Para los tiburones, para la mayoría de los peces (excepto para los peces voladores), el infierno es la superficie del mar. Para B (para la mayoría de los jóvenes de veintidós años), el infierno a veces es el fondo del mar. Mientras baja recorriendo en sentido inverso la estela que ha dejado su padre, piensa que precisamente ahora hay más motivos que nunca para reírse. En el fondo del mar no encuentra arena, como su imaginación de algún modo esperaba, sino sólo rocas, rocas que se sostienen unas en otras, como si aquel lugar de la costa fuera una montaña sumergida y él estuviera en la parte alta, apenas iniciado el descenso. Después sube y desde abajo contempla el bote que por momentos parece levitar y por momentos parece a punto de hundirse, con su padre sentado en el centro exacto, intentando fumar un cigarrillo mojado.
Y luego se acaba el paréntesis, se acaban las cuarentaiocho horas de gracia en las cuales B y su padre han recorrido algunos bares de Acapulco, han dormido tirados en la playa, han comido e incluso se han reído, y comienza un período gélido, un período aparentemente normal pero dominado por unos dioses helados (dioses que, por otra parte, no interfieren en nada con el calor reinante en Acapulco), unas horas que en otro tiempo, tal vez cuando era adolescente, B llamaría aburrimiento, pero que ahora de ninguna manera llamaría así, sino más bien desastre, un desastre peculiar, un desastre que por encima de todo aleja a B de su padre, el precio que tienen que pagar por existir.
Todo comienza con la aparición del ex clavadista. B se da cuenta de inmediato de que viene a buscar a su padre y no al, llamémosle así, conjunto familiar que conforman ambos. El padre de B invita al ex clavadista a tomarse una copa en la terraza del hotel. El ex clavadista dice que conoce un lugar mejor. El padre de B lo mira y sonríe y luego dice órale. Cuando ganan la calle comienza a atardecer y por un segundo B siente una punzada inexplicable y cree que tal vez hubiera sido mejor quedarse en el hotel, dejar que su padre se divirtiera solo. Pero ya es demasiado tarde. El Mustang sube por la avenida Constituyentes y el padre de B saca de un bolsillo la tarjeta que días atrás le diera el recepcionista. El picadero se llama San Diego, dice. El ex clavadista arguye que ese lugar es demasiado caro. Tengo dinero, dice el padre de B, vivo en México desde 1968 y ésta es la primera vez que me doy unas vacaciones. B, que va sentado junto a su padre, busca el rostro del ex clavadista en el espejo retrovisor y no lo encuentra. Así que primero van al San Diego y durante un rato beben y bailan con chicas a las que por cada baile hay que entregar un boleto que previamente compran en la barra. El padre de B, al principio, sólo compra tres boletos. Este sistema, le dice al ex clavadista, tiene algo de irreal. Pero luego se entusiasma y compra un fajo entero. B también baila. Su primera pareja es una muchacha delgada y de rasgos aindiados. La segunda es una mujer de grandes pechos que parece preocupada o enfurruñada por algo que B jamás sabrá. La tercera es gorda y feliz y al poco rato de estar bailando le confiesa al oído que está drogada. ¿Qué has tomado?, dice B. Hongos alucinantes, dice la mujer, y B se ríe. Su padre, mientras tanto, baila con la muchacha que parece india y B los observa de tanto en tanto. En realidad, todas las muchachas parecen indias. La que baila con el padre de B tiene una bonita sonrisa. Hablan (de hecho hablan sin parar) aunque B no oye lo que dicen. Después su padre desaparece y B se acerca a la barra junto al ex clavadista. Ellos también se ponen a hablar. De los tiempos pasados. Del valor. De las quebradas en donde rompe el mar. De mujeres. Temas que a B no le interesan o que, al menos, no le interesan en ese momento. Y sin embargo hablan.
Al cabo de media hora su padre vuelve a la barra. Su pelo rubio está mojado y recién peinado (el padre de B se peina para atrás) y tiene la cara enrojecida. Sonríe sin decir nada y B lo observa sin decir nada. Hora de comer, dice. B y el ex clavadista lo siguen hasta el Mustang. Cenan mariscos variados en un local oblongo como un ataúd. Mientras comen el padre de B mira a B como buscando una respuesta. B sostiene su mirada. Telepáticamente le dice: no hay respuesta porque la pregunta no es válida. La pregunta es imbécil. Después, sin saber cómo, B sigue a su padre y al ex clavadista (que hablan todo el rato de boxeo) hasta un local en los suburbios de Acapulco. El edificio es de ladrillo y madera, carece de ventanas y en el interior hay un jukebox con canciones de Lucha Villa y Lola Beltrán. De pronto B siente náuseas. Sólo entonces, mientras se separa de su padre y busca un lavabo o el patio trasero o la salida a la calle, se da cuenta de que ha bebido demasiado. También se da cuenta de algo más: unas manos aparentemente hospitalarias no le han permitido salir a la calle. Temen que me escape, piensa B. Luego vomita varias veces en un patio abierto en donde se acumulan cajas de cerveza y en donde hay un perro atado, y tras aliviarse se pone a contemplar las estrellas. No tarda en aparecer junto a él una mujer. Su sombra se recorta más oscura que la noche. Su vestido, sin embargo, es blanco y eso hace que B la pueda distinguir. ¿Te hago un guagüis?, dice. Tiene una voz joven y aguardentosa. B se la queda mirando sin entender. La puta se arrodilla a su lado y le abre la bragueta. Entonces B comprende y la deja hacer. Cuando acaba siente frío. La puta se levanta y B la abraza. Juntos contemplan la noche. Cuando B dice que quiere volver a la mesa de su padre, la mujer no lo sigue. Vamos, dice B, tirando de su mano, pero ella se resiste. Entonces B se da cuenta de que no ha visto apenas su rostro. Es mejor así. Sólo la he abrazado, piensa, ni siquiera sé cómo es. Antes de volver a entrar se da vuelta y ve que la puta se acerca al perro y lo acaricia.
