañó (me halagó) que al entrar en la sala de espera me susurrara que probablemente me confundirían con su marido. Una vez fuimos juntos a Vilademuls. Anne quería que conociera a Gloria, pero Gloria no apareció ese fin de semana. En Vilademuls, sin embargo, descubrí algo que hasta entonces sólo sospechaba: Anne podía ser diferente, podía ser otra. Fue un fin de semana atroz. Anne bebía sin parar. Dan entraba y salía de su cuarto sin dar mayores explicaciones (estaba escribiendo) y yo tuve que soportar a una ex alumna catalana de Christine o de Dan, la típica imbécil de Barcelona o de Girona que era más norteamericana que los norteamericanos.