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Superior a todos, dijo. Los narradores mexicanos parecían niños de pecho comparados con este adolescente más bien gordo e inexpresivo y con las manos endurecidas por el trabajo en el campo. ¿Pero qué campo?, dije yo. El campo que nos rodea, dijo el dentista y con su mano hizo un movimiento circular, como si Irapuato fuera una avanzada en tierra salvaje, un fuerte en medio del territorio apache. Y entonces yo miré de reojo al adolescente, lo miré con miedo, y vi que estaba sonriendo, y luego mi amigo empezó a contarme un cuento de Ramírez, un cuento sobre un niño que tenía muchos hermanos pequeños que cuidar, ésa era la historia, al menos al principio, aunque luego el argumento daba un giro y se pulverizaba a sí mismo, el cuento se convertía en una historia sobre el fantasma de un pedagogo encerrado en una botella, y también en una historia sobre la libertad individual, y aparecían otros personajes, dos merolicos más bien canallas, una veinteañera drogadicta, un coche inútil abandonado en la carretera que servía de casa a un tipo que leía un libro de Sade. Y todo en un cuento, dijo mi amigo.

Y yo, que por educación hubiera podido decir que estaba bien, que sonaba interesante, dije que era necesario leerlo para poder formarme una opinión cabal. Eso fue lo que dije, pero igual hubiera podido decir lo contrario y me habría salvado. Y entonces mi amigo se levantó y le dijo a Ramírez que fuéramos a buscar los textos. Recuerdo que Ramírez lo miró, sin levantarse, y luego me miró a mí y luego sin decir nada se levantó. Yo hubiera podido protestar. Hubiera podido decir que no era necesario. Pero para entonces ya estaba helado y nada me importaba, aunque desde dentro, desde muy adentro, veía los gestos que hacíamos, los gestos que orquestábamos con una perfección casi sobrenatural, y aunque sabía que la dirección hacia la que éstos nos empujaban no entrañaba un peligro real para nosotros, también sabía que de alguna manera entrábamos en un territorio en donde éramos vulnerables y de donde no saldríamos sin haber pagado un peaje de dolor o de extrañamiento, un peaje que a la larga íbamos a lamentar.

Pero nada dije y salimos del bar y montamos en el coche de mi amigo y nos perdimos por las calles que marcaban los límites de Irapuato, calles sólo recorridas por coches de la policía y por autobuses nocturnos y que, según mi amigo, que conducía en un estado de exaltación, Ramírez recorría a pie cada noche o cada amanecer, cuando volvía a casa después de sus incursiones urbanas. Yo preferí no añadir ni un sólo comentario más y me dediqué a mirar las calles débilmente iluminadas y la sombra de nuestro coche que a fogonazos se proyectaba en los altos muros de fábricas o almacenes industriales abandonados, vestigios de un pasado ya olvidado en el que se intentó industrializar la ciudad. Luego salimos a una especie de barrio añadido a aquel amasijo de edificios inútiles. La calle se estrechó. No había alumbrado público. Oí el ladrido de los perros. Puro hijos de Sánchez, ¿no, mano?, dijo el dentista. No le respondí. Detrás de mí oí la voz de Ramírez que decía que doblara a la derecha y que siguiera recto.

Las luces del coche barrieron dos casuchas miserables protegidas por una cerca de madera y alambre y un camino de tierra y en un segundo ya estábamos en algo que parecía el campo pero que también hubiera podido ser un basurero. A partir de allí seguimos a pie, en fila india, con Ramírez abriendo la marcha, seguido por el dentista y por mí. A lo lejos distinguí una carretera, las luces de los coches que se deslizaban irremediablemente ajenos a nosotros, aunque en sus desplazamientos lejanos creí encontrar una similitud -atroz, ciertamente- con nuestro destino. Vi la silueta de un cerro. Intuí un movimiento en la oscuridad, entre unos arbustos, y sin dudarlo lo atribuí a ratas cuando muy bien hubieran podido ser pájaros. Después salió la luna y vi casitas solitarias que se alzaban en las faldas del cerro y más allá de éste un campo oscuro, labrado, que se extendía hasta un recodo de la carretera en donde, como una protuberancia artificial, se alzaba un bosque. De pronto oí la voz del adolescente que le decía algo a mi amigo y nos detuvimos. De la nada había surgido su casa, una casa de muros amarillos o blancos, con el techo bajo, como todas las tristes casas que soportaban la noche en las afueras de Irapuato.

