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La siguiente noticia que tuve de él me la proporcionó nuestro común amigo chileno, de manera casual, quiero decir sin estridencias, en uno de mis cada vez más frecuentes desplazamientos a Barcelona, mientras comíamos juntos.

Enrique llevaba dos semanas muerto, las cosas ocurrieron más o menos así: una mañana llegó su ex compañera y ahora dependienta a la librería y la encontró cerrada. El hecho la extrañó, pero no demasiado pues a veces Enrique solía quedarse dormido. Para tales contingencias ella tenía una llave propia y con ésta procedió a abrir la cortina metálica primero y la puerta de cristal de la librería después. Acto seguido se encaminó al fondo, hacia las habitaciones, y allí encontró a Enrique, colgando de la viga de su dormitorio. La dependienta y ex compañera casi sufrió un ataque al corazón de la impresión que tuvo, pero se sobrepuso, llamó por teléfono a la policía y luego cerró la librería y esperó sentada en la acera, llorando, supongo, hasta que llegó el primer coche patrulla. Cuando volvió a entrar, contra lo que esperaba, Enrique aún colgaba de la viga, los policías le hicieron preguntas, notó entonces que las paredes de la habitación estaban llenas de números, grandes y pequeños, pintados con rotulador algunos y con aerosol otros. Los policías, lo recordaba, fotografiaron los números (659983 + 779511 – 336922, cosas de ese tipo, incomprensibles) y el cadáver de Enrique que los miraba desde arriba sin ninguna consideración. La dependienta y ex compañera creyó que las cifras eran deudas acumuladas. Sí, Enrique estaba endeudado, no demasiado, no como para que alguien lo quisiera matar, pero existían deudas. Los policías le preguntaron si los números ya estaban en las paredes la tarde anterior. Ella dijo que no. Luego dijo que no lo sabía. No lo creía. No entraba desde hacía tiempo en aquella habitación.

Revisaron las puertas. La que daba al pasillo del edificio estaba cerrada con llave por dentro. No encontraron ninguna señal que indicara que alguna de las puertas hubiera sido forzada. El único juego de llaves que había, aparte del de la dependienta y ex compañera, lo encontraron junto a la caja registradora. Cuando llegó el juez descolgaron el cuerpo de Enrique y se lo llevaron de allí. La autopsia fue concluyente, la muerte había sido casi en el acto, un suicidio más de los muchos que ocurren en Barcelona.

Durante muchas noches, en la soledad de mi casa del Ampurdán que pronto abandonaría, estuve pensando en el suicidio de Enrique. Me costaba creer que el hombre que quería tener un hijo, que quería parir él mismo un hijo, tuviera la indelicadeza de permitir que su dependienta y ex compañera descubriera su cuerpo ahorcado, ¿desnudo?, ¿vestido?, ¿en pijama?, acaso aún balanceándose en medio de la habitación. Lo de los números ya me parecía más probable. No me costaba trabajo imaginar a Enrique realizando sus criptografías toda la noche, desde las ocho en que cerró la librería, hasta las cuatro de la mañana, buena hora para morir. Levanté, por supuesto, algunas hipótesis que acaso explicaban de alguna manera su muerte. La primera tenía relación directa con su última carta, el suicidio como el billete de regreso al planeta natal. La segunda contemplaba en dos versiones el asesinato. Pero ambas eran excesivas, desmesuradas. Recordé nuestro último encuentro frente a mi casa, sus nervios, la sensación de que alguien lo perseguía, la sensación de que Enrique creía que alguien lo perseguía.

En los siguientes desplazamientos a Barcelona cotejé mis informaciones con otros amigos de Enrique, nadie había notado ningún cambio significativo en él, a nadie había entregado ni planos hechos a mano ni paquetes cerrados, el único punto donde advertí contradicciones y lagunas era en el de su actividad en Preguntas amp; Respuestas. Según algunos hacía mucho que ya no tenía relación alguna con la revista. Según otros, seguía colaborando de manera regular.

Una tarde que no tenía nada que hacer, después de resolver algunos asuntos en Barcelona, fui a la redacción de Preguntas amp; Respuestas. Me atendió el director. Si esperaba encontrar a alguien tenebroso, me llevé una desilusión, el director parecía un vendedor de seguros, más o menos como todos los directores de revistas. Le dije que Enrique Martín había muerto. No lo sabía, pronunció algunas palabras de pesar, esperó. Le pregunté si Enrique colaboraba regularmente en la revista y tal como esperaba obtuve una respuesta negativa. Le recordé el Congreso Mundial de Ciencia Ficción celebrado no hacía mucho en Madrid. Respondió que su revista no había enviado a nadie a cubrir el evento, ellos, me explicó, no hacían ficción sino periodismo de investigación. Aunque a él, añadió, la ciencia ficción le gustaba mucho. Entonces Enrique fue por su cuenta, pensé en voz alta. Así debió de ser, dijo el director, al menos para esta casa no trabajaba.

