6. El Valido, aparentando firmeza, se aproximó al padre Villaescusa, cuyo rostro parecía acumular toda la seriedad de que era capaz, hasta alcanzar las calidades de la piedra, inmóvil y hosca.
– Arrodíllese.
El Valido lo hizo en el escabel forrado de felpilla roja.
– Ante el Santo Tribunal de la Penitencia, no hay jerarquías ni tratamientos. No hay más que -un penitente humillado y el representante del poder de la Iglesia, que todo lo ata y desata. Lo que vosotros atéis en la tierra, atado quedará en el cielo, etcétera.
– Sí, padre.
– Confiesa todos los pecados que hayas cometido en tu vida.
– ¿Todos, padre?
– De todos los que te acuerdes, al menos.
– Sí, padre.
El Valido intentó recordar su infancia, pero lo que le venía a las mientes eran sus años de estudiante en Alcalá, sus años de rectorado. Fue diciendo desordenadamente sus recuerdos: frivolidades, putañeos, bromas pesadas, injusticias… El padre Villaescusa permanecía con el rostro inmóvil, con la mirada fija en la figura femenina que esperaba, contrita, en las gradas del presbiterio. Después, el Valido hizo un repaso breve de la vida en la corte; pasó por alto las intrigas que le habían llevado al puesto de Valido por creer que no eran pecado; pero el fraile le interrogó sobre ellas: tuvo que confesarlas. La retahíla más detallada, las intervenciones más inquisitivas del confesor acontecieron cuando empezó a relatar su vida matrimonial, y antes aun, desde el momento en que había conocido a la que iba a ser su esposa y la había deseado. Llegó un momento en que dijo:
– Ya no recuerdo más.
Pero el confesor siguió preguntándole. ¡La de cosas que sabía, o que era capaz de imaginar, aquel inquisidor infatigable!
– ¿Pero eso es pecado, padre?
– Todo lo que hace un hombre que no está en Gracia de Dios, hasta su propia respiración, lo es.
A la tercera vez que el penitente dijo «No», el confesor tomó la palabra, y le dijo que sus pecados eran tantos que toda una vida de penitencia no bastaría para que le fuesen perdonados; que no sólo había que temer los tormentos del infierno, sino el infierno en esta vida, los sufrimientos morales, e incluso físicos, acarreados por la mala conciencia sin arrepentimiento; pero que él, en nombre de la Iglesia, se los perdonaba todos, a condición de que… hiciera esto, eso y aquello. Aquello era la renuncia de por vida a los placeres sensuales, llevar adelante, hasta su fin, un matrimonio casto y ejemplar. En nombre de lo cual, Ego te absolvo ab peccatis tuis. In Nómine Patris…
El Valido permaneció arrodillado y silencioso un rato prudencial; luego, se levantó, saludó y regresó al presbiterio, donde su mujer esperaba arrodillada. Al sentirle llegar, se levantó y marchó al confesionario, cubierto el rostro con el velo. El Valido pretendió meditar sobre los pecados que le habían sido perdonados con tan duras condiciones, pero empezó a imaginar a su mujer haciendo memoria de su vida, de soltera y de casada, y contándolo todo, y cuando ya se creía descargada de culpas, la voz apagada del fraile le entraba en la conciencia, se la revolvía, le sacaba a luz las menudencias olvidadas, o todo aquello de que ella nunca se había creído culpable, pero que ahora resultaba serlo; y la descripción del infierno en este mundo y en el otro, la pérdida de la paz, la relación desconfiada con su marido mientras uno de los dos no muriese… Le venían ganas de arrebatarla del confesionario, pero comprendió que eso también era pecado, y se arrepintió, y dio gracias a Dios por todo lo que le estaba sucediendo, y cuando sintió que su mujer regresaba, al mirarla de soslayo, advirtió que venía llorando, aunque en silencio y recatadamente. Lo que vio fue una lágrima que le caía en las lorzas del corpiño.
