Pero estas cosas pasan y hay que aguantarse. Así que me aguanté y me hice el firme propósito de salir menos, digamos una vez cada quince días, pero entonces llegó Buba y los del club decidieron que lo mejor para mí era que dejara el hotel y que compartiera el departamento que habían puesto a disposición de Buba, un departamentito bastante coqueto, con dos habitaciones y una terraza pequeñita pero con una buena vista, justo al lado de nuestros campos de entrenamiento. Y eso fue lo que tuve que hacer. Así que cogí mis maletas y me fui con un administrativo del club al departamento y como no estaba Buba, pues escogí yo mismo el dormitorio que quería para mí y saqué mis cosas y las metí en el closet y entonces el administrativo me dio mis llaves y se marchó y yo me puse a dormir la siesta.
Eran las cinco de la tarde, aproximadamente, y antes me había echado entre pecho y espalda una fideuá, un plato típico de Barcelona que ya había probado y que me encanta, aunque no es un plato fácil de digerir, y cuando me dejé caer en mi nueva cama me entró un sopor tan grande que sólo tuve fuerzas para sacarme los zapatos y ya estaba dormido. Tuve entonces un sueño rarísimo. Soñé que estaba en Santiago otra vez, en mi barrio de La Cisterna, y que estaba recorriendo con mi padre la plaza esa en donde estuvo la estatua del Che, la primera estatua del Che que hubo en América, exceptuando Cuba, y eso era lo que me iba contando mi padre en medio del sueño, la historia de la estatua y de todos los atentados que sufrió la estatua hasta que llegaron los milicos y la volaron definitivamente, y mientras caminábamos yo miraba hacia todas partes y era como si camináramos por en medio de la selva, y mi padre decía por aquí debe de estar la estatua, pero no se veía nada, las hierbas eran altas y los árboles apenas dejaban pasar unos rayitos de sol, suficientes para ver, para darnos cuenta de que era de día, y nosotros íbamos por un sendero de tierra y de piedras, pero a los lados hasta lianas había, y no se veía nada, sólo sombras, hasta que de pronto llegábamos como a una especie de claro, un claro rodeado de selva, y mi padre entonces se detenía y me ponía una mano en el hombro y con la otra señalaba algo que se levantaba en medio del claro, un pedestal de cemento de color gris clarito, y sobre el pedestal no había nada, ni rastros de la estatua del Che, pero eso mi padre y yo lo sabíamos y lo esperábamos, al Che lo habían quitado de allí hacía mucho tiempo, eso no nos sorprendía, lo importante era que estábamos juntos mi viejo y yo y que habíamos encontrado el lugar exacto en donde antes se levantaba la estatua, pero mientras contemplábamos el claro sin movernos, como embebidos en nuestro hallazgo, yo me fijé en que bajo el pedestal, al otro lado, había algo, una cosa oscura que se movía, y me solté de la mano de mi padre (me tenía cogido de la mano) y empecé a rodear lentamente el pedestal.
Entonces lo vi: al otro lado había un negro en pelotas haciendo unos dibujos en la tierra y yo supe al tiro que ese negro era Buba, mi compañero de club y mi compañero de departamento, aunque si quieren que les diga la verdad yo a Buba sólo lo había visto en un par de fotos, yo y todos los demás compañeros, y nadie se hace una idea cabal de una persona si sólo la ha visto en la prensa y además de pasada. Pero era Buba, de eso no me cupo la menor duda. Y entonces yo pensé: rechuchas, debo de estar soñando, no estoy en Chile, no estoy en La Cisterna, mi padre no me ha traído a ninguna plaza y este huevón calato no es Buba, el medio-punta africano recién contratado por nuestro club.
Justo cuando acababa de pensar lo anterior el negro levantó la mirada y me sonrió, dejó el palito con el que estaba haciendo unos dibujos en la tierra amarilla (ésa sí una tierra completamente chilena) y de un salto se puso de pie y me tendió la mano. Tú eres Acevedo, dijo, me alegro de conocerte, flaco, eso dijo. Y yo pensé: tal vez estamos de gira. ¿Pero de gira por dónde? ¿Estábamos haciendo una gira por Chile? Imposible. Y entonces nos dimos la mano y Buba me la estrechó muy fuerte y no me la soltó, y mientras me estrechaba la mano yo miré el suelo y vi los dibujos en la tierra, garabatos no más, qué otra cosa iba a ser, pero como que le encontré el hilo a la cuestión, no sé si me explico, los garabatos tenían sentido, es decir, no eran garabatos, eran otra cosa. Y entonces yo me quise agachar y ver los dibujos más de cerca, pero la mano de Buba que estrechaba mi mano me lo impidió, y cuando quise soltarme (ya no para ver los dibujos sino más bien para alejarme de él, para tomar mis distancias, porque sentí algo parecido al miedo) no pude hacerlo, la mano de Buba, su brazo, parecían los de una estatua, una estatua recién hecha, y mi mano había quedado empotrada en ese material que por momentos parecía barro y por momentos parecía lava ardiente.