En el interior, su padre está sentado en una mesa junto al ex clavadista y otros dos tipos. B se le acerca por la espalda y le susurra unas palabras al oído. Vámonos. Su padre está jugando a las cartas. Voy ganando, dice, no puedo irme. Nos van a robar todo el dinero, piensa B. Luego contempla a las mujeres que a su vez lo contemplan a él y a su padre con una conmiseración palpable. Ellas saben lo que nos va a pasar, piensa B. ¿Estás borracho?, le pregunta su padre mientras pide una carta. No, dice B, ya no. ¿Estás drogado?, dice su padre. No, dice B. Entonces su padre sonríe y pide un tequila y B se levanta y va hacia la barra y desde allí observa con ojos de loco el escenario del crimen. En ese momento B sabe que aquél es el último viaje que hará con su padre. Abre los ojos, cierra los ojos. Las putas lo miran con curiosidad, una le ofrece un trago que B rechaza con un gesto. A veces, cuando tiene los ojos cerrados, ve a su padre con una pistola en cada mano saliendo de una puerta que está en un lugar en donde jamás debería de haber una puerta. Sin embargo su padre aparece por allí, de prisa, con los ojos grises brillantes y el pelo despeinado. Nunca más volverán a viajar juntos, piensa B. Eso es todo. Lucha Villa canta en el jukebox y B piensa en Gui Rosey, poeta menor desaparecido en el sur de Francia. Su padre reparte las cartas, se ríe, cuenta historias y escucha historias que rivalizan en sordidez. B recuerda cuando volvió de Chile, en 1974, y fue a verlo a su casa. Su padre se había roto un pie y estaba leyendo en la cama un periódico deportivo. Le preguntó cómo le había ido y B le contó sus aventuras. Sucintamente: las guerras floridas latinoamericanas. Estuvieron a punto de matarme, dijo. Su padre lo miró y se sonrió. ¿Cuántas veces?, dijo. Por lo menos dos, respondió B. Ahora su padre se ríe a carcajadas y B trata de pensar con claridad. Gui Rosey se suicidó, piensa, o lo mataron, piensa. Su cadáver está en el fondo del mar.
Un tequila, dice B. Una mujer le pone un vaso lleno hasta la mitad. No se emborrache otra vez, joven, dice. No, ya estoy bien, dice B perfectamente lúcido. No tardan otras dos mujeres en acercarse a él. ¿Qué quieren tomar?, dice B. Su papá de usted es muy simpático, dice una de ellas, la más joven, de pelo largo y negro, tal vez la misma que me lo chupó hace un rato, piensa B. Y recuerda (o trata de recordar) escenas en apariencia inconexas: la primera vez que fumó en su presencia, a los catorce años, un Viceroy, una mañana en que los dos esperaban la llegada de un tren de carga en el interior del camión de su padre y hacía mucho frío; armas de fuego, cuchillos; historias familiares. Las putas beben tequila con coca-cola. ¿Cuánto rato estuve afuera vomitando?, piensa B. Parecía moto, dice una de las putas, ¿quiere un poquito? ¿Un poquito de qué?, dice B temblando pero con la piel fría como un témpano. Un poquito de mota, dice la mujer, de unos treinta años, el pelo largo como su compañera, pero teñido de rubio. ¿Golden Acapulco?, dice B dando un trago de tequila mientras las dos mujeres se le acercan un poco más y le acarician la espalda y las piernas. Simón, para tranquilizarse, dice la rubia. B asiente con la cabeza y lo siguiente que recuerda es una nube de humo que lo separa de su padre. Usted quiere mucho a su papá, dice una de las mujeres. Pues no tanto, dice B. ¿Cómo no?, dice la morena. La que atiende la barra se ríe. A través del humo B observa que su padre da vuelta la cabeza y durante un instante lo mira. Me está mirando con una seriedad de muerte, piensa. ¿Te gusta Acapulco?, dice la rubia. El local, sólo en ese momento lo advierte, está semivacío. En una mesa hay dos tipos que beben en silencio y en la otra está su padre, el ex clavadista y los dos desconocidos jugando a las cartas. Todas las demás mesas están desocupadas.