Durante un instante los tres nos quedamos quietos, yo diría que hechizados, contemplando la luna o mirando compungidos la exigua vivienda del adolescente o tratando de descifrar los objetos que se amontonaban en el patio: sólo distinguí con certeza un huacal. Después entramos en un cuarto de techo bajo que olía a humo y Ramírez encendió una luz. Vi una mesa, aperos de campo apoyados en la pared, un niño durmiendo en un sillón.

El dentista me miró. Sus ojos brillaban de excitación. En aquel instante me pareció indigno lo que estábamos haciendo: un pasatiempo nocturno sin otra finalidad que la contemplación de la desgracia. La ajena y la propia, reflexioné. Ramírez arrimó dos sillas de madera y luego desapareció tras una puerta que parecía abierta a golpes de hacha. No tardé en comprender que aquella habitación era un añadido reciente en la vivienda. Nos sentamos y esperamos. Cuando volvió a aparecer cargaba una resma de papeles de más de cinco centímetros de grosor. Con aire reconcentrado se sentó junto a nosotros y nos alcanzó los papeles. Lean lo que quieran, susurró. Miré a mi amigo. Este ya había cogido un cuento de entre los papeles y ordenaba cuidadosamente las hojas. Le dije que me parecía más indicado llevarnos los textos y leerlos en el confort de su casa. Probablemente no fuera así. Pero eso es lo que pienso ahora, no consigo ver la escena de otra manera, yo diciendo que mejor nos fuéramos, que pospusiéramos la lectura a un ambiente más agradable, y el dentista como un condenado a muerte mirándome con dureza y ordenándome que escogiera un cuento al azar y que de una chingada vez me pusiera a leer.

Y eso hice. Bajé los ojos avergonzado y escogí un cuento y me puse a leer. El cuento tenía cuatro páginas, tal vez lo escogí por eso, por su brevedad, pero cuando lo acabé tenía la impresión de haber leído una novela. Miré a Ramírez. Estaba sentado frente a nosotros y daba cabezadas de sueño. Mi amigo siguió mi mirada y susurró que el joven escritor se levantaba muy temprano cada día. Asentí con la cabeza y cogí otro cuento. Cuando volví a mirar a Ramírez éste dormía con la cabeza apoyada en los brazos. Yo también había sentido ramalazos de sueño, pero ahora me sentía completamente despierto, completamente sobrio. Mi amigo me alcanzó otro cuento. Lee éste, susurró. Lo dejé a un lado. Terminé el que estaba leyendo y me puse a leer el que me había dado el dentista.

Cuando estaba acabando el último de los cuentos que leí aquella noche se abrió la otra puerta y apareció un tipo que debía de tener nuestra edad pero que parecía mucho mayor y que nos sonrió antes de salir al patio con andares silenciosos. Es el papá de José, dijo mi amigo. Oí fuera un ruido de latas, unos pasos que se tornaban más enérgicos, el ruido de alguien que orina al aire libre. En otra situación esto hubiera bastado para que permaneciera alerta, absorto únicamente en descifrar y en cierta manera en conjurar aquellos sonidos, pero lo que hice fue seguir leyendo.

Uno nunca termina de leer, aunque los libros se acaben, de la misma manera que uno nunca termina de vivir, aunque la muerte sea un hecho cierto. Pero, en fin, digamos, para entendernos, que en un momento dado yo di por finiquitada mi lectura. Mi amigo ya hacía rato que no leía. Su apariencia traslucía cansancio. Le dije que podíamos irnos. Antes de levantarnos los dos miramos el plácido sueño de Ramírez. Al salir vimos que estaba amaneciendo. En el patio no había nadie y los campos de alrededor parecían yermos. Me pregunté dónde estaría el padre. Mi amigo me indicó su coche y me hizo notar lo extraño que resultaba que el coche no resultara extraño en aquel marco. Un marco incomparable, dijo ya no en un susurro. Su voz me sonó extraña: se había enronquecido, como si hubiera pasado la noche dando gritos. Vamos a desayunar, dijo. Asentí. Vamos a hablar sobre lo que nos ha pasado, dijo.

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