Antes de que todo el mundo lo olvidara, antes de que sus amigos siguieran viviendo con Enrique ya definitivamente muerto, conseguí el número de teléfono de su ex compañera, ex dependienta, y la llamé. Le costó acordarse de mí. Soy yo, dije, Arturo Belano, fui a tu casa cinco veces, vivía por entonces con una mexicana. Ah, sí, dijo. Luego permaneció callada y pensé que algo le ocurría al teléfono. Pero ella seguía allí. Te llamaba para decirte que siento mucho lo que ha sucedido, dije. Enrique fue a la presentación de tu libro, dijo ella. Lo sé, lo sé, dije. Quería verte, dijo ella. Nos vimos, dije. No sé por qué quería verte, dijo ella. A mí también me gustaría saberlo, dije. Bueno, ya es demasiado tarde, ¿no?, dijo ella. Así parece, dije.

Aún permanecimos un rato más hablando, creo que de sus nervios destrozados, luego se me acabaron las monedas (llamaba desde Girona) y la comunicación se cortó.

Meses después me marché de casa. La perra se vino conmigo. Los gatos se quedaron con unos vecinos. La noche anterior a mi partida abrí el paquete que me confió Enrique. Esperaba encontrar números y mapas, tal vez la señal que aclarara su muerte. Eran unas cincuenta hojas tamaño folio, debidamente encuadernadas. Y en ninguna encontré planos ni mensajes cifrados, sólo poemas escritos a la manera de Miguel Hernández, algunos a la manera de León Felipe, a la manera de Blas de Otero y de Gabriel Celaya. Aquella noche no pude dormir. Ahora era a mí al que le tocaba huir.

UNA AVENTURA LITERARIA

B escribe un libro en donde se burla, bajo máscaras diversas, de ciertos escritores, aunque más ajustado sería decir de ciertos arquetipos de escritores. En uno de los relatos aborda la figura de A, un autor de su misma edad pero que a diferencia de él es famoso, tiene dinero, es leído, las mayores ambiciones (y en ese orden) a las que puede aspirar un hombre de letras. B no es famoso ni tiene dinero y sus poemas se imprimen en revistas minoritarias. Sin embargo entre A y B no todo son diferencias. Ambos provienen de familias de la pequeña burguesía o de un proletariado más o menos acomodado. Ambos son de izquierdas, comparten una parecida curiosidad intelectual, las mismas carencias educativas. La meteórica carrera de A, sin embargo, ha dado a sus escritos un aire de gazmoñería que a B, lector ávido, le parece insoportable. A, al principio desde los periódicos pero cada vez más a menudo desde las páginas de sus nuevos libros, pontifica sobre todo lo existente, humano o divino, con pesadez académica, con el talante de quien se ha servido de la literatura para alcanzar una posición social, una respetabilidad, y desde su torre de nuevo rico dispara sobre todo aquello que pudiera empañar el espejo en el que ahora se contempla, en el que ahora contempla el mundo. Para B, en resumen, A se ha convertido en un meapilas.

B, decíamos, escribe un libro y en uno de los capítulos se burla de A. La burla no es cruenta (sobre todo teniendo en cuenta que se trata sólo de un capítulo de un libro más o menos extenso). Crea un personaje, Álvaro Medina Mena, escritor de éxito, y lo hace expresar las mismas opiniones que A. Cambian los escenarios: en donde A despotrica contra la pornografía, Medina Mena lo hace contra la violencia, en donde A argumenta contra el mercantilismo en el arte contemporáneo, Medina Mena se llena de razones que esgrimir contra la pornografía. La historia de Medina Mena no sobresale entre el resto de historias, la mayoría mejores (si no mejor escritas, sí mejor organizadas). El libro de B se publica -es la primera vez que B publica en una editorial grande- y comienza a recibir críticas. Al principio su libro pasa desapercibido. Luego, en uno de los principales periódicos del país, A publica una reseña absolutamente elogiosa, entusiasta, que arrastra a los demás críticos y convierte el libro de B en un discreto éxito de ventas. B, por supuesto, se siente incómodo. Al menos eso es lo que siente al principio, luego, como suele suceder, encuentra natural (o al menos lógico) que A alabara su libro; éste, sin duda, es notable en más de un aspecto y A, sin duda, en el fondo no es un mal crítico.

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