7.Esta vez, la carroza del padre Almeida se detuvo ante la puerta principal del alcázar. Un soldado de la guardia vino a tenerle el estribo, y quedó tieso mientras el jesuita descendía. Marfisa bajó después, ayudada del padre, y juntos entraron en el zaguán, lleno de nobles emperifollados y de soldados de la guardia. Pasaron entre saludos y miradas curiosas, y empezaron a subir las escaleras: Marfisa no recogió las haldas de los hábitos por no dejar al descubierto los zapatos de hebilla y las medias granate. Estuvo a punto de tropezar, pero logró evitarlo, una de las veces agarrándose al brazo de su compañero. Después entraron en los largos corredores.
Colette se hallaba detrás de la puerta. Abrió y les indicó que pasaran, en silencio. El jesuita le dio las gracias en francés; Marfisa, en castellano. Esperaron en una antesala. Cuando salió la Reina, el jesuita le hizo una reverencia, y Marfisa arrodilló una pierna. La Reina le dijo: «Alzaos.» Mientras la Reina se cubría con un velo, Marfisa tuvo tiempo de examinarla: la halló bonita de cara y gentil de talle, aunque se juzgó más guapa y garrida. No la despreció, ni tampoco sintió envidia, menos aun celos. Echaron a andar: el jesuita delante; Marfisa detrás de la Reina, y así recorrieron pasillos, bajaron escaleras, atravesaron zaguanes. Acaso alguien se haya preguntado quiénes eran, pero nadie les estorbó el camino. Dentro ya de la carroza, quedaron en silencio. No fueron al monasterio, sino a la plaza vecina. A los soldados y a los criados que esperaban la salida del Valido y de su esposa no les preocupó quiénes eran: ¿qué más daba que un clérigo y una monja entrasen en un monasterio en compañía de una dama? El jesuita las acompañó hasta la puerta; besó la mano de la Reina y a Marfisa le dio un lugar y una hora. La Reina quedó a solas con Marfisa, ya dentro de la clausura. No había nadie a la vista. Marfisa, sin decir palabra, se situó delante; la Reina la siguió por el claustro bajo, por el alto, por los pasillos. Al llegar ante la celda de Marfisa, ésta dijo: «Es aquí.» Sacó la llave de la faltriquera y abrió. La celda estaba sombría y fresca. Siempre en silencio, Marfisa encendió las velas de los candelabros, hasta dejar la celda medianamente alumbrada.
La Reina se había desvelado, y la miraba con expectación.
– Señora, yo marcharé en seguida. Ciérrese con llave, y no abra hasta que alguien llame tres veces con los nudillos. Y si Vuestra Majestad me lo permitiera, yo le daría algún consejo.
– ¿Es indispensable?
– No, Majestad, pero quizá fuese conveniente.
– Un consejo, ¿sobre qué?
– Sobre su manera de portarse cuando venga el Rey.
La Reina quedó en silencio y la miró. Marfisa permanecía medio cubierta con el velo.
– ¿Queréis desvelaros, hermana?
Marfisa se descubrió y aguantó la mirada escrutadora de la Reina.
– ¿Sabéis que sois muy bella?
– Eso no importa, Majestad. Lo que importa es que lo que suceda aquí sea para bien del Rey y de la Reina.
La Reina se le acercó y la miró de cerca.
– ¿Y tú sabes lo que va a suceder?
– Porque lo sé es por lo que me atrevo a aconsejaros.
La Reina le puso las manos en los hombros. Marfisa bajó la cabeza. La Reina se la empujó hacia arriba con la mano en la barbilla.
– Mírame. ¿Quién eres?
– Sólo una monja, Majestad.
– ¿Y estuviste casada?
– Tengo experiencia.
– Dime lo que tengas que decirme.
– El Rey es joven, Majestad. Los jóvenes tienen prisa y lo atropellan todo. Sosiéguelo, atrévase a negarse con ternura. Que cada no encierre un sí inmediato. Y olvídese del tiempo que transcurra. Por cierto, ahí hay mantas por si siente frío. Y, en ese cajoncito, media docena de paños blancos y limpios. Le bastará con tres, pero a lo mejor, el santo del día hace un milagro.
La Reina no parecía haberle entendido muy bien.
– ¿Tú sabes que el Rey quiere verme desnuda?
– Lo sabe todo el mundo en la corte y en la villa. Lo sabían ayer. Hoy lo sabrá ya el reino entero.
– ¡Qué vergüenza!