Durante los días en que Anne estuvo en el D.F. yo pude, otra vez, haberla conocido y haberme enamorado de ella, pero Anne lo duda. Fueron días, recuerda, inverosímiles, como si estuviera viviendo dentro de un sueño, aunque pese a todo tuvo tiempo para hacer turismo, es decir visitar los museos de la ciudad y casi todas las ruinas precolombinas que aún se sostienen en medio de los edificios y del tráfico. Intentó buscar a Rubén, pero no lo halló. Al cabo de dos meses cogió un avión para Seattle y fue a visitar la tumba de Tony. En el cementerio estuvo a punto de desmayarse.
Los años siguientes fueron demasiado rápidos. Hubo demasiados hombres, demasiados trabajos, demasiado de todo. Una noche, mientras trabajaba en una cafetería, se hizo amiga de dos hermanos, Ralph y Bill. Esa noche se acostó con los dos, pero mientras hacía el amor con Ralph miraba los ojos de Bill y cuando hacía el amor con Bill cerraba los ojos y seguía viendo los ojos de Bill. A la noche siguiente Bill apareció por allí, pero esta vez solo. Esa noche se acostaron pero más que hacer el amor se dedicaron a hablar. Bill era obrero de la construcción y veía el mundo con valor y tristeza, más o menos de la misma manera en que lo contemplaba Anne. Los dos eran los menores de dos hermanos, los dos habían nacido en 1948 e incluso físicamente se parecían. No pasó un mes sin que decidieran ponerse a vivir juntos. Por aquellos días Anne recibió una carta de Susan, se había divorciado y ahora estaba en tratamiento para curar su alcoholismo. Decía en la carta que una vez a la semana, a veces más, acudía a las reuniones de alcohólicos anónimos y que aquello le estaba abriendo un mundo nuevo. Anne le contestó con una postal típica de San Francisco y le decía cosas que en el fondo no sentía, pero cuando terminó de escribir la postal pensó en Bill y pensó en ella y le pareció que por fin había encontrado algo en la vida, su club de alcohólicos anónimos particular, algo muy fuerte a lo que se podía agarrar, una rama elevada en donde hacer sus ejercicios, sus malabarismos.
Lo único que no le gustaba de su relación con Bill era su hermano. A veces Ralph llegaba a medianoche, completamente borracho, y sacaba a Bill de la cama para hablar de los temas más peregrinos. Hablaban de un pueblo de Dakota donde estuvieron cuando eran adolescentes. Hablaban de la muerte y de lo que hay después de la muerte, nada según Ralph, menos que nada según Bill. Hablaban de la vida del hombre, que consiste en estudiar, trabajar y morir. En ocasiones, que progresivamente fueron haciéndose más escasas, Anne participaba en estas conversaciones y tenía que reconocer que le gustaba la inteligencia de Ralph, o su astucia, para descubrir los puntos débiles en la argumentación de los demás. Pero una noche Ralph quiso acostarse con ella y desde entonces la relación se hizo más distante, hasta que Ralph dejó de aparecer por su casa.
A los seis meses de estar viviendo juntos se marcharon a Seattle. Anne encontró trabajo en una distribuidora de electrodomésticos y Bill en un edificio de treinta plantas que estaban construyendo. Por primera vez su situación económica era francamente buena y Bill sugirió que compraran una casa y se establecieran en Seattle para siempre, pero Anne prefirió postergar la compra para más adelante y se consolaron alquilando un piso en un edificio en donde sólo vivían tres familias que compartían un espléndido jardín. En el jardín, recuerda Anne, crecía un roble, una haya y las paredes del edificio estaban cubiertas de enredadera.
Tal vez fueron los años más tranquilos de su vida en los Estados Unidos, recuerda Anne, pero un día cayó enferma y los médicos le diagnosticaron una enfermedad grave. Por aquellos días, su humor se volvió irascible y ya no soportaba la conversación de Bill ni a sus amigos, ni siquiera verlo llegar cada día, con la ropa que usaba en la construcción. Tampoco soportaba su propio trabajo, así que un día lo dejó, metió ropa en una maleta y se presentó en el aeropuerto de Seattle sin saber a ciencia cierta qué tipo de avión iba a tomar. De alguna manera lo que quería era volver a Great Falls, ir a su casa, hablar con su padre médico, que sin duda sabría aconsejarla, pero cuando estuvo en el aeropuerto todo le pareció una estafa. Durante cinco horas estuvo sentada en el aeropuerto de Seattle pensando en su vida y en su enfermedad y una y otra le parecieron vacías, como una película de miedo con una trampa sutil, esas películas que no parecen de miedo pero que al final obligan al espectador a gritar o a cerrar los ojos. Hubiera deseado llorar, pero no lloró. Dio media vuelta, volvió a su casa de Seattle y esperó el regreso de Bill. Cuando éste llegó le contó todo lo que había sucedido aquel día y le pidió su opinión. Bill dijo que no entendía nada, pero que contara con su apoyo.