Creo que fue entonces cuando me desperté. Sentí ruidos en la cocina y luego pasos que iban desde el living hasta la otra habitación y yo me desperté con el brazo acalambrado (me había quedado dormido en una mala postura, algo que por aquellos días, antes de salir de la lesión, me solía pasar) y me quedé esperando, la puerta de mi dormitorio estaba abierta, así que él tenía que haberme visto, pero por más que esperé Buba no apareció en el umbral. Sentí sus pasos, carraspeé, tosí, me levanté, oí que alguien abría la puerta de la calle y luego, casi sin hacer ruido, la volvía a cerrar. El resto del día lo pasé solo, sentado delante de la tele, cada vez más nervioso. Revisé (yo no soy curioso, pero no pude evitarlo) su cuarto: en los cajones del closet había puesto la ropa, ropa deportiva y algo de ropa de vestir y algunos trajes africanos que a mí me parecieron como disfraces pero que en el fondo eran bonitos. En el baño estaban sus útiles de aseo, una navaja (yo me afeito con maquinas desechables y hacía tiempo que no veía una navaja), una loción, un perfume inglés o comprado en Inglaterra, en la tina una esponja de color tierra, muy grande.
A las nueve de la noche apareció Buba en nuestra nueva casa. A mí me dolían los ojos de tanto ver la tele y él, según me dijo, venía de una sesión con la prensa deportiva de la ciudad. Al principio nos costó un poco hacernos amigos, aunque a veces, cuando me detengo a reflexionar, llego a la amarga conclusión de que amigos, lo que se dice amigos, no lo fuimos nunca. Pero otras veces, ahora mismo sin ir más lejos, creo que sí, que fuimos bastante amigos y que, en todo caso, si Buba tuvo un amigo en el club, ése fui yo.
Nuestra vida en común, por lo demás, no fue difícil. Dos veces a la semana venía una señora a hacernos la limpieza del departamento y el resto del tiempo cada uno limpiaba lo que ensuciaba, lavaba sus propios platos, hacía su cama, en fin, lo de siempre. Por las noches a veces yo me iba por ahí con Herrera, un muchacho de la cantera que había subido al primer equipo y que terminó siendo titular indiscutible de la selección española, y a veces se nos unía Buba, pero pocas porque a Buba no le gustaba la vida nocturna.
Cuando me quedaba en casa veía la tele y Buba se encerraba en su cuarto y se ponía a escuchar música. Música africana. Al principio las cintas de Buba no me resultaban nada agradables. La primera vez que las escuché, al segundo día de estar compartiendo el departamento, incluso me sobresaltaron. Yo estaba viendo un documental sobre el Amazonas, haciendo tiempo para la hora en que iba a empezar una película del Van Damme, cuando de repente sentí como si en la habitación de Buba estuvieran matando a alguien. Pónganse en mi lugar. La situación era extraordinaria, capaz de alterarle los nervios al más valiente. ¿Qué hice? Pues me levanté, estaba de espaldas a la puerta de Buba, y me puse en guardia, claro, hasta que comprendí que aquello era una cinta, que los gritos provenían del radiocassette. Después los ruidos se apagaron, sólo se oía algo así como un tambor, y luego los gemidos de una persona, el llanto de una persona, que poco a poco fue subiendo de volumen. Hasta ahí aguanté. Recuerdo que me acerqué a la puerta, que llamé con los nudillos y que nadie me respondió. En ese momento pensé que las lágrimas y los gemidos eran de Buba y no de la cinta. Pero entonces oí la voz de Buba que me preguntaba qué quería y no supe qué contestarle. Todo resultaba bastante embarazoso. Le dije que bajara el volumen. Se lo dije con una voz que traté con toda mi voluntad de que me saliera normal. Durante un rato Buba se mantuvo en silencio. Después la música (en realidad: el sonido de los tambores, tal vez una especie de flauta también) se apagó y la voz de Buba dijo que se iba a dormir. Buenas noches, dije yo y volví al sillón pero durante un rato estuve viendo el documental sobre los indios del Amazonas sin sonido.