Al cabo de una semana, sin embargo, las cosas se volvieron a torcer. Bill y ella se emborracharon, discutieron, hicieron el amor, dieron vueltas en coche por barrios desconocidos y que no obstante a Anne le traían vagos recuerdos. Esa noche, recuerda Anne, pudieron tener en varias ocasiones un accidente automovilístico. Los días siguientes las cosas sólo empeoraron. Unos meses después Anne fue sometida a una operación pero el resultado no era concluyente. De momento la enfermedad estaba detenida, pero Anne debía seguir medicándose y sometida a chequeos médicos constantes. El riesgo de un rebrote, según Anne, podía ser mortal.
De aquellos meses pocas cosas más son consignables. Anne y Bill fueron a pasar las navidades a Great Falls. Susan recayó en la bebida. Linda seguía vendiendo drogas en San Francisco y tenía una buena situación económica e inestables relaciones sentimentales. Paul se compró una casa y poco después la vendió, a veces, sobre todo por las noches, se llamaban por teléfono y hablaban como dos desconocidos, fríamente, sin tocar nunca los temas que a juicio de Anne eran importantes. Una noche, mientras hacían el amor, Bill le sugirió que tuvieran un hijo. La respuesta de Anne fue breve y tranquila, simplemente le dijo que no, que aún era demasiado joven, pero en su interior sintió que se ponía a gritar, es decir sintió, vio, la separación, la línea que delimitaba el no-gritar con el gritar. Fue, recuerda Anne, como abrir los ojos dentro de la caverna más grande de la tierra. Por aquellos días tuvo un rebrote y los médicos decidieron volver a operarla. Su ánimo decayó, también el ánimo de Bill decayó, había días en que parecían dos zombis. La única actividad que Anne realizaba a gusto era la lectura, leía todo lo que caía en sus manos, sobre todo libros de ensayo y novela norteamericana, pero también leyó poesía y libros de historia. Por las noches no podía dormir y solía quedarse despierta hasta las seis o las siete de la mañana, y cuando se dormía lo hacía en el sofá, incapaz de entrar en la habitación que compartía con Bill y meterse en la cama junto a él. No por rechazo, menos aún por asco, recuerda Anne, a veces incluso entraba en la habitación y se quedaba durante un rato mirando a Bill mientras dormía, pero era incapaz de echarse a su lado y encontrar la paz.
Después de la segunda operación Anne volvió a meter su ropa y sus libros en un par de maletas y esta vez abandonó Seattle de verdad. Primero estuvo en San Francisco y luego tomó un avión para Europa.
Llegó a España con el dinero justo para vivir un par de semanas. Estuvo tres días en Madrid y luego se vino a Barcelona. En Barcelona tenía la dirección de un amigo de Paul, pero cuando lo llamó nadie contestó al teléfono. Esperó durante una semana, telefoneando al amigo de Paul por la mañana, por la tarde y por la noche, y dando largos paseos por la ciudad, siempre sola, o leyendo sentada en un banco del Parque de la Ciudadela. Vivía en una pensión de las Ramblas y cuando comía lo hacía en restaurantes baratos del Casco Antiguo. El insomnio, imperceptiblemente, desapareció. Una tarde llamó a Bill a cobro revertido y no lo halló. Después llamó a sus padres y tampoco estaban. Al salir de la Telefónica se detuvo junto a una cabina y volvió a llamar al amigo de Paul y nadie contestó. Por un instante se le pasó por la cabeza la idea de estar muerta, pero la desechó en el acto. Una cosa era la soledad y otra bien distinta era la muerte. Aquella noche, recuerda Anne, trató de leer hasta muy tarde un libro sobre la vida de Willa Cather que le había regalado Linda antes de su viaje, pero el sueño la venció.